jueves, 31 de julio de 2008

Sección de carnes frías

© Manual para canallas

Estás formado en una fila que parece avanzar con la velocidad de una señora gorda frente a la sección de botanas. Ya llevas diez minutos formado y tu paciencia escasea. Te caga la Comer de Azcapotzalco porque sólo es un poco más grande que tu departamento –chiste local— y todo mundo se atora en los pasillos. Delante de ti está formada una señora con más de 30 artículos, pese a que el pinche letrero dice “Caja rápida. Máximo diez artículos”. Pero nadie la hace de tos, porque estamos acostumbrados a ser testigos de grandes tragedias, sin imnutarnos; mientras los políticos saquean al país, pocos votan. “Oiga, señora, esta es una caja rápida”, intentas advertirle, pero ella te interrumpe, “ya lo sé, pero también hay cosas de mi comadre” y entonces, sin decir agua va, se meten en la fila otra señora y una chamaca. Se reparten la mercancía. “Por eso este país no progresa, por gente como ustedes, por los que siempre quieren hacer trampa”, sueltas con enfado. “!Y ni progresará, estás soñando!”, la escuincla se cree muy lista y se burla. “Pues claro que no va a progresar si las madres maleducan a tontas como tú”, sueltas con rencor. Escuchas carcajadas atrás de mí. “Sí es cierto, pinches viejas”, dice una chava. Ella y su amiga se ríen. “Bien hecho, amigo, pinches rucas mamomas”, agrega la otra. Las tramposas nos miran con odio. Si no fuera porque los preservativos están al dos por uno ni te acercabas por allí. Las chavas murmuran a mis espaldas. La cajera no puede creer que estés comprando todo eso y se te queda viendo como si fueras un maniático. “Ay, amigo, para qué quieres tanto condón”, te cotorrea una de tus “amigas”. Mientras pagas le explicas que “prefiero gastar en estos globos que pagar fiestas infantiles por el resto de mi vida”. Las chicas se carcajean, por lo que supones que sí entendieron. Tal vez sea tu imaginación, pero una de ellas te sonríe con coquetería. Les invitarías un café, pero desconfías de las mujeres que se acompañan para comprar brasieres. Tú no le dices a tus amigos: “vamos a Julio Regalado porque la ropa interior está al dos por uno”. Mal karma. Y además, eres pésimo para la conquista. “Chau”, les guiñas un ojo. Y sólo se ríen como colegialas.

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Conocí a Julieta en el último año de prepa y aunque yo no era su tipo anduvimos juntos un buen rato. Después de una fiesta se fue conmigo y al otro día me confesó que lo había hecho porque “eres bueno en los deportes”. Yo sólo disfrutaba estar en movimiento, desde niño, así que jugaba en la selección de basket, en la de fútbol y en atletismo. Gané algunas medallas, pero nunca conquisté a la chica que me fascinaba. Pero bueno, Julieta también era hermosa. Su cuerpo delgado, con las curvas correctas, piernas largas, ojos grandes, labios perfectos y una sonrisa que a veces parecía sincera. Luego llegaron las vacaciones y la idea era estudiar en la misma universidad, hasta que un día me dijo que necesitaba un tiempo, que ya no la buscara. No hice dramas. Y menos cuando me contó que no seguiría estudiando, que conoció a un tipo que le dijo que ella podría ser modelo. Esa historia ya me la sé, le advertí que el wey sólo quería tirársela, aunque yo intuía que eso ya había sucedido. Después de un tiempo, algún amigo en común me dijo que al parecer Julieta salió en un catálogo de Suburbia o algo así. Me dio gusto por ella, no, mmm, no es cierto, me dieron ganas de buscarla pero me ganó el orgullo. En la universidad me enamoré de veras, pero no funcionó porque mi chava se volvió muy pacheca. Pero esa es otra historia que algún día escribiré.

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Hace no mucho tiempo me reencontré con Julieta. Yo escogía unas botellas de ron cuando se me acercó una chava que me sugirió aquella oferta que parecía tentadora. Me volví para verla. Era una demostradora de una marca de tequila. “Hola, Julieta”, ella me reconoció de inmediato. Se sacó de onda. La mujer había ganado kilos y, supongo, había perdido la batalla con la celulitis, pero aún así se veía aceptable. “¿Invítame a tu fiesta, no?”, se río cuando vio la cantidad de botellas. En eso llegaron Paco y Gerardo, que habían ido por las botanas. Hice las presentaciones habituales. Ellos la invitaron al reven. Dijo que salía en media hora, que si la aguantábamos. Gerardo se quedó a esperarla, así que Paco y yo nos adelantamos. “Está sabrosa la vieja”, Paco siempre ha sido mujeriego, “si se apendeja el puto de Gerardo yo sí me la chingo”. Que pinche weba me dan mis amigos. “Fue mi novia en la prepa”, expliqué con desgano, “pero no duramos mucho”. Paco ni se molestó en escucharme. “No creo que Gerardo la suelte, es un perro”, se lamentó Francisco. La fiesta no fue la gran cosa. Lo de siempre: canciones pésimas, las mismas viejas que se han acostado con todos, los tipos de siempre que se empedan y les duele el codo para comprar más botellas, y la estúpida competencia para ver quién se lleva a la cama a la vieja nueva. Paco se quedó con las ganas. Gerardo acaparó a Julieta, pero aún así conversé con ella un rato. No le sorprendió que yo hubiera acabado la carrera, “porque siempre fuiste de los más matados de la clase”. Odié su perspectiva. Luego se quejó de los pinches-hombres-todos-son-iguales. Era casada y tenía un chavito. Eso no le importó para irse a un hotel con Gerardo. A mí, ella me pareció la misma vieja inmadura que me hizo sufrir un rato, aunque ya no era tan joven. Así que ni ganas de cortejarla. Dado que su corazón es tan gélido como una víscera, creo que no debería ser demostradora de tequilas, sino trabajar en el departamento de carnes frías y salchichonería. Ah que pinche Julieta, dónde quedaron tus sueños, en qué supermercado se congelaron tus aires de grandeza. Y no tengo vocación de Romeo y Shakespeare sólo es una estatua en un mausoleo. Ya lo dicta algún cantante demasiado cursi: “uno no es lo que quiere, sino lo que puede ser”. Yo por eso siempre he dicho que lo más importante no es saber volar, sino volverse un experto en aterrizajes.

manualparacanallas@hotmail.com

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 31 de julio de 2008

 

jueves, 24 de julio de 2008

Un bastón para el corazón

© Manual para canallas

“Todos los hombres son unos idiotas”, era la conclusión de Iliana. Vaya, por fin alguien nos descubrió, pensé. A esta chica deberían darle el premio Nobel de la suspicacia. El sarcasmo es mi especialidad. “Mi novio, bueno mi ex novio, me dejó por andar con mi mejor amiga. Los dos apestan”. Uy, el ardor es más fuerte que la herida, reflexioné. “Pero no me importa, que se jodan, porque de ahora en adelante me voy a volver una zorra”. Vaya, alguien encontró su vocación. “Pero un día el estúpido me va a rogar para que regresemos y lo voy a mandar al diablo”. Sin duda, la revancha que todos esperan y casi nunca llega. “¿Te cuento algo? El siempre estuvo celoso de ti, le molestaba que le hablara de lo que escribes, y decía que el escribía mejor, pero la neta es que es un imbécil”. No es el único, ni el último novio o amigo celoso que me odia. “Sabes, siempre me has gustado, me encanta lo que escribes, me gustaría conocerte”. Más o menos, en esencia, eso es lo que me escribió Iliana hace rato. La posdata era lo más triste: “PD.- Me encantaría hacer el amor contigo, claro, sin compromiso, bueno como quieras, pero quiero acostarme contigo. Te mando mi teléfono, háblame”. Sin que suene a presunción, ese tipo de propuestas son frecuentes. Ni siquiera saben mi edad, se imaginan que soy guapo, idealizan este manual para desesperados, se aferran a mis historias como náufragos y se enamoran de un tipo que desconfía del corazón y se asesora por la razón. Sobra decir que ignoro esas propuestas, aunque mis amigos me digan que soy un pendejo.

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“Estimado señor Castañeda: Usted es patético, y deje de escribir porquerías. Siempre habla de teiboleras y borracheras”. Tómala, alguien que no sabe leer entre líneas, “debería de escribir cosas más productivas en lugar de desperdiciar ese espacio en el periódico”. Quizá tenga razón, pensaré en renunciar. “Se me hace que su madre o sus hermanas son prostitutas y usted está traumado”. ¡Qué pasooooó! Con mi madre no se meta, no pude evitar la risa. “Gente como usted no debería escribir, mejor búsquese otro trabajo, no sé a lo mejor como mecánico o como sacaborrachos”. Alguna vez pensé en ser sacaborrachos o cantinero, pero me gusta más ser cliente frecuente de los bares. Y aún no encuentro mi vocación. Sólo le respondí al señor que ya no me leyera, que le recomendaba a Carlos Cuauhtémoc Sánchez porque él sí escribía bien “bonito”. No sé si me hizo caso, porque lo bloqueé de mis contactos.

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“Hola, me encanta lo que escribes. Igual que tú, yo también me siento sola todo el tiempo. Mi papá te odia, dice que escribes puras porquerías, pero de todos modos te leé. Yo creo que sí le gusta, pero me lo dice para que yo no te lea y ya ni trae el periódico. Como sea, te checo en el Internet. Cuando sea grande quiero escribir como tú, ja ja ja ja, no es cierto. Tengo que confesarte algo: a veces parece que estás contando mi vida, me identifico mucho. Y otras veces me prendes, en especial las alusivas al sexo y relaciones. Me fascina como mezclas lo cotidiano con la poesía y el humor negro. Debo de aceptar que hay algunas que en verdad hacen que me moje (y conste que los leo en la escuela, hee, ja,ja). ¿No quieres ser mi novio? Imagínate, si eso logras con sólo escribir, lo que no conseguirás en vivo y a todo color, ja, ja, ja, ja”. Odio las risas escritas y los lugares comunes. Más o menos esto es lo que me escribió Yasmín, pero con faltas de ortografía. No traía posdata, pero sí una foto en tanga y la promesa de que me seguiría escribiendo si le contestaba. Me conformé con la promesa y guardé la foto.

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“Otro día lidiando con los recuerdos. Despierto y me doy cuenta que todo es igual que casi siempre. Y aunque piense en ti y me hagas falta, no moriré. Escucho aquella canción de Bunbury que te dediqué, pero ahora sólo quedan los recuerdos. Cuando algo te duele sólo dices “da igual”. ¿Por qué? No lo sé, pero siento que las canciones de Zoé tampoco fueron suficientes para permanecer a tu lado. Las rolas no cambiarán esta historia y hay que darle vuelta a la página. Tampoco sirve de nada llorar de vez en cuando. Acabo de cumplir 14 años y aquí no hay lugar para Romeos o Julietas, sólo una sensación más deprimente que ver Temporada de patos cuatro veces al día. Soy un joven reprimido que escribe historias porque no tiene nada mejor que hacer. Mi tristeza puede que no tenga remedio, pero aún así no puedo dejar de sonreír al pensar en la manera en que te conocí. Es curioso, pero me gustó la imperfección de tu sonrisa, más que esa mirada limpia. Sí, Karen, te quise demasiado pronto, quizá en exceso, pero tu ausencia hoy me deja una nueva tarea: atesorar tus sonrisas por un largo rato”. Así lo escribió Dante. Nada mal para alguien que tiene 14 años. Ya lo dijo algún poeta: lo peor de la tristeza es que no tiene remedio. O como bien diría Bunbury:

“el tiempo no cura nada,
el tiempo no es un doctor,
mala racha, mala estampa
y un bastón para el corazón”.

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“Eres mi ídolo, bro. Yo también soy canalla, bueno aprendiz de canalla, porque tú eres el master”. Vaya, somos más de los que imaginé. “Pero no te escribí por eso, sino porque tengo un pedo. Hay una chava que me trae movido, me encanta, pero no me pela. Ella es mi mejor amiga y dice que no quiere andar conmigo porque no quiere perder mi amistad”. Shales, el pretexto más común cuando alguien no te gusta. “Ya le dije que no hay pex, que siempre vamos a hacer amigos, pero ella no quiere. Dame un consejo, ¿no?”. Vale madres, que se creen, que soy la doctora corazón. Por salud mental, este tipo de consultas no las atiendo. “Bueno, se despide de ti, Max, un aprendiz de canalla. Y a ver si escribes algo sobre el amor que no es correspondido o de cuando te dejan y no sabes qué hacer”. Sólo puedo decir algo que no me cansaré de repetir: el amor es un pescado con los ojos abiertos. Y aunque al principio está fresco, siempre termina apestando. Bueno, casi siempre. Será que en vez de corazón tengo un escarabajo.

 

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 24 de julio de 2008

 

jueves, 17 de julio de 2008

Con poco apego a la vida

© Manual para canallas

“¿Siempre eres así de raro?”, la pregunta me pareció ofensiva pero en cuanto levanté la vista aquella sonrisa me desarmó por completo. “¿Raro en qué sentido?”, respondí con otra interrogante”. Ella me tocó el brazo. “No sé, como muy callado, muy misterioso”, volvió a sonreír. Ya no supe qué decir, sólo atiné a devolverle una mueca que intentó ser sonrisa. La chica era delgada, con curvas, con una blusita ajustada y shorts provocativos. “¿Qué vas a tomar?”, preguntó con el tono habitual de las meseras guapas. De eso hace unos años. Y puedo olvidar un rostro, pero jamás las conversaciones. En ese entonces acababa de entrar a trabajar a un periódico, así que de tarde en tarde o de noche en noche me iba al bar de un lado para preparar alguna nota o planear la entrevista del año, que por cierto nunca llegó. Iba solo porque en la chamba me veían más como competencia, que como compañero. Además, nunca he sido proclive a los halagos y sí partidario de la crítica. De tanto asistir al bar, me volví cliente consentido. Todas las chicas me saludaban de beso y me recibían con la frase clásica: “¿Te sirvo lo mismo?”. Claro que por lo general buscaba sentarme en una de las mesas que atendía Darina. Al principio apenas nos saludábamos, pero después de un tiempo me pidió que la invitara a salir en su día de descanso. Ya luego la esperaba a la salida y nos emborrachábamos juntos en los bares de la Zona Rosa. Al principio, sólo nos divertíamos, pero luego no pudimos más con los deseos y terminábamos en algún hotel porque ambos vivíamos con nuestros padres. Según me contó un día, sus papás le pusieron Darina porque su madre se llamaba Daniela y su abuela paterna Karina, así que optaron por conjugar ambos nombres para que las señoras no se enojaran una con la otra. “Imagínate, si hubiera sido hombre me habrían puesto Enrivier”, me comentó divertida, porque su papá se llamaba Enrique y su abuelo Javier. Era una chica linda, pero sólo estuvimos juntos como un año. Yo tuve que irme a trabajar a Guadalajara, más por gusto que por necesidad.

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Darina se quedó con su trabajo, porque la neta es que nunca planeamos algo juntos. Ya luego se clavó con un wey que era guarura de un diputado priísta, pero el muy ojaldra la dejó cuando supo que estaba embarazada. Darina perdió el bebé porque siguió trabajando y no sabía que su embarazo era de alto riesgo. Se quedó con algo de amargura, pero siguió adelante. De todo esto me enteré cinco años después que regresé a territorio chilango. Cuando me volvió a ver, le dio mucho gusto. Igual que yo, estaba sola, así que me pidió que la esperara. Seguía siendo hermosa, aunque con la piel un poco marchita y unos kilos de más que se acentuaban con su minifalda. Fuimos a mi departamento a beber y escuchar música. Me dijo que su ex la seguía buscando, sobre todo cuando estaba ebrio. Ella cedía porque se había cansado de las promesas de aquellos clientes que le prometían todo y nunca le daban nada. “Ya me la sé, ya la aprendí, pinche Robert, hay weyes que me ponían casa y coche a la puerta”, pero en cuanto se la tiraban se olvidaban de todo. A las cuatro de la mañana ya estaba muy ebria, así que se quedó dormida. Sí, yo también estaba solo, pero nunca me he sentido desesperado. He aprendido a mantener a raya a mis demonios, así que en cuanto rugen me pongo alerta. Fui por un cobertor, acomodé a Darina en el sofá, y me fui a recostar. Desperté al escuchar ruido en la cocina. Ella quería hacer algo de desayunar. “Está bonito tu departamento, pequeño, pero habitable”, me recordó como si yo no lo supiera. Le pedí que me diera chance de bañarme para ir a almorzar fuera. Le invité una birria y unas chelas. Luego la llevé a su casa. Quiso despedirse con un beso en la boca, pero puse la mejilla izquierda. “¡Ay, tú siempre tan chocoso”, sonrió con su sonrisa de siempre. “Ojalá nos veamos pronto”, exclamó como suplicando. Ella sabía que yo volvería al bar de siempre. Sólo que demoré más de lo previsto.

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De emergencia me mandaron a Chiapas, así que apenas pude empacar unas cuantas garras. Un año más tarde me volvió a llamar la ciudad de la furia. Era un viernes, recuerdo, cuando entré a ese sitio tan familiar, aunque habían cambiado los manteles. Aunque había meseras más jóvenes, el sitio tenía el mismo aire triste, más viejo, con menos brillo, un poco extraño y tal vez por eso me sentía a gusto. Me senté, encendí un cigarrillo, pedí Apletton con coca. Luego llegó a saludarme Marcelino, que llevaba años trabajando por allí. Le pregunté por mi amiga. “¿A poco no sabe, jefe?”. Entendió mi expresión de duda. “Se murió la Darina”, observó mi gesto de asombro, “bueno, la mató su novio, el que era judas”. Le comenté que era una mala noticia, quise aparentar serenidad, pero supongo que notó mi pesar, porque se despidió discretamente. Miré el humo del cigarrillo. Pensé en Darina. Era una buena chica, como dirían en una canción Los Secretos, te juro que era buena chica, aunque con poco apego a la vida. No voy a mentir, no lloré por ella, porque sí bien la quise un poco, nunca llegué a amarla como tampoco ella lo hizo. Siempre me dijo que un día se iba a casar con un señor de varo, de esos que siempre se ven elegantes. Acabé un par de tragos, pedí la cuenta y me fui caminando. Al pasar por la iglesia de San Judas pensé otra vez en Darina, compré una veladora, entré y deposité una plegaria a su memoria. Es lo menos que puedo hacer por ella. Ojalá algún día alguien haga lo mismo por mí, aunque nadie me llore. Sí, en verdad, que era buena chica.

 

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 17 de julio de 2008

 

jueves, 10 de julio de 2008

Alfileres en la cabeza

© Manual para canallas

Es triste sentirte como un muñeco vudú con demasiados alfileres, igual que un demonio bien erizo y, por qué no, abandonado como un muñeco de peluche sin un ojo de botón. Y te duele la cabeza y te rechinan las rodillas, pero nada peor que esa melancolía que ensombrece tus párpados. Dan ganas de acostarse en las vías, a esperar que el próximo tren no tarde demasiado. Y tu padre grita que ya está harto de los políticos y ni siquiera tiene credencial para votar. Y tu madre piensa en engañarlo con el carnicero. Y tu hermano, a escondidas, se disfraza de emo. Tu madre ni siquiera se ha dado cuenta que le han robado el maquillaje. Ella está más ocupada en remendar calcetines y  pelear con las vecinas. Y tu perro ya no juega contigo porque se ha vuelto huraño. Malditos sean los días en que amaneces demacrado, benditas las noches en que logras conciliar el sueño sin asomo de pesadillas. Nunca la realidad fue tan confusa. Nunca tus dudas fueron tan extensas. Apenas comienzan las vacaciones y ya extrañas la escuela. Tu padre siempre te dice que deberías trabajar en la Comer, pero te caga Julio Regalado. Preferirías ser una botarga de Danonino o bailar con el disfraz del Doctor Simi, que  lidiar con señoras igual de histéricas que tu madre. “A ver si vas buscando trabajo, porque ya me cansé de mantener webones”, reclama aquel señor panzón que sientes tan extraño pese a que siempre cena a tu lado. Y mastica con la boca abierta y eructa como una bestia. No le parece suficiente que tengas que sacar nueve de promedio cada año. Tú sólo piensas en escapar un día y dejar de escuchar que todo está más caro, que el patrón es un miserable, que los vecinos son insoportables sólo porque se compraron un televisor de 29 pulgadas. Detestas tener que lavar el baño, no soportas ir al mandado, lamentas no tener tu propio cuarto. Así que todas las tardes te refugias en el cibercafé para platicar con extraños. Y mandas emoticones y ríes demasiado con una carita feliz que te recuerda a las Sabritas. Y te enamoras de la fotografía de una chica que no se cansa de repetir, como si fuera un mantra, cosas tan simples como “xoxo” o “xd” . Y te olvidas por un rato que el mundo real es patético. Y no eres tú, sino ese personaje que se atreve a prometer cosas que nunca podrá cumplir. Pero eso te hace menos infeliz, aunque sólo sea por un rato. La confusión vive contigo, se esconde bajo la almohada, te acecha en cada esquina, te sigue los pasos, aunque no la veas cada que te vuelves para mirar a tus espaldas. Carajo, por qué tu mundo es tan complicado.

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Podría ser peor: si tu novia estuviera embarazada, si tus amigos te traicionaran, si tu chava se acostara con tu peor amigo, si tu mayor enemigo te robara a la chica de tus sueños, si tuvieras que dejar el colegio, si fueras empleado de tu propio padre. Podría ser peor, pero todo parece demasiado. Te educaron para quejarte siempre y solucionar poco y complicar todo. No le pidas soluciones a quien es experto en buscar pretextos y coleccionar sinsabores. Dominar el Playstation no es una profesión, si no ya te hubieras titulado. Halo es un juego de niños si lo comparas con tus batallas diarias. Resident Evil es una metáfora demasiado rosa junto a tus pesadillas. Tu celular no suena con la frecuencia que quisieras. Tus amigos tienen sus propios problemas. Ni un mensaje que te salve de la rutina, ni una llamada que te indique que alguien te extraña. Cada quien sus miserias, cada quien sus miedos y hay que lidiar con ellos. Podría ser peor: si tuvieras que hacer tres exámenes extraordinarios, si te mandaran a cuidar a tu abuela amargada, si te emplearas como afanador en unos baños públicos, si te contagiaras de una enfermedad venérea, si tu padre tuviera una casa chica, si tu madre fuera bipolar, si tu hermana fuera una zorra, si tuvieras que casarte con tu novia embarazada. Podría ser peor: si le sumaran otro alfiler al muñeco vudú que tiene un mechón de tu cabello. Podría ser más patético: que tu jodida suerte empeorara. Y eso parece ya imposible. Pero no subestimes al destino, ni te quejes demasiado. Carajo, y encima llueve a todas horas, de tarde y por la madrugada. Y esa pinche gotera a medio cuarto que no deja de sonar en la cubeta: ploc, ploc, ploc, ploc. Nunca es suficiente para hacerte sentir aún más miserable. 

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Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 10 de julio de 2008

 

jueves, 3 de julio de 2008

Si llegas a rozar la locura

 © Manual para canallas

“Es por ti que no hay cadenas
si sigo el ritmo de tus caderas.

Es por ti que rozo la locura
cuando navego por tu cintura.

Es por ti que soy un duende
cómplice del viento”

cantábamos a todo pulmón mientras bebíamos ron con coca. Desde una mesa vecina, la chica que había puesto la rola volteó a vernos. Sonrió en señal de aprobación. Levanté mi copa, sin dejar de cantar, y le hice una seña de ¡salud! Ella levantó su bola con cerveza y regresó el brindis, satisfecha. Mi amigo Dino dijo “¡a webo, pinche Canalla, vas!”. Asentí con satisfacción. Acabó la rola y siguió otra. La chava volvió voltear, nos sonreímos a la distancia. “Oye, no está nada mal”, me dijo Paco. Ella estaba sentada con una amiga y cuatro tipos. “Y ninguno de esos weyes es su novio”, comenté. “¿Crees?”, preguntó el Dino. “De hecho, al menos dos de ellos son gays”, agregué. “¡No mames, pinche Robert!”, se rió Paco, “¿a poco muy chingón? Chocamos las copas. “¿Quieres apostar?”. Se rieron. “¿Por qué estás tan seguro?”, me retó alguno. “Pura expresión corporal”, aseguré y luego agregué una broma “puro cálculo matemático”, yo que soy tan malo para los números. “¡Ah-chingá-chingá!”, manifestó Dino. “Sólo observen: es una mesa para ocho. Esos tres weyes están sospechosamente juntos y ríen como nenas, la otra vieja se inclina hacia la orilla, y la bonita está sentada en la cabecera. Si tuviera novio, el wey la sentaría junto a él para poder abrazarla. El único que le puede tirar la onda es el que está junto a ella, sólo que la chava volteó a sonreírnos consciente de que él también está de frente a nosotros y no le importó que nos viera”. Mis cuates se voltearon a ver entre ellos. “¡No manches!”. Y eso no fue todo. “Por si no bastara, ella está sentada a 30 centímetros de la mesa, lo cual quiere decir que no se siente totalmente cómoda, además de que ya está algo ebria”. En resumen, no le interesa ninguno de ellos, concluí. Aún así, mis amigos pensaron que estaba en el debraye. Les pedí una moneda, fui hacia la rockola. Mientras buscaba, se acercó la bonita. Volteé a mirarla. “Hola”, sonrió. Regresé el saludo, adornado con mi mejor sonrisa. “¿Qué vas poner, amigo?”, preguntó. “Algo de Los Fabulosos Cadillacs”, comenté. “Buena elección, pero ya los busqué y no están”, señaló. “Es una pena”, expresé y puse a Kinky. “¿Y tu qué buscas?”, cuestioné y le di paso para que pusiera su canción. “Busco un tipo que sepa besar rico”, y me dio la espalda. “Esa no la conozco, quién la canta”, bromeé como un idiota. “Bobo”, hizo una pausa para reír, “eres un bobo”, añadió la reina de las frases tontas y cursis. “Ojalá la encuentres” y me fui a mi lugar. Mis cuates esperaban expectantes.

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Empezó una salsa y la bonita se puso a bailar con uno de sus amigos gays, pero no dejaba de voltear a nuestra mesa. Siempre he desconfiado de las mujeres ebrias. Son tan impredecibles, aún más que en su juicio. Fui otra vez a la rockola. Ella se volvió a acercar. “¿Ya me vas a sacar a bailar?”, fue pura coquetería. “Si está el Buena Vista Social Club, sí”, la miré, “pero ¿no se ponen celosos tus amigos?”. Ella se acercó más. “Por eso no tengo novio, porque todos son muy celosos”, no dejó lugar a dudas. Perfecto, pensé y solté una frase de Andrés Calamaro: “Yo puedo ser inocente de tu lado más culpable, pero el culpable de tu lado más caliente”, esperé su reacción. Y ella soltó la frase más anticlimática en el mejor momento: “¡Mira, Joan Sebastian, pon a Joan Sebastian!”. Vale madres. Elegí a La ciudad de la furia, de Soda Stereo. No puedo lidiar con las mujeres que cantan “eres secreto de amor”. Así que me emborraché cantando rolas que me dijeran algo. Paco es menos prejuicioso, así que bailó con ella y le preguntó su nombre y todas esas cosas. Yo no busco a una mujer perfecta, pero al menos una que no llene sus mejores momentos con la peor de las bandas sonoras.

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Al poco rato, Éricka estaba en nuestra mesa platicando con Paco. Sólo estuvo unos 10 minutos, suficiente tiempo para beberse una bola de cerveza y ponerse de acuerdo con mi amigo. Un poco más tarde me largué. Mis amigos se integraron a la mesa de Éricka. Una semana después supe que Paco se llevó a Éricka a su departamento. Al principio me dijo que la chava era fantástica en la cama, pero ya con unos tragos me confesó la verdad. “No mames Robert, esa pinche vieja está bien loca”, empezó, “me hizo buscar un disco de K-Paz de la Sierra y ahí voy de pendejo”. Yo no hice comentario alguno. “Total que se puso a cantar y luego se soltó llorando”. Vaya, vaya. “La abracé y ella lloró más, no podía dejar de llorar”. Es lo malo de las viejas que no saben beber, creo que argumenté. “Luego quise besarla y no se dejó, me dijo que mejor la llevara a su casa”, se quejó Paco, “te imaginas, eran las cuatro de la mañana y quería que la llevara hasta Chimalhuacán”. Déjame adivinar, hice una pausa, seguro extrañaba a su ex viejo. “Sí, no mames”, Paco lamentó, “me dijo que no podía dejar de pensar en su wey”. Para no hacer el cuento largo, luego medio se animó, se desnudó y se quedó dormida en el sillón. Al otro día, temprano, ella estaba avergonzada y prefirió irse sola. Todavía, como una broma de mal gusto, le dijo a mi amigo que la había pasado muy bien, que la llamara después para salir a tomar algo. Paco agradeció mentalmente que no la hiciera llevarla a su casa a las siete de la mañana. Y estoy seguro que tiene intenciones de llamarla. Hay mujeres que confunden la realidad con una telenovela. “De la que te salvaste, pinche Robert”, bromeó Paco. “Tengo un sistema de alarmas a prueba de siniestros”, regresé la broma.

manualparacanallas@hotmail.com

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 03 de julio de 2008