jueves, 26 de junio de 2008

Perdonen la torpeza

© Manual para canallas

Aquí no hay lugar para sonrisas. En el cenicero apestan las colillas. Y un televisor encendido repite las noticias de todo el día. No creo en las promesas de un país mejor. Esta tarde vi a un anciano hurgando en la basura y no supe reaccionar. Maldije la vida y también la muerte. Saqué de mis bolsillos los únicos 25 pesos que me traía y se los di al viejo. El tufo a alcohol barato me inspiró desconfianza. Quizá debí comprarle una torta. Soy demasiado torpe en un mundo tan poco práctico. Enseguida comenzó a llover, así que me refugié a la puerta de un banco. Aquel sujeto se alejó con la misma prisa que mis sueños adormecidos. Una infinita tristeza se colgó de mis hombros. Nada me da esperanzas, reniego de todo, aborrezco mi vida y quisiera hundirme en mis silencios. Estoy más solo que ayer y menos triste que mañana. Una canción me recuerda tu ausencia:

“La melancolía de la tarde
me ha ganado el corazón
y se nubla de dudas.

Son esos momentos
en que uno se pone a reflexionar
y alumbra una tormenta.

Todo es tan tranquillo
que el silencio anuncia el ruido
de la calma que antecede al huracán”.

Los Auténticos Decadentes suenan más apropiados que nunca. Sé que estas palabras podrán sonar huecas, harto vacías, pero no tengo mejor forma de confesar que siempre he sido un idiota sin remedio. Soy demasiado torpe para valorar lo que tengo, para cuantificar lo que poseo.

“De repente no puedo respirar,
necesito un poco de libertad,
que te alejes por un tiempo de mi lado,
que me dejes en paz.

Siempre fue mi manera de ser,
no me trates de comprender,
no hay nada que se pueda hacer.

Soy un poco paranoico, lo siento”.

Me he condenado a perder todo lo que vale la pena: una sonrisa contagiosa, la ternura en los ojos de un niño, el calor de una mujer en mi cama, los zapatos de Johnny Depp, la colección de Mafalda, aquel libro de Bukowski autografiado, el amigo de la infancia que no he visitado, los consejos de mi madre, un amanecer sin jaqueca, la pasión por lo que hago, el gato de peluche despeinado, las canciones que alguna vez me conmovieron y las noches recorriendo una geografía de deseos. Soy demasiado torpe para recuperar lo que he hecho a un lado.

“Al ratito ya te empiezo a extrañar,
me preocupa que te pueda perder;
necesito que te acerques a mí,
para sentir el calor de tu cuerpo.

Un osito de peluche de Taiwán,
una cáscara de nuez en el mar,
suavecito como la alfombra de piel,
delicioso como el dulce de leche”.

>>>

Coincido con Andrés Calamaro cuando dice que:

“sólo estoy solo y buscando
a alguien que me está esperando,
que me entienda y si no me entiende,
alguien que me comprenda,
alguien para recordar
de memoria cuando estoy de viaje,
cuando estoy muy lejos
y soy un vagabundo y camino bastante
alrededor del mundo,
pero quiero volver a mi casa,
a alguna casa
para encontrar a esa princesa vampira,
que respira, que respira y me mira”.

Alguna vez tuve besos tibios y una mujer que se vestía bien y se desvestía mejor, pero ahora sólo es un suspiro. Extraño sus ojos como destellos y me odio por ser tan pendejo. Soy cliente frecuente del desconsuelo. Y mi propio yo me mira desde el espejo y no me reconoce por completo. He bajado un par de kilos, desayuno cigarros y mi sofá apesta a humo y en el refrigerador hiberna un pedazo de queso. Los trastes se enmohecen en el fregadero, el póster de Tin Tan ya no sonríe, la máscara de Blue Demon ha perdido su brillo, y mis tenis ya se caen de viejos. Soy tan torpe que me he especializado en lamentos. Me quejo de todo, aborrezco lo que no comprendo, detesto lo que no controlo. Disculpen la torpeza, pero sucede que estoy deprimido, agobiado por la muerte de un ser querido, y me cuesta trabajo pensar con claridad. De pronto me siento como un niño, me dominan mis caprichos, me abruman los compromisos. Dependo en extremo de mis estados de ánimo, que suelen ser igual de frágiles que una balsa de madera. Y naufrago en mis desvelos. Y desvarío con mis recuerdos. Y añoro los besos en la madrugada. He hecho un pacto con mis demonios internos, sólo que no lo han respetado. No estoy en paz con los dioses, ni en guerra con mis ángeles, sólo pasa que soy demasiado débil para pactar las treguas. Espero que sólo sea una mala racha, porque no creo aguantar tanto. Mis palabras sonarán confusas, con ganas de no decir gran cosa, quizá sea tiempo de reiventarme. Me siento cansado, agobiado por mis miedos, no sé que pasará mañana, y mientras tanto deberé lidiar con mi torpeza.

manualparacanallas@hotmail.com

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 26 de junio de 2008

 

jueves, 19 de junio de 2008

Réquiem por mi ángel de la guarda

© Manual para canallas

Tuve que cerrar la puerta de mi oficina para que no se escucharan mis sollozos. Apenas leí el correo sentí un aguijón en el pecho. “Con tristeza les aviso que este 17 de junio falleció mi papá, el señor Julián García Trejo, su tío”. El mensaje era de mi primo.

Las distancias me parecieron estúpidas porque me hubiera gustado abrazarme al cuerpo inerte de aquel buen hombre que sufrió tanto en los últimos años y que me enseñó a ser una mejor persona. Lloré de dolor, de sentirme vacío, de no saber a quién maldecir, de puras ganas, por impotencia, porque era un pesar guardado mucho tiempo.

Lloré porque se llora por tus ángeles de la guarda. Era una noticia que tarde o temprano llegaría. Y sin embargo, me resistía a recibirla y postergaba siempre la idea de que la muerte nos olvidaría. Duele ser tan vulnerable.

Duele quedarse inmóvil escuchando la lluvia. Duelen las tormentas en tus ojos. Duele la ausencia de esa mirada que no te volverá a decir te quiero. Discúlpenme si estas palabras carecen de poesía. Maldigo la vida, detesto la muerte. Detesto la vida, maldigo la muerte. Hoy amanecí incompleto, sin ganas de bañarme, sin ánimos para peinarme. Quise quedarme en pijama todo el día. Quise tomar un avión y vestirme de negro y llorar frente a la tumba de tío Julián.

Quise renunciar a mi trabajo y olvidarme del bono de fin de año, pero en este mundo burocrático las cosas no funcionan así. No hay poesía en mis palabras. No hay metáforas suficientes para consolar a los deudos. No hay plegarias que alcancen para iluminar el camino al cielo. No hay esperanza en mis noches, no hay ilusión en mis días. Me duelen los ojos, mi llanto es obsoleto. Mi dolor es mínimo comparado con el de mi tía, con el de mis primos. Se fue mi ángel de la guarda y me siento confundido. No puedo pensar con claridad, así que mejor confío en las frases certeras de Jaime Sabines:

“Enterramos tu traje,
tus zapatos, el cáncer:
no podrás morir.

Tu silencio enterramos,
tu cuerpo con candados.

Tus canas finas,
tu dolor clausurado.

No podrás morir.”.

>>>

Faltan palabras, sobran congojas, la tarde lluviosa no ayuda. Apelo a los recuerdos en busca de confort. El tío Julián fue como un padre. Yo era un niño demasiado callado y nunca le dije “te quiero”, aunque no hacía falta porque él lo intuía. Mis domingos eran todos iguales, menos cuando él me cargaba en sus brazos para decirme algo que entonces me enorgullecía y ahora aborrezco: “Eres igualito a tu padre”.

Julián tenía una sonrisa franca, que te hacía feliz. Algunos domingos íbamos a su casa y aquel mundo me parecía fantástico: mi tía nos daba helado, los primos nos dejaban leer su colección de la revista Mad, el tío disparaba los gansitos, y a todos nos gustaba jugar Rummy o Monopoly.

A mí me hubiera encantado que me adoptaran, pero sé que era imposible porque mis hermanos se sentirían incompletos. Yo le decía a mi madre que nos mudáramos todos, pero ella sólo sonreía ante mi inocencia. El regreso era lo más triste, porque volvíamos a nuestra miseria, al abandono en que nos condenó mi padre. Qué distintos eran mi padre y su hermano.

Uno fue el carcelero de mis miedos. El otro fue y seguirá siendo mi ángel de la guarda. Por desgracia, dejamos de frecuentarnos. Julián hizo lo más que pudo. Hasta que se mudó a Durango, la tierra que lo vio nacer y que ahora lo ha reclamado a sus entrañas. Otra vez estoy llorando. Disculpen el atrevimiento.

“Te fuiste a no sé dónde.

Te espera tu cuarto.

La tía Elena, Juan y Jorge
te están esperando.

Les han dado abrazos
de condolencia, y recibieron
cartas, telegramas, noticias
de que te enterraron,
pero tu nieta más pequeña
te busca en el cuarto,
y todos sin decirlo,
te estamos esperando”.

No son palabras mías, es otra vez la sabiduría de Sabines. Y mis lágrimas lo confirman. Yo también nací en Durango, que es un territorio que me he prohibido, cargado de nostalgias, y no es allí a donde está mi destino. Moriré lejos, porque así lo he decidido.

No me quedan más alientos, no me guardo más sollozos, mejor dispongo de este réquiem para alguien muy querido:

“Estás rodeado de tierra desde ayer.

Arriba y abajo y a los lados,
por tus pies y por tu cabeza
está la tierra desde ayer.

Te metimos en la tierra,
te tapamos con tierra ayer.

Perteneces a la tierra desde ayer…

¡A la chingada las lágrimas!, dije,
y me puse a llorar”.

Afuera hace mucho frío. Y junio me llueve en los ojos. Guardaré luto por aquel hombre que me hizo comprender que te puede faltar un padre, pero nunca te faltará valor para volar sin miedos, aunque tus alas sean imperfectas, aunque no tengas instructivo de vuelo. Descanse en paz el mejor hombre, tío, padre, amigo, que he conocido.

manualparacanallas@hotmail.com

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 19 de junio de 2008

 

jueves, 12 de junio de 2008

En los zapatos de Johnny Depp

© Manual para canallas

“Se llama balero”, le dije a Johnny Depp cuando lo vi tan maravillado por la forma en que aquel chavito lograba embonar uno tras otro los capiruchos. El actor sólo atinó a expresar “wooow” y sonrió como lo haría el capitán Jack Sparrow ante una barrica de vino. Sacó un billete de 20 dólares y se lo dio al niño. Estábamos en un pueblito lleno de perros vagabundos y señoras que barrían las calles a las siete de la mañana. Johnny llegó hasta allí para filmar Érase una vez en México y parecía muy cómodo dando vueltas por allí, seguido por un par de guardaespaldas que se mantenían a una distancia poco discreta pero nada asfixiante. Yo era asistente de producción y conocía a los guaruras, así que me pude acercar sin problemas. “Es maravilloso”, dijo en inglés y señaló al niño juguetón. “Está hecho de madera”, expliqué. “¿El niño?”, bromeó. No pude evitar la risa. Me presenté y le dije que trabajaba en la misma película que él, “pero a mí no me pagan en dólares”, regresé la broma. Luego le comenté que le podría conseguir un balero como el del chavito. “Sería grandioso”, era de pocas palabras, y se despidió amablemente. No lo vi en varios días, porque tuvo que ir a Los Ángeles a resolver típicos asuntos de famosos. Le conseguí dos baleros en el mercado y se los di a su asistente. Una semana después me mandó llamar. Estaba sentado afuera de su camper. “Me encantan los camerinos ambulantes, son tan gitanos”, dijo mientras se esforzaba con el balero. “Gracias por el regalo, es hermoso”, su tono era pausado. “No es nada”, aclaré y no me atreví a darle sus primeras lecciones. Además, siempre fui malo para el balero o el trompo. “Bueno, me dio gusto saludarte”, me despedí porque debía seguir trabajando. Después de eso lo vi varias veces más y apenas nos saludábamos. En sus ratos libres jugaba con el balero y ya casi lo dominaba. El último día de rodaje hubo un cóctel de despedida. Encontré a Johnny sentado, a solas. “Siempre me ha gustado México”, me comentó. “La gente es feliz con tan poco, con lo esencial”, añadió y asentí. “¿Hay algo que pueda hacer por ti?”, me preguntó. “Sigue siendo tú”, le dije, “no te conviertas en un cretino”. Soltó una carcajada. “Me pregunto que se sentirá estar en tus zapatos”, soné bastante idiota, “ya sabes, la fama, mujeres enamoradas de ti, conocer mundo…”, no me dejó terminar. “¿En serio te interesa saber eso?”, esperó mi reacción. No supe qué decir, aunque hubiera podido justificar mi estupidez. Entonces se quitó los zapatos y me los ofreció. “Espero que te queden”, eran bicolores, como de pachuco. “¡Cómo crees!”, pensé que era una broma. “En verdad, llévatelos”, insistió. “Pero estás descalzo”, pretexté. “Eso no importa, son tuyos”. Me pareció una extravagancia y no tuve más opción que tomarlos. “Ok, gracias”, me despedí. Él se quedó sentado, tomó su vaso de vino y dio un sorbo. Nunca volví a verlo, pero ese gesto me pareció un detalle de humildad, de alguien que parecía realmente sincero.

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“No te puedo creer que Johnny Depp te haya dado esos zapatos”, se entusiasmó Tamara cuando los vio junto a la foto del actor con el mismo calzado. Para mí sólo eran un grato recuerdo de un tipo bastante sencillo con respecto a su fama. Pero ella estaba locamente enamorada de Johnny, así que amaba los zapatos más que cualquier otra cosa. Sólo faltaba que le pusiera una veladora. No le importaba que yo tuviera una foto junto a James Bond o una guitarra autografiada por Sabina, ni la máscara que me regaló Blue Demon, mucho menos la deslumbró mi colección de discos. No, ella adoraba los zapatos de su amor platónico. Sospecho que no’más por eso se animó a andar conmigo. “Roberto tiene unos zapatos que le regaló Johnny Depp”, presumía cada que teníamos visitas, que casi siempre eran sus amigas. Hasta que me harté de contar la historia. Se desgastó, igual que la relación con Tamara. Al principio fue excitante. Me deslumbró su mirada, porque me fascinaban sus ojos. Claro también me encantaban sus piernas perfectas, su trasero impecable, sus senos generosos y esa cabellera larga, abundante. Pero lo que me mataba era que me dijera obscenidades al oído mientras alcanzaba el clímax. Durante un tiempo fue mi todo, mis mejores noches, mis madrugadas en vela, el fuego en mis miradas, aquellos abrazos en la mañana, el sexo bajo la regadera, y las risas que me impulsaban. Como siempre sucede, el amor saltó por la ventana, y lo que antes me gustaba empezó a parecerme rutinario. A ella le sucedió lo mismo. No hubo escenas tristes, ni lágrimas falsas, mucho menos celos innecesarios. Entendimos que la pasión también tiene fecha de caducidad. Todavía aguantamos algunos meses, pero hasta las promesas sabían a olvido. Seguíamos siendo amigos, distantes pero amigos. Ella entró a trabajar como mesera en un restaurante-bar. Me contó que la pretendía un tipo que traía un Mini Cooper. Yo dejé de manejar luego de dos autos destrozados. La animé a que lo intentara. Y me hizo caso. Yo había conocido a una chica más interesante, que estudiaba filosofía y que también escribía. Tamara no hizo dramas. Y yo soy pésimo para el engaño, así que nos despedimos sin reclamos. Han pasado unos años y a veces la extraño. Lamento que se haya llevado los zapatos de Johnny Depp, que algún día valdrán una fortuna, pero sé que están en buenas manos. Y digo en buenas manos porque sus pies son demasiado pequeños para saber qué se siente estar en ese calzado. La próxima vez que conozca a un famoso, mejor le diré que me regale su reloj. Al menos podré empeñarlo. No como mi corazón, que cada vez está más devaluado.

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 12 de junio de 2008

 

jueves, 5 de junio de 2008

La dueña de tus suspiros

La dueña de tus suspiros...

“No chulita, aquí nadie es la reina de nada”, gritó Heriberto a Dafne, que en realidad se llama Yazmín, sí con ye y no con jota como se escribe correctamente. Bastante molesto porque la chica llegó tres horas tarde, el individuo estuvo a punto de regresarla a su casa. “Nada más porque es quincena te voy a aceptar, pero no te voy a pagar el día, así que si quieres tienes que chingarle duro pa’que te recuperes”. La chica, de unos 20 años, sintió ganas de mandarlo al diablo pero se tragó el coraje, asintió con la cabeza y antes de soltar una grosería caminó rumbo a las escaleras. “Pérate —maldita manía de recortar las palabras—, m’ijita. Ni siquiera me has pedido disculpas —aquel idiota no sabía que se dice “te ofrezco” en vez de “te pido” disculpas—, porque estarás muy reinita, pero aquí el que manda soy yo”, aclaró el hombre con su acostumbrada prepotencia. Dafne apretó las mandíbulas, lo miró con odio y musitó “te pido una disculpa”. Él se río divertido ante la evidente humillación y advirtió “que sea la última vez, eh. Ora vete a cambiar y además quiero hablar contigo cuando cerremos”. Ella subió las escaleras, entró a un pequeño cuartito con un espejo enorme y lo primero que vio fue su cara de hartazgo. Se derrumbó en una silla. Las demás chicas, tres o cuatro, no le hicieron caso, estaban tan ocupadas maquillándose o acomodándose el bikini como para siquiera saludarla. Además les caía gorda, según ella, por envidiosas, porque ella era la más solicitada por los clientes. Desde una bocina situada en la esquina llegaba el sonido de la música y la voz engolada del presentador: “Vanessa, primera llamada; Vanessa, primera llamada”.

>>>

Aún de mala gana, Dafne se quitó la blusa y el espejo le devolvió la imagen de sus senos firmes, su cintura breve. Se sabía hermosa, dueña de suspiros ajenos, y eso la reconfortaba. Mientras se pintaba los labios recordó su primer día en un teibol. Aunque fue el peor día de su vida, según ella, porque le daban asco los gordos o los viejos cochinos que la manoseaban, no le fue tan mal porque se llevó como dos mil pesos, entre propinas y porcentaje de boletos. “Y eso que estás bien verde”, le dijo su prima Desiré —llamada Marián, en realidad—. Desde entonces ha pasado casi un año y Yazmín terminó por acostumbrarse y por aprenderse todos los trucos para hacer que el más feo de los hombres se sienta un triunfador a su lado. Yazmín, o mejor dicho Dafne, se roció el cuello y los senos con un perfume escandaloso, de esos que marean, luego se persignó y caminó como una diosa del sexo. En cuanto bajó las escaleras y caminó sobre la alfombra se volvió a sentir reina y buscó con la mirada alguna mesa en la que se consumiera una botella. Tres sujetos la miraron de la misma forma en que lo haría Belcebú mientras acaricia un alma pecadora. Aunque hacía calor, sintió un escalofrío, pero Dafne sonrió, paseó la lengua sobre sus labios y se sentó sobre las piernas del más viejo, para abrazarlo y soltar esa frase que promete delirios: “¿Me invitas una copa, guapo?”. El ruido de las copas, el escándalo de la música, las risas de falsa euforia, poco a poco fueron inundando su cerebro. Y ella se abandonó, mientras el sujeto jadeaba en su oído, como aquellos que siempre hacen caso a los horóscopos y creen que no pueden darle un giro a su destino.

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 05 de junio de 2008