jueves, 25 de diciembre de 2008

jueves, 18 de diciembre de 2008

Ángeles caídos

© Manual para canallas

Un santaclós apócrifo, una botarga del  Doctor Simi, aquel aparador de Suburbia, las luces del Zócalo: a eso se reduce la Navidad. No hay sonrisas sinceras. Todo mundo se embriaga. Un auto se pasa el alto y embiste a una familia que nunca sospecha la desgracia. Llanto, miedo, dolor, tantas emociones en tan pocos segundos. El conductor ebrio se da a la fuga. Una ambulancia llega siempre demasiado tarde. Un nudo en la garganta. El parte médico no es nada optimista. Un niño yace inerte. Dios no escucha los ruegos de casi nadie. Los mirones se regodean en el morbo. La sangre es un asunto cotidiano, ya no conmueve. Un policía desvía el tráfico. Tu mami te  espera en casa. Tu padre no deja de emborracharse. En el intercambio de regalos te tocó la vieja más insoportable. Merry Christmas. Los villancicos no te dicen nada. Lalo y sus Ardillitas siguen cantando la misma tonada estúpida y tú sólo quisieras que las vacaciones duraran todo el año. La escuela te abruma, el trabajo de medio tiempo ya te tiene hasta la madre. Otro fin de año sin novia. Ojalá te regalen unos Converse en Navidad. Pedir un Ipod suena a imposible. Tu vida no es un anuncio de Liverpool, en definitiva. La felicidad es un catálogo de Sears: una familia sonriente, con suéteres impecables y bufandas de colores. La vida, la vida es otra cosa: el recibo de la luz, la cuenta de teléfono, el precio del gas, las quejas de un ama de casa, la tristeza de un niño olvidado por los Reyes Magos, un anciano formado para cobrar su pensión, aquella adolescente embarazada, el gordo de la esquina que se masturba en la oscuridad, un tipo baleado en cualquier calle. Y los diarios que hacen la suma de los ejecutados. Hace mucho que no sabes lo que es una feliz Navidad.

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Cada diciembre es lo mismo: Ojalá ya se acabe el año y que el otro nos vaya mejor. Doce meses para el olvido. El inevitable recuento arroja cifras alarmantes y no hay espacio para el optimismo. Bueno, tengo trabajo y salud, tratas de consolarte por la falta de varo. Pinche remedio para la migraña. Nada que solucione tus grandes males. Tu existencia es un constante vacío. Vives al día, con apenas lo suficiente para llegar al fin de quincena, contando y estirando los pesos. Tu ángel de la guarda es como una silueta dibujada en el asfalto, caído bajo el fuego cruzado. No quedan esperanzas, sobran lamentos. Si hubiera estudiado, si no me hubiera casado, si le hubiera hecho caso a mi madre, si no hubiera hecho esto, si me hubiera atrevido. Sospechas que tu mujer te engaña, reniegas de todo, sufres por cualquier cosa. Vale madres, ojalá que ya se acabe el año. Embriagarse sólo es un intento de fuga. Te gusta la hija de tu vecino. Te odian tus compañeros de trabajo, tú detestas a tu jefe, pero en el brindis navideño todos se dan el respectivo abrazo. Y la secretaria baila con todos, se pinta los labios y no falta el atrevido que le dice que le hace falta conocer a un verdadero hombre, pero a Lupita le basta con acostarse con el licenciado y jugar el juego de la amante con la esperanza de que un día la saque de trabajar. El licenciado es un hijo de la chingada, coinciden todos. Y sin embargo envidian su sueldo y el auto del año y los trajes que lo hacen ver como si fuera un tipo decente. Feliz Navidad y próspero año nuevo, levanta su copa y todos repiten el mismo pinche ritual de todos los años. Luego, cada quien a su casa, a pelearse con la mujer, a soportar los ronquidos del abuelo, a escuchar los llantos del niño, a regañar a los chamacos para que dejen de estar peleando. La Navidad es un maniquí con bufanda, un santaclós made in China, un compacto en formato mp3 con “yo no olvido al año viejo” y esa canción que habla del “caballo de la sabana, porque está viejo y cansado”. Ni pex, cenarás pollo rostizado y Sabritas. Y te regalarán el peor disco de Arjona. Y al otro día viene la resaca.

 

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 18 de diciembre de 2008

 

jueves, 11 de diciembre de 2008

El mejor papel de mi vida

© Manual para canallas

Terminé de maquillarme, me miré en el espejo y supe de inmediato que me veía ridículo. Además, la peluca sólo empeoraba las cosas. En cuanto salí al escenario empezaron las carcajadas. Bueno, si es que a eso se le podía llamar escenario. “Salid de aquí muy luego y no repli… y no repliquéis jamás”, era una de las pocas frases que yo tenía que decir y aún así me costó trabajo memorizarlas. Obvio, las burlas parecían jitomates lanzados al estrado. Yo me sentía de lo más estúpido. ¿Cómo carajos me fui a meter en eso? Simple: por una vieja. En la prepa me encantaba Romina. Y ella le encantaba a todos. Y yo no le encantaba a casi nadie. Pero entonces era yo un tipo un tanto tímido, tratando de reinventarme después de una infancia y adolescencia llenas de traumas, miedos y una educación muy severa. El caso es que Romina me invitó a una obra de teatro que ella protagonizaba. Lo mío, lo mío era el futbol, pero cuando una chica como ella te dice “te invito a lanzarnos en paracaídas” es como si te pidiera que fueras su pareja en la fiesta de graduación. “Nos falta este personaje” y me señaló unas líneas que apenas miré. Acepté y ella me sonrió. Ya estaba pagado. Su sonrisa era prometedora y también la manera en que ella abrazaba, porque en una parte del montaje ella tenía que abrazarme. Sí, era actuado, pero era un abrazo al fin y al cabo. El precio fue caro, porque después de eso se me quedó el apodo mucho tiempo: Malafán, me decían todos en mi salón. Era el bufoncito más patético de la obra, pero la maestra de artes me exentó y me puso un diez. Además, vi a Romina en ropa interior mientras todos nos caracterizábamos. Nunca anduve con ella, cuando mucho bailamos una canción en alguna fiesta, pero a mí me alegraba que al menos me saludaba de beso en la mejilla. Qué lejos estaba de imaginar que haría peores tonterías por una mujer.

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En la universidad me enamoré de mi maestra de literatura, así que no le costó trabajo convencerme para que yo protagonizara El avaro, de Moliere. Alejandra era guapa, inteligente y muy alivianada. Corrían rumores de que iba a las fiestas, que le encantaba el trago y que se acostaba con sus alumnos. A mí no me constaba, pero la simple idea me emocionaba. Ensayamos como dos meses, batallé para memorizar el papel, pero Alejandra estaba maravillada conmigo. “Tienes facilidad para actuar”, me dijo y a mí me sonó como si me hubiera dicho “eres el mejor amante del mundo”. La obra la estrenamos en el teatrito de FES Acatlán y al final nos aplaudieron sin mucho entusiasmo, pero esos pocos aplausos a mí me supieron a gloria. Por la noche hicimos una reunión en casa de Alejandra, bailamos un poco, bebimos mucho y cuando le comenté que me gustaba, ella me dijo “tontito”. Así me sentí, pero el alcohol aligeró las cosas. Luego, cuando ella ya estaba un poco más ebria me le encontré en la cocina y me besó. “Eres un tontito”, repitió, “pero me gustas”. Eso fue todo. La reunión se alargó un poco, algunos compañeros se fueron temprano, quedábamos pocos y yo mantenía la esperanza de llevármela a la cama. Pero no fue así. Al poco rato llegó su marido, un tipo mucho mayor que ella y que todos nosotros. Se unió a la fiesta. No pude soportar que la abrazara y la besara enfrente de mí, así que me fui bastante molesto. Ese fin de semana pensé todo el tiempo en Alejandra, le escribí una carta muy apasionada y estuve a punto de romperla, pero al siguiente lunes se la entregué al final de la clase. Ella me respondió con otra carta bastante simple: “Roberto: estás confundido. Tú no puedes estar enamorado de mí. Sólo estás entusiasmado. Además, yo soy una mujer casada y amo a mi marido. Por favor, olvídate de mí. Alejandra. PD.- Me halaga tu interés, pero tú debes andar con chicas de tu edad”. Como resulta lógico, no me olvidé de ella. Y cuando besaba a las mujeres de mi edad, los besos no sabían igual. Hasta que me enamoré de Fernanda y mis días se volvieron más oscuros. Nos besamos muchas veces, nos acostamos un par de ocasiones, prometimos que nos casaríamos a los 30 años, pero ella nunca dejó a su novio. De hecho, se casó con Jaime y tuvieron tres hijos. Ella se puso gorda, se volvió neurótica y Jaime la cambió por su secretaria. Tiene mucho que no la veo y a pesar de lo mucho que la quise, agradezco que no haya cumplido su promesa de casarse conmigo. Igual y algún dios está de mi lado y me tiene reservado el mejor papel de mi vida.

 

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 11 de diciembre de 2008

 

jueves, 4 de diciembre de 2008

Fría como una navaja

© Manual para canallas

Un cuaderno con poesías hechas a mano fue lo único que me dio Lucía. Odiaba regalar cosas y “coleccionar estupideces”, siempre me decía. En realidad ella odiaba casi todo. Siempre tenía alguna queja: las viejas pierden demasiado tiempo intrigando, los hombres son tan primitivos, mi jefe es un pervertido, los libros son demasiado caros. Era especialista en robarse los libros de Sanborns, meterse en la fila del banco, entrar gratis al cine, rayar autos de lujo, apoyar huelgas, renunciar a trabajos estúpidos. Lucía parecía una chica común, con revoluciones fantásticas en la cabeza y demasiadas quimeras en la mochila. Pero atrás de su rabia, de su inconformidad había algo mucho más complejo. Cuando la conocí me pareció una mujer perfecta: joven, idealista y con ganas de vivir a mil por hora. Me enamoré de ella, pero Lucía nunca supo amarme. La historia de siempre. Cuando mejor estábamos, se desaparecía dos o tres meses. Se embarcaba en brigadas maravillosas: clases de alfabetización en la Sierra de Oaxaca, teatro guiñol para niños indígenas, la clásica caravana a Chiapas, etcétera. Regresaba destrozada de ver tanta injusticia, la infinita pobreza. Yo sólo la abrazaba y la escuchaba. Trataba de entenderla porque la amaba, pero ella me daba pocas pistas. A mí me encantaba estar con Lucía, aunque ella parecía estar huyendo todo el tiempo: cada vez hacíamos menos el amor, ponía pretextos para no acompañarme a las fiestas de mis amigos, luego me pidió un tiempo para “pensar en lo nuestro” con el argumento de que “no quiero hacerte más daño”. Desde luego, no intenté hacerla cambiar de parecer, así que dejamos de vernos un tiempo.

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Una madrugada Lucía llamó a mi puerta y me pidió 50 varos para pagar el taxi. “Necesitaba hablar contigo”, argumentó, “pero antes hagamos el amor”. Estaba sobria, así que no era un arranque. “Extrañaba estos abrazos”, dijo cuando yo esperaba que agradeciera los orgasmos. “Sólo necesitaba hablar”, aclaró, “no voy a regresar contigo”, la dejé que se explayara. No había ningún hombre, ni nada parecido. Me contó que estaba en terapia psicológica. “Y me la paso con antidepresivos”, soltó como si dijera “bebo leche deslactosada”. Luego sollozó. Cuando se recompuso me reveló su secreto. “No tienes que hacerlo”, advertí. “Te lo debo, ser honesta contigo es lo menos que puedo hacer”, comentó. “Nunca te quise, no podría amarte”, soltó, “pero tú mereces encontrar una mujer que valga la pena”. Ni me dejó refutar sus teorías. Me contó que sus miedos y pesadillas se debían a que su padrastro había abusado sexualmente de ella. Historia conocida. Los detalles me los reservo. Lucía tuvo una crisis de ansiedad, no podía dejar de llorar, yo sólo la abracé durante más de una hora. Luego se quedó dormida. Besé su frente y lamenté que la gente fuera tan miserable como para hacerle tanto daño a una chiquilla o a un niño. Luego me quedé dormido y cuando desperté, Lucía se había marchado. Me dejó su cuaderno con poesías, que era hermoso. Cumplió su palabra: no regresó conmigo. Dos años después fui a su funeral. Ella se cortó las venas, no aguantó más, los antidepresivos no fueron la solución. Su hermana me dijo que Lucía siempre me había amado, pero que prefería verme feliz que sufriendo a su lado. A veces las mujeres son muy idiotas. En cuanto llegué a mi casa me quedé a oscuras, mirando fijamente la luz de esa veladora que encendí. En algo tenía razón Lucía: es fácil dejar de confiar en la humanidad. Una verdad tan fría como una navaja.

 

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 04 de diciembre de 2008

 

jueves, 27 de noviembre de 2008

Victoria y soledad

© Manual para canallas

Me busqué en Google y hallé 174 referencias. No me he registrado en Myspace, ni tengo liga en Myblog. Sin embargo, algunos lunáticos han hospedado mis letras. No busco trascender, ni ser ejemplo de nada, sólo quiero escribir hasta que me duelan las yemas de los dedos. He llegado a una frontera donde los senderos se bifurcan y a ciencia cierta no sé cuál tomaré, pero no dejaré de caminar porque si no camino me alcanzo. Soy un buscador de relámpagos con demasiadas madrugadas a oscuras. Me cortaron la luz por retraso en los pagos. Me falta liquidez y mis acciones van a la baja. Soy una pésima inversión a futuro. Soy un demonio de bajo perfil y he hablado en el idioma de los ángeles. Me aburren los domingos soleados, bebo en lunes y la resaca me dura tres días. Me he doctorado en cosas demasiado inútiles. Colecciono frases de canciones como si eso le diera sentido a mis días. No me gustan mis rutinas, me ahogo en silencios y me sobran pretextos. Mi vida es un montón de referencias que a muchos no les dicen nada: discos de Blur, carteles de películas viejas, libros de Juan Madrid, una guía de lugares comunes, el aroma de muchas ausencias, mi niñez retratada en blanco y negro, el auto a escala de Meteoro, caricaturas de Don Gato, la cicatriz en mi ceja izquierda, el odio de aquella amante olvidada, mi boleta de la secundaria, la corbata que usé en mi graduación, el maldito libro que no he publicado y el miedo a que los años me vuelvan más blando. Bunbury no lo pudo describir mejor:

“Ya no puedo darte el corazón.

Perdí mi apuesta por el rock and roll.

Perdí mi apuesta.

Es la deuda que tengo que pagar
y ya no tiene sentido abandonar”.

Tengo ojos de diablo y espíritu festivo, pero las sonrisas me son escasas. Soy especialista en levantar barricadas contra los ataques de tristeza, en cavar trincheras para detener los pensamientos suicidas. Soy neurótico y ansioso, voluble y demasiado imperfecto, pero tengo besos que saben a fuego. Soy una canción de Sabina y quiero festejar mi cumpleaños encerrado a piedra y lodo. He conseguido una que otra victoria y he sido derrotado por demasiadas soledades. Ya lo dice Andrés Calamaro:

“Victoria y Soledad son el santo grial
del rock and roll animal.

No son una fantasía
ni son una realidad.

Una sola vez vi juntas,
a Victoria y Soledad
y nos dimos un gran beso
en honor a la verdad…

Victoria y Soledad,
filosofía y realidad,
las amé por separado
pero juntos somos más”.

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Puedo vivir con muy poco, he logrado sobrevivir con menos. Me alcanza con los rezos de mi madre, el amor de mis hermanos, la pasión por mis hijos Patricio y Emiliano, los besos que he dado, el fuego que me quema en mis noches de delirio, los sueños que no he empeñado, el escaso talento que me salva de ser un idiota, la promesa de una mujer que llegará tarde o temprano. He construido una fortaleza que me protege de los enemigos que nunca están a mi altura. Soy un mal hijo, un pésimo hermano y peor padre. Quiero morir satisfecho, así que aún no está cerca el momento. Me basta una rola de Los Fabulosos Cadillacs para bailar solo. Danzar bajo la lluvia me ha liberado. Cantar en la regadera me hace sentir patético. Hablar con el espejo es un ejercicio cotidiano. Me odio por ser tan duro, me maldigo por llorar en silencio, me quemo de ganas por dejar este infierno y mis bestias aúllan si no las alimento. Demasiada poesía para un tipo tan poco romántico. Tengo un mensaje en el buzón de mi teléfono: es mi propia voz y suena extraña, es un consejo que nunca atiendo. Tengo frío y tengo sueño, tengo anhelos y me falta afecto. Soy un corazón en el congelador. Soy un idiota, soy un pendejo y aún así me quiero. Soy auténtico y soy decadente, como escribiría Jorge Serrano:

“Sigo con el hacha afilada
y media sonrisa clavada,
porque el ruido me llama
y no quiero quedarme con ganas…

Quiero ser un pendejo
aunque me vuelva viejo,
que no se apague nunca
lo que llevo adentro”.

Sí, en definitiva, me alcanza con poco para celebrar. No quiero pastel de cumpleaños. Me basta con un abrazo, con que alguien me recuerde, con los rezos de mi madre y la mirada de mis hijos, y la sonrisa de mis escasos amigos. Esta noche beberé para festejar que no he vendido mi alma, que no he empeñado mi dignidad, ni he besado los pies de nadie. Esta noche me embriagaré igual que hace un año y me prometeré cosas que quizá nunca cumpliré. Soy todo espíritu, soy la rabia de mi adolescencia, la alegría de mi niñez, el equilibrio de mi madurez y la locura de todos los Robertos que hay en mí. Cantaré alguna canción de Sabina o de Soda Stereo, encenderé una veladora a San Judas Tadeo y me repetiré la misma mentira de todos los años: la juventud se resiste a abandonarme.

 

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 27 de noviembre de 2008

 

jueves, 20 de noviembre de 2008

Cicatrices en las alas

© Manual para canallas

“Te lo dije”,  soltó Fabiola, “te lo dije”, repitió. Y Jazmín era lo último que deseaba escuchar. “Ora-que-voy-hacer, manita”, soltó un sollozo. “Mi mamá me va a matar”, añadió Jazmín. Y no, su madre no la iba a matar, pero se presagiaba lo peor. A sus 19 años, la muy tonta estaba embarazada y su novio era un patán. Ella lo sabía, pero no esperaba una respuesta como aquella cuando le dijo que tenían un problema: “¿Tenemos? Es muy tu pedo, eso te pasa por pendeja”, soltó el idiota antes de dejarla con los ojos a punto de llover, “así que mejor ahí muere”. Como si Jazmín hubiera sido la única caliente, como si ella se hubiera metido a su cuarto desnuda con un cartel que decía “soy toda tuya, úsame y deséchame”. De hecho, la chica le advirtió que no podían hacerlo sin condón. “No hay pedo, no pasa nada”, él no quería detenerse. Sí, ambos lo disfrutaron, pero ahora quien lo sufría era ella. Fabiola le había advertido que Jonathan eran un cabroncito, “no mames wey, no seas  pendeja, ese ojete anda con la Karina”.  Jazmín estaba entusiasmada: “me dijo que la va a dejar, que quiere andar conmigo”. Obvio, Jonathan no dejó a Karina y sólo quería acostarse con Jazmín. La chica intentó hacerse la difícil, pero le faltaba malicia. Terminó en la cama. Y ahora estaba embarazada. El mundo parecía girar en su contra. Todos los miedos se asomaron por sus ventanas y todo indica que no hay salida de emergencia. Hija de padres divorciados, con una madre que debía trabajar horas extras, Jazmín tenía que cuidar a sus hermanos, hacer la tarea, pasar los exámenes con nueve para conservar su beca, y encima lidiar con la carencia de afectos. Cuando Jonathan le regaló el peluche con el uniforme de los Pumas, ella se emocionó igual que un niño que recibe un  X-Box 360 en su cumpleaños. Por supuesto, aceptó ser la novia y luego las caricias y el fuego y aquel dolor de las primerizas en la cama. Se acostaron dos o tres veces, hasta que ella comprobó que estaba embarazada. Los sollozos no serán suficientes para sanar su angustia. Demasiadas cicatrices en las alas, suficientes para querer lanzarse de la azotea, las necesarias para llorar en silencio, queriendo que aquello no le estuviera pasando a ella. Las canciones de Zoé le parecieron más tristes que nunca. Sus muñecas quedaron en el olvido. Y Jazmín se preocupa porque decepcionará a su madre, sin darse cuenta que se ha defraudado a sí misma. Si no hubiera hecho esto, si le hubiera hecho caso a su  amiga, si no hubiera ido a esa fiesta. El hubiera no existe, es una quimera.  Lejos, muy lejos, se oye la voz de un cantautor que entona con melancolía:

“¿Nunca te pasa que el techo te aplasta?,
¿que eres una broma que te hace reír?,
¿que vas por las calles de tus caprichos,
más solo que un puercoespín?.

Somos carne, hueso y corazón,
cachivaches del tiempo.

Y no se puede ser serio, no,
si Dios tiene Alzheimer”.

Y una lágrima nueva desencadenará otra vez el llanto.

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Leticia se desmaquilla con desgano. Su blusa desabotonada deja asomar unos senos firmes, que apenas caben en el sostén blanco. Sus ojos almendrados lucen opacos. Apenas son las nueve de la noche, pero ella tiene ganas de tirarse en la cama y despertar hasta mañana. Si no fuera porque Fernando no tarda en llegar y hay que prepararle la cena, ya estaría hasta en pijama. Apenas tiene 25 años, pero Leti se siente como una señora más grande, con una vida ordinaria, con la rutina sentada a la mesa, dando vueltas en la lavadora o en cada arruga que es planchada. Atrás quedaron los años en que soñaba con terminar la carrera de contaduría, porque se enamoró como una tonta del más guapo de sus compañeros. Los dos dejaron la escuela y se escaparon un fin de semana a Guanajuato. De regreso ella no tuvo cara para enfrentar a sus padres, así que se fueron a vivir con sus suegros. Allí llevan cinco años. Su marido trabaja de asistente en un despacho. Ella es secretaria de un funcionario. Lo que ganan entre ambos no alcanza para vacaciones, ni para pagar en abonos un departamento. Apenas tienen para completar la mensualidad del coche. No es el cansancio lo que la abruma, sino el desencanto. Ya no está tan enamorada y la pasión quedó arrumbada en el armario. Además, en la oficina hay un licenciado que siempre le tira la onda y le parece guapo. “Aunque sea casado, yo sí me lo tiraba”, le comentó el otro día una de sus compañeras. Leticia se sorprendió al sentirse ruborizada. Ya son dos las veces que sueña con él y despierta humedecida por el deseo. Una madrugada incluso se despertó agitada. Abrió los ojos en la oscuridad de la recámara. Sintió escalofríos, extrañó un abrazo cálido y se desanimó al escuchar los tenues ronquidos de Fernando. Se sintió vulnerable, igual que un ciego atravesando la calle, como aquella niña que perdió a su mascota en el parque. Desde entonces sueña que hace el amor con un hombre distinto cada noche. Y le encanta. Sus deseos han llegado a una frontera donde nunca te piden pasaporte.

 

Manual para canallas

Cicatrices en las alas
El Universal
Jueves 20 de noviembre de 2008

 

jueves, 13 de noviembre de 2008

Multiplicar los anhelos

© Manual para canallas

En la escuela nos enseñaron matemáticas, geografía y a permanecer callados. Ahora me explico por qué el PAN siempre se sale con la suya y a nadie parece importarle. Pasé muchos años en las aulas y nunca me explicaron que la vida es una ecuación infinita. El álgebra no sirve para calcular la tristeza y sí para multiplicar la esquizofrenia. Nunca he sabido para qué chingados sumamos X con Y, pero presiento que todos los teoremas son pretextos para entretenernos mientras los políticos se roban nuestro dinero. Tuve maestros durante casi dos décadas y resulta que no aprendí casi nada. Qué curioso, el más sabio de mi calle, Don Chema, sólo llegó hasta el tercer grado. Apenas sabe leer y escribir, pero cuando habla todos callamos. Él dice que ojalá nuestro futuro fuera negro, pero que en este país el vacío será eterno.

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Un buen día estás sentado frente a la pantalla, comiendo un sándwich de atún, y zooooom: en vez de pensar en el precio de la leche o en los niveles de violencia que parecen rebasarnos, te quedas mirando fijamente a dos “locas” que hablan de lo maravilloso que es Micky. Un tal Fabiruchis dice “Micky” como si fuera íntimo amigo de Luis Miguel. Y entonces lo comprendes: la TV te puede convertir en un cretino, pero sobre todo en un cretino inmóvil. Sólo atinas a cambiarle de canal y los infomerciales te recuerdan que nunca falta un loco capaz de comprar las cosas más inútiles, como un gimnasio portátil o una fina colección de relojes de bolsillo. Aquí no pasa nada. Todas las noches es lo mismo. Y no te mueves. Sólo dejas que el brillo de la pantalla te llene el rostro y el cerebro.

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Una mujer me mira con ojos que ya no brillan. Un anciano duerme soñando con su infancia. Aquel policía me observa con más desconfianza que furia. Este país ya no nos pertenece. Nuestro es el suelo, el aire, los paisajes y el cielo. Todo lo demás tiene dueño. El teléfono, ese auto último modelo, el condominio, la escuela, el semáforo, la electricidad, el agua, la autopista, todo, todo tiene dueño. Y debemos pagar por ello, aunque a veces el precio no sea el correcto. Somos un ejército de bárbaros y queremos venganza y destilamos rencor y odio, pero poco hacemos para ser mejores, para morir luchando. Nos faltan arrestos y nos sobran vituperios. No tenemos valor para buscar un cambio. Es más cómodo ver la tele, aplaudir a los que bailan, corear los goles de tu equipo favorito, ignorar la violencia en el país, comentar el avionazo del que todos hablan, fingir dolor ante las desgracias ajenas, sentir lástima por los niños hambrientos, destapar otra cerveza o suspirar por un aumento de sueldo. Los que tienen el poder, lo quieren mantener. Alguien está manipulando nuestros sueños o las pocas esperanzas que nos quedan. Ojalá que ese poder se les vuelva en contra, como un león de circo o un oso amaestrado. Ojalá que no nos dejemos engañar por los mentirosos, por los políticos de pasado turbio, por los que nos quieren dar pan con lo mismo. Ojalá cada día nos nazcan mejores ideas o al menos un nuevo entusiasmo para agarrar un libro, para informarnos, para que dejen de vernos la cara. Ojalá cada noche logremos dormir tranquilos, como los hombres buenos, como las madres nuevas, como quien cree que la vida todavía vale algo la pena. Somos legión y llegará el día en que nadie podrá derrotarnos. Disculpa si he sido un poco duro, pero es que me desespero porque veo una ciudad, un país sin alma y tengo la impresión de que las cañerías gruñen como las tripas de un pordiosero. A lo mejor sólo pasa que amanecí con resaca.

 

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 13 de noviembre de 2008

 

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Roberto G. Castañeda – El mayor de los canallas

© Manual para canallas

Esta semana la revista online “Ventaneando” hace un homenaje a nuestro gran escritor Roberto G. Castañeda – El mayor de los canallas y le realiza una entrevista en la cual revela sus orígenes, su forma de pensar y el porqué de su columna semanal en el diario “El Universal Gráfico” de esta Ciudad de México.

Aquí un extracto de la misma:

Su historia empieza como cualquier otra, nació en Durango pero llegó a la ciudad de México cuando muy pequeño y desde entonces la hizo suya.

Observa con detalle cada palpitar, cada movimiento, cada suspiro y cada despertar con los primeros rayos de luz que la iluminan, como un espectador que mira desde afuera pero que a la vez se mezcla y se vuelve parte de ella para llevarla de una manera casi fotográfica a las letras; es su mejor terapia para no caer en la locura…

“Manual para canallas” columna que ha desatado furor por la honestidad con que revela a las mujeres los mitos de los hombres…

Es grato darse cuenta que este humilde blog a servido de referencia para la misma entrevista al poder apreciarse durante esta algunas imágenes tomadas de aquí, seguramente la popularidad de este escritor continuará en ascenso y aquí seguiremos reseñando su columna cada jueves.

 

Manual para canallas - Roberto G. Castañeda

 

© Candidman
Noviembre 12, 2008.

 

jueves, 6 de noviembre de 2008

Siempre un iluso

© Manual para canallas

Marlene lloraba sentada en las escaleras. Intenté ignorarla, pero eso era menos que imposible. “¿Te sientes mal?”, la pregunta era estúpida, lo supe en cuanto salió de mi boca. Ella asintió. “¿Puedo ayudarte en algo?”, traté de corregir. Volvió a asentir. Levantó la cara, se limpió el llanto con la mano derecha y sólo consiguió que se le corriera más el rímel. “Perdí mis llaves y no sé qué hacer”, me dijo. Mmmm, traté de pensar en algo. “¿Por qué no le llamas a alguna amiga?”, sugerí. “Es que también perdí mi celular, bueno con todo y bolsa”, es lo malo de las viejas que no saben beber. “Lo bueno es que la cabeza está atornillada al cuerpo”, traté de aligerar la situación. “¿Cómo?”, no me sorprendió que no entendiera la broma. “Mmmm, bueno, si quieres puedes pasar a mi departamento a hacer alguna llamada”, señalé hacia arriba. “¿De veras?, ay, que lindo”, me tomó la palabra. Marlene vivía un piso abajo. Por fortuna yo acababa de hacer limpieza un día antes, así que no hubo de qué avergonzarse. “Allí está el fon”, indiqué, “puedes hacer las llamadas que quieras. Mientras, voy a cambiarme los zapatos”, era un pretexto para dejarla a solas. Regresé en unos minutos y su cara de angustia me lo dijo todo. “No localizo a mi amiga, no me contesta”, en verdad parecía consternada. Buscar un cerrajero no era opción, no en la madrugada. “¿Te ofrezco algo, un refresco, un trago?”, pura amabilidad, “bueno, en lo que resolvemos esto”. Dudó y luego me pidió un cigarrillo. Fumamos, ella volvió a llamar, pero nadie le contestó y tuvo que dejar un recado en el buzón. “Ay, manito, ¿qué hago?, no sé qué hacer, es la única amiga con la que me puedo quedar”, estaba a punto de llorar otra vez, así que tomé su mano para tratar de calmarla. “No te preocupes, ya pensaremos en algo”, comenté. “Que lindo eres”, la típica frase. Fui a servirme un ron y a ella le llevé una cerveza. “Ay, no, cómo crees, de por sí ya estoy algo borracha”, pero de todos modos la agarró. “Salud”, chocamos los tragos, después puse un disco de Sabina. “Que bárbaro, tienes muchos compactos”, hasta entonces reparó en ello.

“Conservo un beso de carmín que sus labios dejaron
impreso en el espejo del lavabo,
una foto amarilla, un corazón oxidado,
y esta sed del que añora la fuente del pecado”

cantaba Joaquín mientras Marlene me sonreía.

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Platicamos un rato. Marlene trabajaba en Televisa, era lo que llaman el “atractivo visual” de un programa nocturno. Varias veces la escuché llegar ebria a su depa o discutir con su novio, con el que ya había terminado porque “era demasiado celoso”, lamentó. También me contó que fue a beber con unos amigos y que no supo dónde había dejado su bolso, aunque era obvio que alguien se lo robó en el bar. Por fortuna le dieron un aventón hasta su casa. Fue hasta entonces que se dio cuenta que no podría entrar. Lo dicho, es lo malo de no saber lidiar con la bebida. Después de dos tragos le sugerí que se quedara en mi recámara y que yo me podía dormir en el sillón. Era la única opción y aún así quiso descartarla, “ay no, cómo crees”. Tonta. “Ya mañana te acompaño a buscar un cerrajero”, agregué. Ella sugirió que mejor nos quedáramos despiertos, bebiendo y platicando. “No es mala idea, pero yo tengo que trabajar a mediodía y necesito descansar”, expliqué. “Ay, que pena”, se disculpó, “bueno, pero yo me quedo en el sillón”. Obvio que no acepté. La conduje al dormitorio, le recomendé que pusiera el seguro para mayor tranquilidad. “No hay problema, me parece que eres de confianza”, aunque debió decir “me parece que eres confiable”. Cerré la puerta cuando salí, bajé el volumen a la música y terminé mi trago. Fui al otro cuarto por un cobertor. Todavía me fumé un cigarrillo y unos minutos más tarde me dormí.

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Sentí sus labios sobre los míos, me dejé llevar. Luego, Marlene se acomodó sobre mí. Intenté decir algo. “Shhh, no digas nada” y me volvió a besar. Desnuda era espectacular. Sus senos eran firmes, sus caderas prometían vértigo, pero además besaba como si en ello le fuera la vida. “Déjame hacerte el amor”, musitó aunque yo sabía que sólo era sexo casual. “Tengo que ir por un preservativo”, miré hacia mi habitación. “Ya lo traje, tontito” y rasgó la envoltura con la boca, pese a que se recomienda no hacerlo. Ella era hábil, lo acabé de comprobar cuando me colocó el condón. Luego perdimos la cabeza. Marlene era estupenda amante, se movía de una manera electrizante. Terminamos juntos. Y ella gritó de un modo un tanto obsceno, pero a mí me encantó. Después se acurrucó en mi pecho. “Eres muy lindo, Roberto, tenía que agradecértelo”, sonó a pretexto de mujer ebria. Yo intuí que sería la única vez que estaría en mi cama, bueno, en mi sillón. Pero me equivoqué. Al otro día fuimos por un cerrajero y resolvimos su problema. A la siguiente semana tocó a mi puerta y llevaba una botella de whisky. Nos volvimos amigos, nos acostamos algunas veces y prometimos no involucrar los sentimientos. Unos meses después se mudó al departamento que le puso su nueva conquista, un productor que además le consiguió mejores trabajos. Le perdí la pista, aunque de vez en cuando la veo en algún programa de televisión. Marlene ya no es la misma chica que yo conocí, se le nota en la mirada. Me dejó una nota bajo la puerta: “Gracias por ser tan lindo y por las noches escuchando a Sabina”. Ni siquiera tuvo la delicadeza de irse a despedir. Siempre me pareció que estaba huyendo de algo. Cada que escucho Amores eternos, pienso en ella y más sentido le encuentro a ese estribillo que dicta

“Le di mis noches y mi pan, mi angustia, mi risa,
a cambio de sus besos y su prisa;
con ella descubrí que hay amores eternos
que duran lo que dura un corto invierno”.

Me pregunto si Marlene pensará en mí de vez en cuando.

Siempre he sido un iluso…

 

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 06 de noviembre de 2008

 

jueves, 30 de octubre de 2008

Alma de ventrílocuo

© Manual para canallas

Mi infancia está encerrada en una foto. Nunca fui un niño feliz, sino todo lo contrario. Me refugiaba en las caricaturas, era experto en silencios y el futbol no se me daba. Por supuesto, no entendía a las niñas y les jalaba las trenzas. “Es un niño muy callado”, decía mi maestra de sexto de primaria. Mi madre creía que me faltaban vitaminas, porque prefería estar encerrado que perseguir lagartijas. A mí me gustaba leer, inventar historias con mis juguetes y construir imperios gobernados por héroes invencibles. No tenía grandes sueños, sólo quería que me dejaran tranquilo. Tenía un álbum de luchadores, una autopista Scalextric y una grabadora de mano que usaba como agenda. “Santo llamando a Demon, Santo llamando a Demon”, era mi frase favorita para recordarme que tenía algún juego pendiente. Apenas terminaba mi tarea, encendía la grabadora y sonaba el recordatorio. Entonces me iba al traspatio, donde tenía un refugio que yo llamaba “El club de la mano siniestra”. Estaba construido con cartón y madera, pero era un sitio muy exclusivo. Yo era el jefe y también el único socio. En otras palabras, no podía entrar cualquiera. La clave para entrar era simple, pero al mismo tiempo complicada: sobre una madera blanca puse mi mano llena de pintura negra. Así que sólo podía pertenecer al club aquel cuya palma de la mano embonara a la perfección con la contraseña. Yo era un chaval más alto que los de mi edad, así que no era común que alguien tuviera las manos del mismo tamaño. Mi hermano iba cada semana, rogando para que su mano hubiera crecido lo suficiente. “El club de la mano siniestra” tenía su fama. Yo contaba que adentro había un cráneo de pirata y el alma de un loco que se había suicidado. Supongo que mis hermanos y mis primos me creían, porque nunca se animaban a entrar solos. Allí guardaba mis tesoros: el frasco de canicas, los cómics de Batman, una máscara de Darth Vader y el guardián implacable: un muñeco de ventrílocuo malhecho que asustaba a cualquiera. Cuando me daba por ser malvado, sacaba al Rascuacho a pasear y asustaba a los niños de mi barrio. Yo movía su boca con maestría, mientras la grabadora reproducía una risa macabra que había robado de una película de terror. Nadie sabía el truco, así que todos los chamacos lloraban cuando les decía que por las noches les mandaría al muñeco infernal a jalarles las cobijas. No me respetaban pero me tenían miedo. Y eso era bastante divertido.

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Antes de morir, mi tío Rodrigo me regaló al Rascuacho. En realidad él le decía Don Rascuacho. Mi tío era mago, merolico y muy alburero. Siempre le gustó la magia y se sabía algunos trucos, así que se contrataba como mago en fiestas infantiles. El tío Rodrigo me quería mucho y me enseñaba pequeñas “artimañas” —así les llamaba él— para entretener a los tontos”. El tío era un especialista en huirle al trabajo. La abuela siempre le reclamó que no fuera “gente de provecho”. Rodrigo probó a tomar cursos por correspondencia: de dibujo, de investigador, de no-sé-qué-tantas-cosas. Hasta que un día desapareció y luego habló para decir que andaba en Guadalajara. La abuela pensó que al fin Dios había escuchado sus ruegos y que la oveja negra se haría un hombre responsable. Rodrigo volvió dos años después, cansado de la vida nómada. Anduvo viajando con un circo, dándole de comer a un tigre viejo y a un león sin colmillos, limpiando la pista, hasta que llegó a ser un poco trapecista, un poco mago y bastante cínico. Siempre que escucho a Nacha Pop, me acuerdo del tío Rodrigo. Es una canción algo triste, como gris fue la vida de mi pariente:

“Hubo un mago en la ciudad,
que actuaba en un lugar sin magia.

Le robaron la ilusión,
su viejo truco le falló,
y se escondió.

Vi un payaso fracasar,
sólo sabía hacer llorar,
¡vaya gracia!”.

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Mientras Rodrigo era un caso perdido, a ojos de todos, para mí era un personaje fantástico. Siempre le pedía que me contara cómo era la vida en el circo y él me describía las situaciones más increíbles, como el día que los enanos se rebelaron y amenazaron con meterse a la jaula del tigre o la noche en que la mujer barbuda se fugó con el carnicero de un pueblo olvidado. Creo que inventaba la mitad de lo que me decía, pero a mí sus historias me parecían fabulosas. Yo lo quise mucho y él me veía como a un hijo. Por eso es que me regaló a Don Rascuacho, aquel muñeco inanimado que él había hecho a un lado porque ya se había conseguido otro muñeco más simpático. “Cuídalo como si fuera tu amigo, porque ellos también tienen alma”, me dijo. Al poco tiempo, Rodrigo murió de un balazo. Dijeron que habían intentado asaltarlo. Lloré mucho su muerte y lleve a Don Rascuacho al funeral, pero mi madre me regañó y me castigó por “pensar en tonterías”. Pasado el tiempo supe toda la verdad: al tío Rodrigo, un marido celoso lo había baleado. Un final nada heroico para un tipo que siempre fue un romántico. Don Rascuacho fue mi compañero de juegos, hasta que me interesé en otras cosas y se quedó arrumbado, igual que mi infancia se empolvó en aquel club que nadie frecuentaba. “El club de la mano siniestra” sólo es una postal que guardo en mi álbum de añoranzas, algo que me recuerda que quizá tengo alma de ventrílocuo, porque a veces no reconozco ni mi voz, ni mis sentimientos.

 

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 30 de octubre de 2008

 

jueves, 23 de octubre de 2008

Inventar verdades a medias

© Manual para canallas

“Qué hace una chica como tú
en un sitio como este?

Qué clase de aventura
has venido a buscar?

Los años te delatan, nena,
estás fuera de sitio.

¿Vas de caza, a quién vas a atrapar?

No utilices tus juegos conmigo”,

canta Burning desde el estéreo y yo musito el estribillo:

“Mujer fatal, siempre con problemas...

¿Qué tienes en los ojos, nena,
o es que vas a llorar?

No intentes atraparme,
ya he aprendido a volar”.

Es la una de la madrugada y otra vez el pinche insomnio me alacia las pestañas. “Nunca es demasiado tarde para perder la razón”, parece dictarme el póster de El Santo contra las mujeres vampiro que compré en La Lagunilla. La botella de ron está casi vacía y el frigobar ronronea como si las cucarachas le hicieran cosquillas.

Camino hacia el baño y las náuseas me recuerdan que los miércoles son pésimos para beber. Observo mi rostro cansado en el espejo y mi hermano gemelo me dicta cosas que al principio no entiendo. “Carajo, qué no te cansas de inventar mentiras que ni yo te creo”, me pregunta y yo mismo respondo en silencio que es peor inventar verdades a medias, que te hagan parecer un imbécil. Le guiño un ojo a mi reflejo y me siento como en un video del canal MTV.

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Ese estúpido que me observa desde el espejo sospecha que me he pasado la vida entera fingiendo ser un tipo simpático y desenvuelto, vistiendo mi mejor traje, aunque tenga un agujero en el bolsillo y mi alma sea tan pulcra como una sábana tiesa. Siempre le cuento que tengo una novia hermosa y tierna, enamorada de mí y de mi talento, pero en realidad mis romances son ocasionales porque las viejas no me soportan más de tres o cuatro meses. O le digo que respeto mucho a mi ex esposa, aunque creo que es una arpía que me quiere ver hundido, como un maniquí tuerto en un almacén de baratas y descuentos.

Lo más sencillo del mundo es fingir ser un tipo duro y decir que me considero un triunfador porque me siento pleno, cuando la verdad es que la vida me gana por nocaut y generalmente es en los primeros rounds.

Que mi ángel de la guarda es perfecto, aunque tenga las alas quemadas y nunca esté despierto.

Que mi futuro es prometedor... aunque no sé si mañana esté sufriendo por una resaca o por el aroma de una mujer que sólo me dejó una triste foto de recuerdo.

Que no me importa el dinero... pero debo reconocer que ya estoy harto de esconderme del casero.

Que bebo de vez cuando y con moderación, aunque le oculté que casi siempre acabo ebrio, vomitando en los retretes de los bares o roncando escarabajos en la oscuridad de mi cuarto.

Que me gustan los libros de superación personal, como los de Carlos Cuauhtémoc Sánchez, aunque lo considero un autor cursi y barato, pues los valores están dentro de ti y no en un libro de pésimos cuentos y estúpidos pretextos.

Que escribo poemas hermosos, llenos de metáforas y paisajes perfectos, aunque todos hablen de soledad, borracheras y desiertos.

Que generalmente soy muy creativo, que las musas me acarician el pelo hasta cuando duermo, pero lo cierto es que mis ideas siempre están saliendo como el relleno de una almohada vieja o volando como un pájaro hambriento.

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Por supuesto el espejo me responderá que nadie puede ser tan perfecto. Me mirará con curiosidad siquiátrica, sonreirá con cara de profesional y dictará que aún tengo remedio. Finalmente, antes de darme la espalda, me dirá “aquí nos vemos más tarde”. Yo haré una mueca de desprecio. Iré en busca de la botella, beberé otro trago, brindaré por una ex novia de trasero perfecto e intentaré escribir una canción que diga algo así como:

“Soy ese lobo en celo que aúlla en tus desvelos.

Soy el perro que masticará tus huesos
para apreciar el sabor de tus desprecios.

Soy la fiera que lamerá tu sexo
y dejará en tus muslos crucigramas incompletos.

Soy tu madrugada con los ojos abiertos,
tu resaca después de una borrachera,
esa caricia que te provoca incendios.

Soy todas las bestias que morderán tu cuello
mientras un orgasmo te recorre todo el cuerpo”.

 

Y entonces vendrá a tocar a mi puerta la depresión que me visita cada año. O tal vez seguiré platicando con el maldito espejo. En verdad que casi siempre termino odiando mi reflejo. Y el vacío de mis ojos enfermos. Demasiado tarde para huir. Muy temprano para estar ebrio. Hasta mis sonrisas parecen falsas. No sé cómo lidiar con todo esto. Llorar ya no es remedio.

 

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 23 de octubre de 2008

 

jueves, 16 de octubre de 2008

Una victoria por las derrotas

© Manual para canallas

La mirada de Andrea era igual de nítida que las finanzas de un político en campaña. “¿Qué… tú también me vas a dejar?”, preguntó bastante ebria. “La bronca no es que te dejen, sino que hace mucho que tú te abandonaste”, dije sin reparar en que ella no estaba para entender ni madres. “Bla, bla, bla, a mí no me eches tus rollos”, se aferró a la Victoria con actitud derrotista. “Todos me dejan, nadie me quiere”, lamentó y quiso beber otro sorbo de cerveza, pero la botella estaba vacía. “Pídeme otra”, señaló el envase. “Ya pasan de las cuatro de la mañana”, señalé mi reloj a sabiendas de que era inútil. “¡Y qué!”, protestó, “al fin que no trabajo mañana”, quiso decir al rato, pero a esas alturas daba igual. Hice una seña al mesero: una más y la cuenta. Allí estábamos, en aquel baresucho que ella eligió para celebrar su cumpleaños. Estuvieron sus amigas, algunos compañeros de trabajo y los invitados de alguien conocido. A mí sus amistades me daban lo mismo. Además, no soy del tipo que le cae bien a todo mundo. “Dice Mónica que eres insoportable”, me comentó Andrea alguna vez. En una fiesta, ya con unos tragos encima, la misma Mónica me lo echó en cara: “Me caes mal porque te crees mucho”. Ni siquiera pudo ser contundente para ofender. “Ya somos dos. Yo también me caigo mal a veces”, respondí, “pero tú me caes peor porque te fijas en mí, en lugar de preocuparte porque ese maquillaje te hace ver más vieja”. Me di la vuelta, aunque alcancé a distinguir el rencor en sus ojos. En otra ocasión, Mónica intentó hacer las paces: “No eres tan mala persona, pero a veces resultas insoportable”. Ni tuve que esforzarme para que me odiara. “Tú no eres tan fea, pero esa falda te hace lucir más gorda”, ella abrió la boca sin saber qué decir. Lo malo de las relaciones de pareja es que son como los McTríos: aunque no te gusten las papas, ya vienen en el paquete. Yo tenía que lidiar con una novia borracha y encima soportar sus amistades.

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También, en otra reunión, Daniel intentó provocarme. “¿A poco muy chingón?”, sonó envalentonado por los tragos que llevaba encima. “¿A qué te refieres?”, inquirí con tono pausado. “Te he leído y no me parece la gran cosa”, aclaró. “No escribo para cosechar elogios, sino para generar rencores de la gente frustrada”, acentué. “Ahhh, entonces reconoces que escribes mal”, no pescó la indirecta. “Yo sólo dije que la gente no sabe leer entre líneas, que mis historias no son aptas para pendejos”. Se ofendió. “A mí no me dices pendejo” y me encaró. Humberto se metió en medio. “Ya, no mamen, estamos chupando tranquilos”, pinches lugares comunes. “Nomás porque estamos en casa ajena, si no te madreaba”, amenazó Daniel. “Los perdedores podrían hacer una antología de pretextos”, me burlé. Desde entonces me detestó. Nunca se animó a probar mi gancho derecho. Los amigos de Andrea eran patéticos. Por eso, en la enésima fiesta me fui antes de que ella se emborrachara. “Si te vas, te olvidas de mí”, me retó. “Tu invitación es demasiado tentadora”. Me largué sin aspavientos. Una hora después sonó mi celular: “Ven por mí, porque si no, no respondo”. Yo sabía a lo que se refería. Siempre que Andrea decía eso era porque alguien la estaba perreando. “Mira, Andrea, ya me cansé de tus jueguitos. Si quieres acostarte con alguien al menos ten cuidado de no llamarlo por mi nombre”. Colgó tras el típico “maldito, te odio”. Llegó a las ocho de la mañana. Ese mismo día empaqué mis cosas. A veces me pregunto por qué siempre me enrollo con mujeres fatales, con las ebrias, con las más insanas, con las que siempre parecen estar huyendo de algo. Un enfermo busca a otro enfermo, me comentó un día mi madre, que es experta en terapias de grupo o esas ondas de los alcohólicos anónimos. Algo tendrá de razón, porque a mí las niñas buenas no me llaman, no me atraen. Siempre terminó ligando con las que bailan como si el diablo las estuviera acariciando. Y tengo un álbum lleno de besos salvajes y deseos como fuego. “No hay nada como la victoria”, comenté una noche que ganó el Cruz Azul. “sí, pero la Corona también es muy rica”, agregó Andrea con su habitual frivolidad. “Salud por éso”, levanté mi trago de ron para sellar su humor involuntario. Una vez más, ella se iba a emborrachar más que yo. Nunca las letras de Ernesto Cardenal fueron más certeras:

“Como latas de cerveza vacías
y colillas de cigarros apagados,
han sido mis días.

Como figuras que pasan por una
pantalla de televisión y desaparecen,
así ha pasado mi vida…

Y no ha quedado nada de aquellos días,
nada, más que latas vacías
y colillas apagadas,
risas en fotos marchitas,
boletos rotos,
y el aserrín con que
al amanecer barrieron los bares”.

Ya tiene un buen rato que rompí con Andrea, pero de vez en vez me llama de madrugada para decirme con voz borracha que “pusieron una canción que me recuerda a ti”. Ya me cansé de repetirle que “no es malo ser idiota, sino insistir en hacerlo evidente”.

 

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 16 de octubre de 2008

 

jueves, 9 de octubre de 2008

El diablo que habita en mí

© Manual para canallas

“¿Cuánto me das por mi alma, cuánto me das?”, soltó aquel sujeto de buenas a primeras. Lo miré con expresión de qué-le-pasa-a-este-wey. Seguro es una broma. “¿Cuánto me das por mi alma?”, balbuceó ya sin la misma seguridad. “No me jodas el día”, di otra calada a mi cigarrillo. “No te hagas, no te hagas, tienes cara de diablo”, dijo convencido. No manches, estos weyes inventan cada día cosas más extrañas para pedir dinero. “Te vendo mi alma”, insistió. “Tu pinche alma está más desahuciada que una máquina de escribir”, le seguí el juego. Busqué con la mirada alguna cámara escondida, aunque el tipo no parecía disfrazado. Aquellas costras de mugre eran bastante reales y apestaba a madres. Saqué dos varos y se los di. “Mi alma vale mucho más”, protestó. Entonces sacó un trozo de papel de su bolsillo y me lo enseñó. Era un dibujo perturbador. Y sí, allí estaban los trazos de un sujeto parecido a mí, aunque sin gafas. “No te hagas, tienes cara de diablo” y me mostraba aquel retrato siniestro. “Ya llégale, que estoy esperando a alguien”, sentencié con rencor. Se sacó de onda. “Ya sé, ya sé que estás aquí de incógnito”, su garra aprisionó mi brazo. Pinche loco. “Mira, cabroncito, ya estuvo, te estás ganando unos madrazos”, me levanté de la banca. Dudó en seguirme, pero fue tras de mí. “¡Es el diablo!”, gritó, “mírenlo, es el diablo”. La gente se volvió para observarme. No pude evitar reírme. Aquel miserable me señalaba. “¡Sólo vean sus ojos, el mal está en su mirada!”, siguió con su desmadre. Preferí ignorarlo. Tomé el celular y le marqué a Fernanda. Venía retrasada, así que cambié el lugar de la cita. “¿Quién grita tanto?”, me preguntó ella. “Un pinche loco que cree que soy el diablo”, le contesté. Ella se carcajeó: “No manches, Roberto, ya te descubrieron”. Reí con ella y luego colgué. Hice señas a un taxi, pero me ignoró. ¿Será qué tengo cara de diablo?

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“Eres un diablillo”, me dijo Fernanda satisfecha, “me encantas”. Desnuda era un delirio. Nunca quiso andar conmigo. Sólo deseaba sexo y consumar sus venganzas. “Mira, a mí me gustan las cosas claras”, me explicó después de la primera noche que pasamos juntos, “me gustas, pero no quiero compromisos”. Estuve de acuerdo. Ya luego me enteré que ella se acostó conmigo porque su novio la engañaba. Me lo dijo una amiga en común. A mí me encantaba Fernanda. Y no era para menos. Era la más guapa de mi generación. Y vaya que había chicas bonitas en la universidad. Yo no era el más listo, pero tampoco el más idiota. Y sin embargo, me enamoré como un imbécil. Cuando le dije a Fernanda que no podría vivir sin ella, me abrazó y soltó las frases más comunes: “tú y yo no podríamos estar juntos, porque yo amo a Leonardo”. Ésa sólo era una de muchas razones. Ella odiaba que yo no tuviera auto. Siempre me decía que era un soñador, que las mujeres no se casan con tipos como yo. Que escribir era un oficio sin beneficio. ¿Dónde había escuchado eso antes? Total, que no quiso ser mi novia y tampoco volvimos a tener sexo. Terminamos la carrera y dejé de verla. Mis noches eran una sucursal del purgatorio. No volví e enamorarme.

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Fernanda y Leonardo terminaron. Luego, ella se fue a vivir con el hijo de un banquero. Se volvió muy pacheca. Supe que el junior era distribuidor de drogas. Y Fernanda se hundió en una espiral sin fondo. Y el sujeto se cansó de mantener sus vicios. Fer nunca ejerció la carrera. Se dedicó a trabajar como edecán. Dicen que era buena en lo suyo: mucha disposición y cero prejuicios; algunos amantes y demasiadas escalas en hoteles de paso. Un par de años después coincidimos en una fiesta. Nos saludamos como si nada. Se emborrachó más de la cuenta. Me preguntó que si no traía algo de coca. “¿Tengo cara de dealer?”, fui cruel. “Uy, qué pinche genio”, se burló, “¿a poco me odias todavía?”. Ni siquiera me volví para mirarla. “No puedo odiar algo que he olvidado”, advertí. “Te han sentado bien los años”, intentó coquetear. “Lástima que no puedo decir lo mismo de ti”, no me gusta andar con rodeos. Aquella mujer de ojos enrojecidos no era la misma chica hermosa que conocí. “Ay, qué weba, mejor voy a ver quién trae aunque sea un poco de mota”, se ofendió. Estuve un rato más y cuando ya me iba vi a Fernanda besando a un tipo que no era nada atractivo, pero seguramente él sí traía coca o al menos unas tachas. Yo no tenía lo que ella buscaba, pero a mí me bastaba con lo que poseía. Algunos sueños postergados, el corazón en el refrigerador y la poesía de Jaime Sabines, por mencionar algo:

“El diablo y yo nos entendemos
como dos viejos amigos.

A veces se hace mi sombra,
va a todas partes conmigo.

Se me trepa a la nariz
y me la muerde
y la quiebra con sus dientes finos.

Cuando estoy en la ventana
me dice ¡brinca!
detrás del oído…

Nunca se está quieto.

Anda como un maldito,
como un loco, adivinando
cosas que no me digo.

Quién sabe qué gotas pone
en mis ojos, que me miro
a veces cara de diablo
cuando estoy distraído.

De vez en cuando me toma
los dedos mientras escribo”.

 

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 09 de octubre de 2008

 

 

jueves, 2 de octubre de 2008

Esa señora gorda en corset

© Manual para canallas

Dejé de tocar en los bares porque siempre pedían las mismas pinches canciones: “¡El problema, toca El problema!”, gritaba aquella chava. Pude responder algo así como “el pinche problema es que Arjona es el Sabina de los microbuseros”, pero yo tenía que darle pensión a mis dos hijos y no había de otra que trabajar en aquel tugurio de pretensiones bohemias. “Mira, Rober (otro que se comía la “t” de Robert), tocas pocamadre y no cantas tan mal, pero la bronca es que tus canciones están como de, mmm, como te lo digo, son un poco rebuscadas”, me dijo el gerentucho de un bar de Lindavista. Luego sugirió que “lo tuyo es para bares de Coyoacán”. Lo miré como lo haría Johnny Depp en una película de piratas. “Deberías preocuparte porque no se te vaya a morir un cliente por darle alcohol adulterado”, le respondí, guardé mi guitarra y me largué de allí. Esa noche decidí no volver, así que me emborraché en mi casa, tocando para el auténtico público conocedor: el póster de Jarabe de Palo, el cuadro de Tin Tan, las cucarachas que bailaban bajo el refrigerador. La tristeza es una señora gorda en corset o negligé. Y no hay de otra que aceptar su desnudez, esperándote en la cama. Emborracharse no es solución. Tus remedios no curan nada. Yo llevaba casi un año sin trabajo fijo, así que tenía que buscar la manera de conseguir algo de dinero. Una guitarra es buena compañía, te puede salvar de la ruina, pero debes aprender a lidiar con tu orgullo. Tragarte tus palabras mientras entonas “esa canción tan bonita de Nicho Hinojosa, la de ¿Quién te cantará?”, como la pidió aquella vieja cursi que no sabe que la rola la hizo famosa Mocedades. Vale madres, ese pinche Nicho Hinojosa debería ser exiliado a Siberia o ser el cancionero oficial de los burócratas. Aún así, me las ingeniaba para tocar de vez en vez algo de Fernando Delgadillo, lo menos conocido de Duncan Dhu o Cenit de La Castañeda, una rola cachonda de Babasónicos o la Paula de Zoé. Por allí algún “conocedor” se emocionaba, pero el gusto le duraba lo mismo que a mí, porque entonces venía algún cliente trajeado y depositaba 50 varos en mi urna y pedía Y cómo es él o La nave del olvido. Dios mío, por qué no viene la nave nodriza y me lleva a mi planeta, pensaba yo mientras tocaba la guitarra de manera mecánica para aquel tipo abandonado. Por fortuna, esa etapa no duró mucho. Luego entré a trabajar a una agencia de publicidad y también me corrieron. Igual que del buffet de un tío abogángster. Soy especialista en pésimos empleos y en finiquitos muy miserables.

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“Creo que ya es hora de que madures”, me dijo mi ex esposa, “deberías renunciar al periódico y dedicarte a este negocio”. Mi primer hijo acababa de nacer y no nos iba mal con la cafetería, pero yo sentía que no había estudiado cuatro años para acabar detrás de un mostrador despachando malteadas o papas a la francesa. Sí, sonaba tentador eso de traer auto del año y asegurar “nuestro futuro”, pero siempre he tenido espíritu de escapista. Yo soñaba con viajar, conocer el mundo, llegar a El Cairo, enamorarme de una mujer de belleza exótica y recorrer en camello un pedazo de desierto mientras el sol calcinaba mis espaldas. Sólo que un buen día, abrumado por el olvido de una mujer de ojos grandes, cometí la más grande tontería que un hombre puede cometer: me dejé llevar hasta el altar. Lo peor fue que mi ex esposa y yo teníamos conceptos distintos sobre el futuro. Ella anhelaba una familia feliz, una mascota, casa de dos plantas y un auto para cada quien. Yo sólo quería cosas distintas. Tuvimos dos hijos y muchas discusiones, empezando porque ella quería ponerles, respectivamente, mi nombre y el de su abuelo. Un buen día nos despedimos sin decir adiós. Para mi fortuna es una mujer muy civilizada, así que se quedó con todo, obtuvo la patria potestad sobre los niños y se guardó los reclamos. Desde entonces veo a mis hijos cada ocho días y mientras más crecen, menos se parecen a mí. Sí, son soñadores, pero salieron a su madre. No sé si algún día serán felices, aunque tengo la certeza de que nunca serán tan imperfectos como yo. Me acuso de ser un tipo complicado, demasiado raro, poco convencional y algo deschavetado. Será debido a eso que duro muy poco en los trabajos, a que me he vuelto experto en boicotear mis rutinas, en dinamitar mis esperanzas.

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No nací para usar traje, ni para manejar en auto grande, ni para tener casa chica, ni para guardar mis ahorros en el banco, ni siquiera para estar en paz conmigo mismo. Soy un neurótico en una convención de budistas. Soy el solitario que ve películas en silencio, el que hace el amor besándote todo el cuerpo, el que toca la guitarra hasta las tres de la mañana, el que escribe historias imperfectas, el que reniega del amor como un todo, el que duerme con la tristeza acurrucada, el que te dice al oído las cosas más perversas, el que morirá a solas sin una plegaria, el que sueña con los ojos mirando al techo, el que le mira las piernas a las chicas guapas, el que camina sin cuidarse las espaldas, el que viaja en Metro y detesta las ensaladas, el que come atún con galletas, el que bebe hasta que sus musas bailan desnudas en la madrugada. Soy alcohólico y no me preocupa remediarlo. Soy el más cínico, el menos tierno, el que te seduce con la mirada. Soy el pendejo que colecciona canciones y poemas que siempre te arrancan alguna lágrima.

manualparacanallas@hotmail.com

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 02 de octubre de 2008

 

jueves, 25 de septiembre de 2008

Una carta poder en malas manos

© Manual para canallas

“Oye, amigo, me invitas un cigarro”, coqueteó aquella chica de pantalones a la cadera. Le extendí la cajetilla, tomó uno, se lo llevó a la boca para que se lo encendiera. “Gracias, eres un caballero”, me guiñó un ojo. Di una calada a mi Marlboro. “Puedo ser todo lo que quieras, pero no me ofendas con frases gastadas”, sentencié. Me observó intrigada: “la neta, suena mamón pero me encanta”. Le invité un trago. Pidió una Corona. “Mi amiga dice que eres atractivo”, y con un ligero movimiento de cabeza me señaló una mesa a mi izquierda. Me volví para verla. No era mi tipo. Sus amigos se rieron. “¿Y por qué no vino ella por el cigarro?”, pregunté. “No lo sé, pero yo aposté a que me invitabas un trago”, aclaró. Vaya, las típicas apuestas de la gente aburrida. “Pues ya ganaste, ahora puedes ir a cobrarles”, sugerí. “Uuuuuuy, qué sentido”, pegó su pecho a mi brazo. “Al menos déjame acabar la chela, enojón”, quiso hacerse la graciosa. “Mira, niña, me chocan los juegos estúpidos. Ya te luciste con tus amigos, así que ahora déjame solo”, solté sin mirarla. Hice una seña al cantinero y pedí otro trago. La chava se quedó en silencio. Sorbió de su cerveza. “Discúlpame, no quise ofenderte”, su cigarrillo se extinguía solitario. “Me llamo Claudia y prefiero beber contigo”, puso su mano derecha sobre mi brazo. Sentí un escalofrío. Pudo ser un aviso, pero suelo ser poco precavido. “Soy Roberto”, apenas musité. “Pues mucho gusto, Roberto. ¿Podemos empezar de nuevo?”, su tono fue más natural. “Pero tú pagas la siguiente ronda”, comenté. “Hecho”, sonrió. Y su sonrisa me atrapó.

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“Voy a enterrar tu corazón en esa maceta, sólo para ver qué florece”, comentó Claudia recostada en el sillón. Su desnudez siempre me enloqueció. “Seguro nace un cactus”, dije por decir algo. “O tal vez nada”, expresó y buscó mis labios. “Tú no eres de los que echan raíces”, agregó. Llevábamos como un año juntos y aquello comenzaba a abrumarme. El amor tiene fecha de caducidad, ya lo sabíamos, pero el sexo era fantástico. Claudia sabía cómo enloquecer a un hombre en la cama. Y sus senos eran un monumento a la delicia. Ya no hablemos de su trasero de gimnasio. Y su cintura era el oasis en que mis delirios conjuraban a los dioses de la lujuria. No teníamos mucho en común. Ella estudiaba enfermería. Yo me titulé en imposibles. A ella le latía Panda. Yo prefería a Babasónicos. Claudia adoraba a Paulo Coelho, mientras yo releía a Cioran o a Martin Amis. Ella creía que Kundera era un perfume. Yo no soportaba sus frivolidades. “Las telenovelas son para señoras frígidas y Cenicientas extraviadas”, me burlaba de ella cuando veía Fuego en la sangre. Lo peor era encontrar el TV Notas en el baño, cada semana. “¿No sé por qué ando contigo?”, se reprochó cuando me negué a ir a una fiesta de sus amigas. “Búscate un puberto que se mueva al ritmo de tus dedos”, me burlé. “Ay sí, tú, muy maduro, ¿no?”, pretendió ser sarcástica. “Mira, Claudita”, odiaba que le dijera Claudita, “Cuando venía para acá, tomé un atajo para no pasar por el país de los tetos, así que déjate de tonterías y vete a bailar canciones de Moderatto”. Me miró con rencor. “Sí, claro, para que tú te vayas a emborrachar con tus amigotes”, hizo una pausa, “por eso no vas conmigo, pero al rato vas a querer nalga y te vas a ir a la chingada”. Ay wey, no me lo esperaba. Vale madres. “¿Sabes qué?, mejor ahí muere. Cada quien por su lado. Te quise más de lo necesario, pero detesto los calvarios”, tomé mi chamarra y le sugerí “cuando te vayas cierras la puerta y me dejas la llave con el portero”. Alcancé a escuchar algo así como “seguro va a ir la puta de Brenda, pues quédate con ella”. Me chocan las escenitas. Necesitaba un buen trago. Y alguna canción en la rockola.

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Claudia no me dejó la llave, sólo un recado en la mesa: “Te amo. Me chocas, pero te amo”. El amor es un poema cursi en el festival de la primavera. El amor es una tarjeta de Hello Kitty. El amor es un guión de telenovela. El amor es una carta poder en malas manos. El amor es la declaración febril de un escolapio. El amor es una muñeca con vestido de terciopelo, una caja de chocolates Ferrero, un ramo de rosas envueltas en papel celofán. El amor es una canción hipócrita. El amor es un instructivo para armar una trampa de osos. El amor es un hotel con sábanas tiesas, un infierno custodiado por tu diablo guardián. Y yo no soy carcelero de pasiones malsanas, ni de amores que matan, ni de prisiones a prueba de fugas. No, yo sólo soy un tipo que no se deja asesorar por el corazón. Soy ese turista con un mapa de la soledad. Soy un prófugo de mis instintos. Soy el fogonero de las mejores noches, de las madrugadas incendiadas. Así que Claudia y yo terminamos, no sin antes soportar los reclamos habituales: “Nunca me amaste”, “eres igualito a todos”, “seguro vas a regresar con Brenda”, “pero cuando me veas con otro te vas a dar cuenta de lo que te perdiste”, “nadie te va a aguantar todo lo que yo te he aguantado” y demás etcéteras. Dios mío, en qué pinche academia las educaste. Lástima, Claudia era demasiado guapa para ser verdad. “¿Y tú, eres cursi?”, me preguntó una noche. “Por supuesto que no”, dejé en claro. “Bueno, nadie es perfecto”, lamentó. Un silencio se recostó en medio de los dos. Yo miré al techo y recordé una canción de Los Cadillacs:

“Y tu mirada la llevo encima
la llevo atada a mi corazón
y para siempre se va conmigo
está clavada como un aguijón”.

 

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 25 de septiembre de 2008

 

 

jueves, 18 de septiembre de 2008

Me declaro imbécil

© Manual para canallas

Me declaro incompetente para entender por qué este país se hunde en la indiferencia, por qué se ahoga en oleadas de sangre. Me asumo un incompetente por no comprender que la muerte habla al oído de los adolescentes.

Me reconozco idiota porque la tragedia merodea en cada esquina, en cada parque, mientras yo me retuerzo en mis propios infiernos.

Me declaro un imbécil por no encontrar sentido a mis días, ni calma en mis noches. Me reconozco idiota porque me abruman mis defectos y me cuesta trabajo lidiar con mis inseguridades.

Soy rehén de mis propias fronteras y casi nunca llegó a ningún lado. Soy lo peor de mi padre y lo mejor de mi madre, así que también soy muy poco lo que pretendo ser. Soy un perfecto imbécil y me escudo en los silencios para no gritar mientras me quemo.

Me declaro incapaz de armar una revolución que derroque a mis otros yo: a esos que me dictan locuras, al chico rudo que me gobierna, al hombre sensible que me soborna, al cursi que me cobra la renta.

Soy tan parecido a mí que a veces me doy miedo. Soy el espejo que me recuerda que esta barba de tres días habla de bipolaridades, de extremos que nunca se tocan, de días nublados y tardes lluviosas.

Me declaro inepto ante las cosas más simples, como el amor y las fiestas de cumpleaños y los abrazos cotidianos y un simple “te quiero”.

Soy el saboteador de mis propias promesas, de todo lo que postergo, de lo que a veces sueño, de lo que me queda a la mano, de lo que nunca podré alcanzar por más que me lo proponga.

Me declaro un idiota por llorar a oscuras, por renegar de mi futuro, por escribir mi epitafio cuando debería de pulir mi primer libro.

Soy el perfecto inútil que maldice los noticieros, que colecciona poesía y archiva recuerdos y juega pókar con el destino a sabiendas de que acabaré en bancarrota.

Me reconozco carcelero de mis anhelos, el torturador de mis deseos, el tirano de mi lado malvado, el Maquiavelo de mi lado bueno, el terrorista de mis pocos momentos sanos.

Soy este pobre estúpido que ha jubilado sus sueños antes de tiempo, el torpe que no aprende a lidiar con el amor, el usurero que esconde su corazón dentro del refrigerador, el miserable que ya no sonríe frente a su reflejo.

Me he titulado en cursos de verano, me he graduado como iluso, me he doctorado en decepciones, y aún no encuentro mi vocación en un mundo regido por el dinero.

Soy mucho más de lo que he contado, mucho menos de lo que pretendo. Llevo una máscara en este baile de graduación y todos me miran raro.

Soy demasiado extraño, soy todo lo contrario, soy un ave de paso, soy un león rasurado, soy un pendejo, soy un libro sin final, soy un niño sin recreo, soy un Volkswagen desahuciado, soy una máquina de café en la funeraria, soy un ataúd clausurado, soy una flor de papel bajo la lluvia, soy mi propia banda sonora en disco pirata, soy metáfora sin musas, soy un gato tuerto de peluche, soy una ambulancia en silencio, soy un vampiro desmañanado, soy lo que puedo, soy lo que duele, soy lo que más odio, soy lo que detestas, soy lo que sueñas, soy lo que apenas pudo ser. Soy mi génesis y mi punto final.

Soy como un indocumentado en un país sin esperanza. Soy una explosión de rabia. Soy como tú. Soy tan poco yo. Soy tan demasiado común. Soy una simple lágrima. Soy un ojo abierto que mira hacia la nada.

Me quedan pocas risas. Nulas esperanzas.

Sólo quiero ser menos vulnerable. Sólo quiero llorar en silencio. Sólo espero que ya sea mañana.

La locura se pasea desnuda y se acuesta en mi cama. Hace frío y tengo más miedos que me visitarán de madrugada.

Me quedan pocas historias por escribir. Me sobran motivos para odiar. Creo que no podré con esta carga.

Me declaro incompetente para entender todo esto que pasa.

Han dinamitado nuestra calma.

 

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 18 de septiembre de 2008

 

 

jueves, 11 de septiembre de 2008

Como un maniquí de Suburbia

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“Mírame a los ojos y díme que ya no me quieres”, me retó Monserrat. “No te puedo mentir, lo nuestro ya fue”, clavé mis pupilas en las suyas. El siguiente movimiento ya lo esperaba, así que levanté el brazo izquierdo y detuve su mano a unos centímetros de mi cara. Hizo un puchero y antes de que soltara el primer sollozo la abracé. “No empeores las cosas”, traté de calmarla. “Es que nunca me quisiste”, reclamó como lo hacen todas las mujeres que crecieron viendo telenovelas. Luego de dos años se perdió la emoción, se agotaron las noches de sexo, se extinguieron las caricias tibias. Monse, como le decían sus amigas, se empeñó en triunfar en la televisión. Y cada vez llegaba más cansada o tenía llamado a las dos de la mañana. Decía que me adoraba, pero en realidad era una diosa de sí misma. Al principio su entusiasmo me contagió. Ella era compañera de mi hermano en la escuela de actuación y la conocí en un cóctel que hicieron para celebrar una obra de teatro. “Me gusta la manera en que escribes, está tan llena de pasión” o algo así me dijo. Yo venía saliendo de una relación muy conflictiva y no caí en el juego de los halagos. Sólo agradecí y me marché tras tomarme unas copas de vino blanco. Un par de meses después me mandó decir con mi hermano que me esperaba en su fiesta de cumpleaños. Como no me interesó, Claudio me insistió un par de veces. “Creo que le gustas, porque siempre me pregunta por ti”, aclaró mi carnal. Yo tenía dos opciones: o me iba a beber con mis amigos al lugar de siempre o acudía a la reunión de Monserrat, así que opté por esto último. De pronto me da por traicionar a mis rutinas. No llevé regalo, me disculpé y ella soltó una frase común: “El mejor regalo es que hayas venido”. Aquello era más aburrido que una convención de jóvenes cristianos. Estaba a punto de irme cuando Monserrat me tomó del brazo y me confesó que cuando me conoció se enamoró de mi a primera vista y que sólo conocía algunas de mis historias, pero que desde entonces no deja de leerme. “Y me pone muy caliente y hasta he soñado contigo”, siseó con voz ebria. “Mira, no me importa si quieres andar conmigo o si no te enamoras, sólo quiero acostarme contigo”, añadió. Reí divertido. “Ya estás ebria, mejor hablamos después”, le dije. “Nooo, no te ríasss, no seasss tonto” y ella también se río. Pude hacerle el amor como si fuera el hombre de su vida, pero conozco a las mujeres que no saben beber y sé que al otro día son atormentadas por los remordimientos y se mueren de pena y no se explican cómo es que se atrevieron a desnudarse frente a ti. Salí de allí con la promesa de que la invitaría a salir cualquier día. Mi hermano ni cuenta se dio de cuando me fui. Llegué a mi casa maldiciendo a mi conciencia, que siempre me aconseja las cosas más estúpidas. Digo, seré un idiota pero sé reconocer cuando una mujer es un mapamundi de deseos.

>>>

Sólo me acordaba de Monserrat cuando veía a mi hermano y me decía el consabido “te manda a saludar ya sabes quien”. Hasta que llegó el día de mi cumpleaños y mis amigos me celebraron en una cantina que frecuentábamos. Monse acompañó a mi hermano y a su novia. “Tú díme en dónde y cuántas veces quieres tu regalo” me sonrió ella con coquetería cuando ya estábamos ebrios. Amaneció en mi cama y así comenzó todo. Al poco tiempo se mudó a mi departamento. Al principio era novedoso y tenía su magia. Luego ella empezó a hacer pequeños papeles en programas como Lo que callamos las mujeres y cosas así. Era hermosa, pero no lo suficiente como para protagonizar una telenovela, aunque ella creía que sí. Se obsesionó tanto que sólo hablaba de eso, del día en que sería famosa y los fotógrafos la seguirían a todas partes. Empezó a dormir con mascarillas, con el argumento de que “mi cara es mi instrumento de trabajo”. Ya casi no salíamos y hacíamos el amor muy de vez en cuando. El tedio anidaba en nuestras almohadas.

“El agua apaga el fuego
y al ardor los años,
amor se llama el juego
en el que un par de ciegos
juegan a hacerse daño...

Y cada vez peor
y cada vez más rotos
y cada vez más tú
y cada vez más yo
sin rastro de nosotros”

Cantaba Joaquín Sabina mientras yo escribía hasta la una de la madrugada. A veces cuando ella llegaba tarde, trataba de no hacer ruido y se metía con sigilo en la cama. Al principio la abrazaba y juntaba mi cuerpo al suyo, que me encantaba. “Duérmete, cielo —porque me decía cielo, para acabarla de joder—, no empieces, porque tengo llamado a las 8 de la mañana”. Ya después, cuando me harté de sus obsesiones, le daba la espalda y me hacía el dormido. Hasta que nos convertimos en dos inquilinos de la indiferencia. Nuestros horarios eran tan dispares que a veces ni nos hablábamos por teléfono. Cuando se le descompuso el automóvil y tuve que ir por ella durante un par de semanas me harté. “No me importa la hora en que salgas, sino las horas de sueño que me robas”, le reclamé. Ella se indignó. No me dirigió la palabra como en un mes. Aún así, nos soportamos como medio año más. Hasta que le dije que era mejor que cada quien siguiera los consejos de su asesor. Como a mí no me gobierna la razón, sugerí que termináramos de la mejor manera. Lloró y reclamó que nunca la había amado. No era fácil renunciar a ese cuerpo casi perfecto, ni a la manera en que enloquecía ella en la cama, pero a últimas fechas un maniquí de Suburbia hubiera sido mejor compañía. Cuando se marchó me dejó una carta llena de rencores y una frase contundente: “Pero un día te darás cuenta de tu error y ya será demasiado tarde”. Nunca es tarde para huir de una mujer que te olvida mientras está contigo. Yo sólo extraño la manera en que decía mi nombre mientras alcanzaba el clímax. De vez en cuando la recuerdo, pero sólo es eso: un recuerdo que pronto se volverá olvido. Y yo tengo suficientes motivos para no cortarme las venas: libros de poesía, noches de sueño, un puñado de amigos, las canciones de Duncan Dhu, madrugadas sin celos, un espejo que me dicta verdades, historias por contar, noches de ron y tabaco, amaneceres sin resaca, un libro por escribir y esta lucha de todo el tiempo para sentirme menos imperfecto o no tan vulnerable.

 

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 11 de septiembre de 2008