jueves, 30 de octubre de 2008

Alma de ventrílocuo

© Manual para canallas

Mi infancia está encerrada en una foto. Nunca fui un niño feliz, sino todo lo contrario. Me refugiaba en las caricaturas, era experto en silencios y el futbol no se me daba. Por supuesto, no entendía a las niñas y les jalaba las trenzas. “Es un niño muy callado”, decía mi maestra de sexto de primaria. Mi madre creía que me faltaban vitaminas, porque prefería estar encerrado que perseguir lagartijas. A mí me gustaba leer, inventar historias con mis juguetes y construir imperios gobernados por héroes invencibles. No tenía grandes sueños, sólo quería que me dejaran tranquilo. Tenía un álbum de luchadores, una autopista Scalextric y una grabadora de mano que usaba como agenda. “Santo llamando a Demon, Santo llamando a Demon”, era mi frase favorita para recordarme que tenía algún juego pendiente. Apenas terminaba mi tarea, encendía la grabadora y sonaba el recordatorio. Entonces me iba al traspatio, donde tenía un refugio que yo llamaba “El club de la mano siniestra”. Estaba construido con cartón y madera, pero era un sitio muy exclusivo. Yo era el jefe y también el único socio. En otras palabras, no podía entrar cualquiera. La clave para entrar era simple, pero al mismo tiempo complicada: sobre una madera blanca puse mi mano llena de pintura negra. Así que sólo podía pertenecer al club aquel cuya palma de la mano embonara a la perfección con la contraseña. Yo era un chaval más alto que los de mi edad, así que no era común que alguien tuviera las manos del mismo tamaño. Mi hermano iba cada semana, rogando para que su mano hubiera crecido lo suficiente. “El club de la mano siniestra” tenía su fama. Yo contaba que adentro había un cráneo de pirata y el alma de un loco que se había suicidado. Supongo que mis hermanos y mis primos me creían, porque nunca se animaban a entrar solos. Allí guardaba mis tesoros: el frasco de canicas, los cómics de Batman, una máscara de Darth Vader y el guardián implacable: un muñeco de ventrílocuo malhecho que asustaba a cualquiera. Cuando me daba por ser malvado, sacaba al Rascuacho a pasear y asustaba a los niños de mi barrio. Yo movía su boca con maestría, mientras la grabadora reproducía una risa macabra que había robado de una película de terror. Nadie sabía el truco, así que todos los chamacos lloraban cuando les decía que por las noches les mandaría al muñeco infernal a jalarles las cobijas. No me respetaban pero me tenían miedo. Y eso era bastante divertido.

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Antes de morir, mi tío Rodrigo me regaló al Rascuacho. En realidad él le decía Don Rascuacho. Mi tío era mago, merolico y muy alburero. Siempre le gustó la magia y se sabía algunos trucos, así que se contrataba como mago en fiestas infantiles. El tío Rodrigo me quería mucho y me enseñaba pequeñas “artimañas” —así les llamaba él— para entretener a los tontos”. El tío era un especialista en huirle al trabajo. La abuela siempre le reclamó que no fuera “gente de provecho”. Rodrigo probó a tomar cursos por correspondencia: de dibujo, de investigador, de no-sé-qué-tantas-cosas. Hasta que un día desapareció y luego habló para decir que andaba en Guadalajara. La abuela pensó que al fin Dios había escuchado sus ruegos y que la oveja negra se haría un hombre responsable. Rodrigo volvió dos años después, cansado de la vida nómada. Anduvo viajando con un circo, dándole de comer a un tigre viejo y a un león sin colmillos, limpiando la pista, hasta que llegó a ser un poco trapecista, un poco mago y bastante cínico. Siempre que escucho a Nacha Pop, me acuerdo del tío Rodrigo. Es una canción algo triste, como gris fue la vida de mi pariente:

“Hubo un mago en la ciudad,
que actuaba en un lugar sin magia.

Le robaron la ilusión,
su viejo truco le falló,
y se escondió.

Vi un payaso fracasar,
sólo sabía hacer llorar,
¡vaya gracia!”.

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Mientras Rodrigo era un caso perdido, a ojos de todos, para mí era un personaje fantástico. Siempre le pedía que me contara cómo era la vida en el circo y él me describía las situaciones más increíbles, como el día que los enanos se rebelaron y amenazaron con meterse a la jaula del tigre o la noche en que la mujer barbuda se fugó con el carnicero de un pueblo olvidado. Creo que inventaba la mitad de lo que me decía, pero a mí sus historias me parecían fabulosas. Yo lo quise mucho y él me veía como a un hijo. Por eso es que me regaló a Don Rascuacho, aquel muñeco inanimado que él había hecho a un lado porque ya se había conseguido otro muñeco más simpático. “Cuídalo como si fuera tu amigo, porque ellos también tienen alma”, me dijo. Al poco tiempo, Rodrigo murió de un balazo. Dijeron que habían intentado asaltarlo. Lloré mucho su muerte y lleve a Don Rascuacho al funeral, pero mi madre me regañó y me castigó por “pensar en tonterías”. Pasado el tiempo supe toda la verdad: al tío Rodrigo, un marido celoso lo había baleado. Un final nada heroico para un tipo que siempre fue un romántico. Don Rascuacho fue mi compañero de juegos, hasta que me interesé en otras cosas y se quedó arrumbado, igual que mi infancia se empolvó en aquel club que nadie frecuentaba. “El club de la mano siniestra” sólo es una postal que guardo en mi álbum de añoranzas, algo que me recuerda que quizá tengo alma de ventrílocuo, porque a veces no reconozco ni mi voz, ni mis sentimientos.

 

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 30 de octubre de 2008

 

jueves, 23 de octubre de 2008

Inventar verdades a medias

© Manual para canallas

“Qué hace una chica como tú
en un sitio como este?

Qué clase de aventura
has venido a buscar?

Los años te delatan, nena,
estás fuera de sitio.

¿Vas de caza, a quién vas a atrapar?

No utilices tus juegos conmigo”,

canta Burning desde el estéreo y yo musito el estribillo:

“Mujer fatal, siempre con problemas...

¿Qué tienes en los ojos, nena,
o es que vas a llorar?

No intentes atraparme,
ya he aprendido a volar”.

Es la una de la madrugada y otra vez el pinche insomnio me alacia las pestañas. “Nunca es demasiado tarde para perder la razón”, parece dictarme el póster de El Santo contra las mujeres vampiro que compré en La Lagunilla. La botella de ron está casi vacía y el frigobar ronronea como si las cucarachas le hicieran cosquillas.

Camino hacia el baño y las náuseas me recuerdan que los miércoles son pésimos para beber. Observo mi rostro cansado en el espejo y mi hermano gemelo me dicta cosas que al principio no entiendo. “Carajo, qué no te cansas de inventar mentiras que ni yo te creo”, me pregunta y yo mismo respondo en silencio que es peor inventar verdades a medias, que te hagan parecer un imbécil. Le guiño un ojo a mi reflejo y me siento como en un video del canal MTV.

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Ese estúpido que me observa desde el espejo sospecha que me he pasado la vida entera fingiendo ser un tipo simpático y desenvuelto, vistiendo mi mejor traje, aunque tenga un agujero en el bolsillo y mi alma sea tan pulcra como una sábana tiesa. Siempre le cuento que tengo una novia hermosa y tierna, enamorada de mí y de mi talento, pero en realidad mis romances son ocasionales porque las viejas no me soportan más de tres o cuatro meses. O le digo que respeto mucho a mi ex esposa, aunque creo que es una arpía que me quiere ver hundido, como un maniquí tuerto en un almacén de baratas y descuentos.

Lo más sencillo del mundo es fingir ser un tipo duro y decir que me considero un triunfador porque me siento pleno, cuando la verdad es que la vida me gana por nocaut y generalmente es en los primeros rounds.

Que mi ángel de la guarda es perfecto, aunque tenga las alas quemadas y nunca esté despierto.

Que mi futuro es prometedor... aunque no sé si mañana esté sufriendo por una resaca o por el aroma de una mujer que sólo me dejó una triste foto de recuerdo.

Que no me importa el dinero... pero debo reconocer que ya estoy harto de esconderme del casero.

Que bebo de vez cuando y con moderación, aunque le oculté que casi siempre acabo ebrio, vomitando en los retretes de los bares o roncando escarabajos en la oscuridad de mi cuarto.

Que me gustan los libros de superación personal, como los de Carlos Cuauhtémoc Sánchez, aunque lo considero un autor cursi y barato, pues los valores están dentro de ti y no en un libro de pésimos cuentos y estúpidos pretextos.

Que escribo poemas hermosos, llenos de metáforas y paisajes perfectos, aunque todos hablen de soledad, borracheras y desiertos.

Que generalmente soy muy creativo, que las musas me acarician el pelo hasta cuando duermo, pero lo cierto es que mis ideas siempre están saliendo como el relleno de una almohada vieja o volando como un pájaro hambriento.

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Por supuesto el espejo me responderá que nadie puede ser tan perfecto. Me mirará con curiosidad siquiátrica, sonreirá con cara de profesional y dictará que aún tengo remedio. Finalmente, antes de darme la espalda, me dirá “aquí nos vemos más tarde”. Yo haré una mueca de desprecio. Iré en busca de la botella, beberé otro trago, brindaré por una ex novia de trasero perfecto e intentaré escribir una canción que diga algo así como:

“Soy ese lobo en celo que aúlla en tus desvelos.

Soy el perro que masticará tus huesos
para apreciar el sabor de tus desprecios.

Soy la fiera que lamerá tu sexo
y dejará en tus muslos crucigramas incompletos.

Soy tu madrugada con los ojos abiertos,
tu resaca después de una borrachera,
esa caricia que te provoca incendios.

Soy todas las bestias que morderán tu cuello
mientras un orgasmo te recorre todo el cuerpo”.

 

Y entonces vendrá a tocar a mi puerta la depresión que me visita cada año. O tal vez seguiré platicando con el maldito espejo. En verdad que casi siempre termino odiando mi reflejo. Y el vacío de mis ojos enfermos. Demasiado tarde para huir. Muy temprano para estar ebrio. Hasta mis sonrisas parecen falsas. No sé cómo lidiar con todo esto. Llorar ya no es remedio.

 

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 23 de octubre de 2008

 

jueves, 16 de octubre de 2008

Una victoria por las derrotas

© Manual para canallas

La mirada de Andrea era igual de nítida que las finanzas de un político en campaña. “¿Qué… tú también me vas a dejar?”, preguntó bastante ebria. “La bronca no es que te dejen, sino que hace mucho que tú te abandonaste”, dije sin reparar en que ella no estaba para entender ni madres. “Bla, bla, bla, a mí no me eches tus rollos”, se aferró a la Victoria con actitud derrotista. “Todos me dejan, nadie me quiere”, lamentó y quiso beber otro sorbo de cerveza, pero la botella estaba vacía. “Pídeme otra”, señaló el envase. “Ya pasan de las cuatro de la mañana”, señalé mi reloj a sabiendas de que era inútil. “¡Y qué!”, protestó, “al fin que no trabajo mañana”, quiso decir al rato, pero a esas alturas daba igual. Hice una seña al mesero: una más y la cuenta. Allí estábamos, en aquel baresucho que ella eligió para celebrar su cumpleaños. Estuvieron sus amigas, algunos compañeros de trabajo y los invitados de alguien conocido. A mí sus amistades me daban lo mismo. Además, no soy del tipo que le cae bien a todo mundo. “Dice Mónica que eres insoportable”, me comentó Andrea alguna vez. En una fiesta, ya con unos tragos encima, la misma Mónica me lo echó en cara: “Me caes mal porque te crees mucho”. Ni siquiera pudo ser contundente para ofender. “Ya somos dos. Yo también me caigo mal a veces”, respondí, “pero tú me caes peor porque te fijas en mí, en lugar de preocuparte porque ese maquillaje te hace ver más vieja”. Me di la vuelta, aunque alcancé a distinguir el rencor en sus ojos. En otra ocasión, Mónica intentó hacer las paces: “No eres tan mala persona, pero a veces resultas insoportable”. Ni tuve que esforzarme para que me odiara. “Tú no eres tan fea, pero esa falda te hace lucir más gorda”, ella abrió la boca sin saber qué decir. Lo malo de las relaciones de pareja es que son como los McTríos: aunque no te gusten las papas, ya vienen en el paquete. Yo tenía que lidiar con una novia borracha y encima soportar sus amistades.

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También, en otra reunión, Daniel intentó provocarme. “¿A poco muy chingón?”, sonó envalentonado por los tragos que llevaba encima. “¿A qué te refieres?”, inquirí con tono pausado. “Te he leído y no me parece la gran cosa”, aclaró. “No escribo para cosechar elogios, sino para generar rencores de la gente frustrada”, acentué. “Ahhh, entonces reconoces que escribes mal”, no pescó la indirecta. “Yo sólo dije que la gente no sabe leer entre líneas, que mis historias no son aptas para pendejos”. Se ofendió. “A mí no me dices pendejo” y me encaró. Humberto se metió en medio. “Ya, no mamen, estamos chupando tranquilos”, pinches lugares comunes. “Nomás porque estamos en casa ajena, si no te madreaba”, amenazó Daniel. “Los perdedores podrían hacer una antología de pretextos”, me burlé. Desde entonces me detestó. Nunca se animó a probar mi gancho derecho. Los amigos de Andrea eran patéticos. Por eso, en la enésima fiesta me fui antes de que ella se emborrachara. “Si te vas, te olvidas de mí”, me retó. “Tu invitación es demasiado tentadora”. Me largué sin aspavientos. Una hora después sonó mi celular: “Ven por mí, porque si no, no respondo”. Yo sabía a lo que se refería. Siempre que Andrea decía eso era porque alguien la estaba perreando. “Mira, Andrea, ya me cansé de tus jueguitos. Si quieres acostarte con alguien al menos ten cuidado de no llamarlo por mi nombre”. Colgó tras el típico “maldito, te odio”. Llegó a las ocho de la mañana. Ese mismo día empaqué mis cosas. A veces me pregunto por qué siempre me enrollo con mujeres fatales, con las ebrias, con las más insanas, con las que siempre parecen estar huyendo de algo. Un enfermo busca a otro enfermo, me comentó un día mi madre, que es experta en terapias de grupo o esas ondas de los alcohólicos anónimos. Algo tendrá de razón, porque a mí las niñas buenas no me llaman, no me atraen. Siempre terminó ligando con las que bailan como si el diablo las estuviera acariciando. Y tengo un álbum lleno de besos salvajes y deseos como fuego. “No hay nada como la victoria”, comenté una noche que ganó el Cruz Azul. “sí, pero la Corona también es muy rica”, agregó Andrea con su habitual frivolidad. “Salud por éso”, levanté mi trago de ron para sellar su humor involuntario. Una vez más, ella se iba a emborrachar más que yo. Nunca las letras de Ernesto Cardenal fueron más certeras:

“Como latas de cerveza vacías
y colillas de cigarros apagados,
han sido mis días.

Como figuras que pasan por una
pantalla de televisión y desaparecen,
así ha pasado mi vida…

Y no ha quedado nada de aquellos días,
nada, más que latas vacías
y colillas apagadas,
risas en fotos marchitas,
boletos rotos,
y el aserrín con que
al amanecer barrieron los bares”.

Ya tiene un buen rato que rompí con Andrea, pero de vez en vez me llama de madrugada para decirme con voz borracha que “pusieron una canción que me recuerda a ti”. Ya me cansé de repetirle que “no es malo ser idiota, sino insistir en hacerlo evidente”.

 

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 16 de octubre de 2008

 

jueves, 9 de octubre de 2008

El diablo que habita en mí

© Manual para canallas

“¿Cuánto me das por mi alma, cuánto me das?”, soltó aquel sujeto de buenas a primeras. Lo miré con expresión de qué-le-pasa-a-este-wey. Seguro es una broma. “¿Cuánto me das por mi alma?”, balbuceó ya sin la misma seguridad. “No me jodas el día”, di otra calada a mi cigarrillo. “No te hagas, no te hagas, tienes cara de diablo”, dijo convencido. No manches, estos weyes inventan cada día cosas más extrañas para pedir dinero. “Te vendo mi alma”, insistió. “Tu pinche alma está más desahuciada que una máquina de escribir”, le seguí el juego. Busqué con la mirada alguna cámara escondida, aunque el tipo no parecía disfrazado. Aquellas costras de mugre eran bastante reales y apestaba a madres. Saqué dos varos y se los di. “Mi alma vale mucho más”, protestó. Entonces sacó un trozo de papel de su bolsillo y me lo enseñó. Era un dibujo perturbador. Y sí, allí estaban los trazos de un sujeto parecido a mí, aunque sin gafas. “No te hagas, tienes cara de diablo” y me mostraba aquel retrato siniestro. “Ya llégale, que estoy esperando a alguien”, sentencié con rencor. Se sacó de onda. “Ya sé, ya sé que estás aquí de incógnito”, su garra aprisionó mi brazo. Pinche loco. “Mira, cabroncito, ya estuvo, te estás ganando unos madrazos”, me levanté de la banca. Dudó en seguirme, pero fue tras de mí. “¡Es el diablo!”, gritó, “mírenlo, es el diablo”. La gente se volvió para observarme. No pude evitar reírme. Aquel miserable me señalaba. “¡Sólo vean sus ojos, el mal está en su mirada!”, siguió con su desmadre. Preferí ignorarlo. Tomé el celular y le marqué a Fernanda. Venía retrasada, así que cambié el lugar de la cita. “¿Quién grita tanto?”, me preguntó ella. “Un pinche loco que cree que soy el diablo”, le contesté. Ella se carcajeó: “No manches, Roberto, ya te descubrieron”. Reí con ella y luego colgué. Hice señas a un taxi, pero me ignoró. ¿Será qué tengo cara de diablo?

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“Eres un diablillo”, me dijo Fernanda satisfecha, “me encantas”. Desnuda era un delirio. Nunca quiso andar conmigo. Sólo deseaba sexo y consumar sus venganzas. “Mira, a mí me gustan las cosas claras”, me explicó después de la primera noche que pasamos juntos, “me gustas, pero no quiero compromisos”. Estuve de acuerdo. Ya luego me enteré que ella se acostó conmigo porque su novio la engañaba. Me lo dijo una amiga en común. A mí me encantaba Fernanda. Y no era para menos. Era la más guapa de mi generación. Y vaya que había chicas bonitas en la universidad. Yo no era el más listo, pero tampoco el más idiota. Y sin embargo, me enamoré como un imbécil. Cuando le dije a Fernanda que no podría vivir sin ella, me abrazó y soltó las frases más comunes: “tú y yo no podríamos estar juntos, porque yo amo a Leonardo”. Ésa sólo era una de muchas razones. Ella odiaba que yo no tuviera auto. Siempre me decía que era un soñador, que las mujeres no se casan con tipos como yo. Que escribir era un oficio sin beneficio. ¿Dónde había escuchado eso antes? Total, que no quiso ser mi novia y tampoco volvimos a tener sexo. Terminamos la carrera y dejé de verla. Mis noches eran una sucursal del purgatorio. No volví e enamorarme.

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Fernanda y Leonardo terminaron. Luego, ella se fue a vivir con el hijo de un banquero. Se volvió muy pacheca. Supe que el junior era distribuidor de drogas. Y Fernanda se hundió en una espiral sin fondo. Y el sujeto se cansó de mantener sus vicios. Fer nunca ejerció la carrera. Se dedicó a trabajar como edecán. Dicen que era buena en lo suyo: mucha disposición y cero prejuicios; algunos amantes y demasiadas escalas en hoteles de paso. Un par de años después coincidimos en una fiesta. Nos saludamos como si nada. Se emborrachó más de la cuenta. Me preguntó que si no traía algo de coca. “¿Tengo cara de dealer?”, fui cruel. “Uy, qué pinche genio”, se burló, “¿a poco me odias todavía?”. Ni siquiera me volví para mirarla. “No puedo odiar algo que he olvidado”, advertí. “Te han sentado bien los años”, intentó coquetear. “Lástima que no puedo decir lo mismo de ti”, no me gusta andar con rodeos. Aquella mujer de ojos enrojecidos no era la misma chica hermosa que conocí. “Ay, qué weba, mejor voy a ver quién trae aunque sea un poco de mota”, se ofendió. Estuve un rato más y cuando ya me iba vi a Fernanda besando a un tipo que no era nada atractivo, pero seguramente él sí traía coca o al menos unas tachas. Yo no tenía lo que ella buscaba, pero a mí me bastaba con lo que poseía. Algunos sueños postergados, el corazón en el refrigerador y la poesía de Jaime Sabines, por mencionar algo:

“El diablo y yo nos entendemos
como dos viejos amigos.

A veces se hace mi sombra,
va a todas partes conmigo.

Se me trepa a la nariz
y me la muerde
y la quiebra con sus dientes finos.

Cuando estoy en la ventana
me dice ¡brinca!
detrás del oído…

Nunca se está quieto.

Anda como un maldito,
como un loco, adivinando
cosas que no me digo.

Quién sabe qué gotas pone
en mis ojos, que me miro
a veces cara de diablo
cuando estoy distraído.

De vez en cuando me toma
los dedos mientras escribo”.

 

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 09 de octubre de 2008

 

 

jueves, 2 de octubre de 2008

Esa señora gorda en corset

© Manual para canallas

Dejé de tocar en los bares porque siempre pedían las mismas pinches canciones: “¡El problema, toca El problema!”, gritaba aquella chava. Pude responder algo así como “el pinche problema es que Arjona es el Sabina de los microbuseros”, pero yo tenía que darle pensión a mis dos hijos y no había de otra que trabajar en aquel tugurio de pretensiones bohemias. “Mira, Rober (otro que se comía la “t” de Robert), tocas pocamadre y no cantas tan mal, pero la bronca es que tus canciones están como de, mmm, como te lo digo, son un poco rebuscadas”, me dijo el gerentucho de un bar de Lindavista. Luego sugirió que “lo tuyo es para bares de Coyoacán”. Lo miré como lo haría Johnny Depp en una película de piratas. “Deberías preocuparte porque no se te vaya a morir un cliente por darle alcohol adulterado”, le respondí, guardé mi guitarra y me largué de allí. Esa noche decidí no volver, así que me emborraché en mi casa, tocando para el auténtico público conocedor: el póster de Jarabe de Palo, el cuadro de Tin Tan, las cucarachas que bailaban bajo el refrigerador. La tristeza es una señora gorda en corset o negligé. Y no hay de otra que aceptar su desnudez, esperándote en la cama. Emborracharse no es solución. Tus remedios no curan nada. Yo llevaba casi un año sin trabajo fijo, así que tenía que buscar la manera de conseguir algo de dinero. Una guitarra es buena compañía, te puede salvar de la ruina, pero debes aprender a lidiar con tu orgullo. Tragarte tus palabras mientras entonas “esa canción tan bonita de Nicho Hinojosa, la de ¿Quién te cantará?”, como la pidió aquella vieja cursi que no sabe que la rola la hizo famosa Mocedades. Vale madres, ese pinche Nicho Hinojosa debería ser exiliado a Siberia o ser el cancionero oficial de los burócratas. Aún así, me las ingeniaba para tocar de vez en vez algo de Fernando Delgadillo, lo menos conocido de Duncan Dhu o Cenit de La Castañeda, una rola cachonda de Babasónicos o la Paula de Zoé. Por allí algún “conocedor” se emocionaba, pero el gusto le duraba lo mismo que a mí, porque entonces venía algún cliente trajeado y depositaba 50 varos en mi urna y pedía Y cómo es él o La nave del olvido. Dios mío, por qué no viene la nave nodriza y me lleva a mi planeta, pensaba yo mientras tocaba la guitarra de manera mecánica para aquel tipo abandonado. Por fortuna, esa etapa no duró mucho. Luego entré a trabajar a una agencia de publicidad y también me corrieron. Igual que del buffet de un tío abogángster. Soy especialista en pésimos empleos y en finiquitos muy miserables.

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“Creo que ya es hora de que madures”, me dijo mi ex esposa, “deberías renunciar al periódico y dedicarte a este negocio”. Mi primer hijo acababa de nacer y no nos iba mal con la cafetería, pero yo sentía que no había estudiado cuatro años para acabar detrás de un mostrador despachando malteadas o papas a la francesa. Sí, sonaba tentador eso de traer auto del año y asegurar “nuestro futuro”, pero siempre he tenido espíritu de escapista. Yo soñaba con viajar, conocer el mundo, llegar a El Cairo, enamorarme de una mujer de belleza exótica y recorrer en camello un pedazo de desierto mientras el sol calcinaba mis espaldas. Sólo que un buen día, abrumado por el olvido de una mujer de ojos grandes, cometí la más grande tontería que un hombre puede cometer: me dejé llevar hasta el altar. Lo peor fue que mi ex esposa y yo teníamos conceptos distintos sobre el futuro. Ella anhelaba una familia feliz, una mascota, casa de dos plantas y un auto para cada quien. Yo sólo quería cosas distintas. Tuvimos dos hijos y muchas discusiones, empezando porque ella quería ponerles, respectivamente, mi nombre y el de su abuelo. Un buen día nos despedimos sin decir adiós. Para mi fortuna es una mujer muy civilizada, así que se quedó con todo, obtuvo la patria potestad sobre los niños y se guardó los reclamos. Desde entonces veo a mis hijos cada ocho días y mientras más crecen, menos se parecen a mí. Sí, son soñadores, pero salieron a su madre. No sé si algún día serán felices, aunque tengo la certeza de que nunca serán tan imperfectos como yo. Me acuso de ser un tipo complicado, demasiado raro, poco convencional y algo deschavetado. Será debido a eso que duro muy poco en los trabajos, a que me he vuelto experto en boicotear mis rutinas, en dinamitar mis esperanzas.

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No nací para usar traje, ni para manejar en auto grande, ni para tener casa chica, ni para guardar mis ahorros en el banco, ni siquiera para estar en paz conmigo mismo. Soy un neurótico en una convención de budistas. Soy el solitario que ve películas en silencio, el que hace el amor besándote todo el cuerpo, el que toca la guitarra hasta las tres de la mañana, el que escribe historias imperfectas, el que reniega del amor como un todo, el que duerme con la tristeza acurrucada, el que te dice al oído las cosas más perversas, el que morirá a solas sin una plegaria, el que sueña con los ojos mirando al techo, el que le mira las piernas a las chicas guapas, el que camina sin cuidarse las espaldas, el que viaja en Metro y detesta las ensaladas, el que come atún con galletas, el que bebe hasta que sus musas bailan desnudas en la madrugada. Soy alcohólico y no me preocupa remediarlo. Soy el más cínico, el menos tierno, el que te seduce con la mirada. Soy el pendejo que colecciona canciones y poemas que siempre te arrancan alguna lágrima.

manualparacanallas@hotmail.com

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 02 de octubre de 2008