jueves, 27 de noviembre de 2008

Victoria y soledad

© Manual para canallas

Me busqué en Google y hallé 174 referencias. No me he registrado en Myspace, ni tengo liga en Myblog. Sin embargo, algunos lunáticos han hospedado mis letras. No busco trascender, ni ser ejemplo de nada, sólo quiero escribir hasta que me duelan las yemas de los dedos. He llegado a una frontera donde los senderos se bifurcan y a ciencia cierta no sé cuál tomaré, pero no dejaré de caminar porque si no camino me alcanzo. Soy un buscador de relámpagos con demasiadas madrugadas a oscuras. Me cortaron la luz por retraso en los pagos. Me falta liquidez y mis acciones van a la baja. Soy una pésima inversión a futuro. Soy un demonio de bajo perfil y he hablado en el idioma de los ángeles. Me aburren los domingos soleados, bebo en lunes y la resaca me dura tres días. Me he doctorado en cosas demasiado inútiles. Colecciono frases de canciones como si eso le diera sentido a mis días. No me gustan mis rutinas, me ahogo en silencios y me sobran pretextos. Mi vida es un montón de referencias que a muchos no les dicen nada: discos de Blur, carteles de películas viejas, libros de Juan Madrid, una guía de lugares comunes, el aroma de muchas ausencias, mi niñez retratada en blanco y negro, el auto a escala de Meteoro, caricaturas de Don Gato, la cicatriz en mi ceja izquierda, el odio de aquella amante olvidada, mi boleta de la secundaria, la corbata que usé en mi graduación, el maldito libro que no he publicado y el miedo a que los años me vuelvan más blando. Bunbury no lo pudo describir mejor:

“Ya no puedo darte el corazón.

Perdí mi apuesta por el rock and roll.

Perdí mi apuesta.

Es la deuda que tengo que pagar
y ya no tiene sentido abandonar”.

Tengo ojos de diablo y espíritu festivo, pero las sonrisas me son escasas. Soy especialista en levantar barricadas contra los ataques de tristeza, en cavar trincheras para detener los pensamientos suicidas. Soy neurótico y ansioso, voluble y demasiado imperfecto, pero tengo besos que saben a fuego. Soy una canción de Sabina y quiero festejar mi cumpleaños encerrado a piedra y lodo. He conseguido una que otra victoria y he sido derrotado por demasiadas soledades. Ya lo dice Andrés Calamaro:

“Victoria y Soledad son el santo grial
del rock and roll animal.

No son una fantasía
ni son una realidad.

Una sola vez vi juntas,
a Victoria y Soledad
y nos dimos un gran beso
en honor a la verdad…

Victoria y Soledad,
filosofía y realidad,
las amé por separado
pero juntos somos más”.

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Puedo vivir con muy poco, he logrado sobrevivir con menos. Me alcanza con los rezos de mi madre, el amor de mis hermanos, la pasión por mis hijos Patricio y Emiliano, los besos que he dado, el fuego que me quema en mis noches de delirio, los sueños que no he empeñado, el escaso talento que me salva de ser un idiota, la promesa de una mujer que llegará tarde o temprano. He construido una fortaleza que me protege de los enemigos que nunca están a mi altura. Soy un mal hijo, un pésimo hermano y peor padre. Quiero morir satisfecho, así que aún no está cerca el momento. Me basta una rola de Los Fabulosos Cadillacs para bailar solo. Danzar bajo la lluvia me ha liberado. Cantar en la regadera me hace sentir patético. Hablar con el espejo es un ejercicio cotidiano. Me odio por ser tan duro, me maldigo por llorar en silencio, me quemo de ganas por dejar este infierno y mis bestias aúllan si no las alimento. Demasiada poesía para un tipo tan poco romántico. Tengo un mensaje en el buzón de mi teléfono: es mi propia voz y suena extraña, es un consejo que nunca atiendo. Tengo frío y tengo sueño, tengo anhelos y me falta afecto. Soy un corazón en el congelador. Soy un idiota, soy un pendejo y aún así me quiero. Soy auténtico y soy decadente, como escribiría Jorge Serrano:

“Sigo con el hacha afilada
y media sonrisa clavada,
porque el ruido me llama
y no quiero quedarme con ganas…

Quiero ser un pendejo
aunque me vuelva viejo,
que no se apague nunca
lo que llevo adentro”.

Sí, en definitiva, me alcanza con poco para celebrar. No quiero pastel de cumpleaños. Me basta con un abrazo, con que alguien me recuerde, con los rezos de mi madre y la mirada de mis hijos, y la sonrisa de mis escasos amigos. Esta noche beberé para festejar que no he vendido mi alma, que no he empeñado mi dignidad, ni he besado los pies de nadie. Esta noche me embriagaré igual que hace un año y me prometeré cosas que quizá nunca cumpliré. Soy todo espíritu, soy la rabia de mi adolescencia, la alegría de mi niñez, el equilibrio de mi madurez y la locura de todos los Robertos que hay en mí. Cantaré alguna canción de Sabina o de Soda Stereo, encenderé una veladora a San Judas Tadeo y me repetiré la misma mentira de todos los años: la juventud se resiste a abandonarme.

 

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 27 de noviembre de 2008

 

jueves, 20 de noviembre de 2008

Cicatrices en las alas

© Manual para canallas

“Te lo dije”,  soltó Fabiola, “te lo dije”, repitió. Y Jazmín era lo último que deseaba escuchar. “Ora-que-voy-hacer, manita”, soltó un sollozo. “Mi mamá me va a matar”, añadió Jazmín. Y no, su madre no la iba a matar, pero se presagiaba lo peor. A sus 19 años, la muy tonta estaba embarazada y su novio era un patán. Ella lo sabía, pero no esperaba una respuesta como aquella cuando le dijo que tenían un problema: “¿Tenemos? Es muy tu pedo, eso te pasa por pendeja”, soltó el idiota antes de dejarla con los ojos a punto de llover, “así que mejor ahí muere”. Como si Jazmín hubiera sido la única caliente, como si ella se hubiera metido a su cuarto desnuda con un cartel que decía “soy toda tuya, úsame y deséchame”. De hecho, la chica le advirtió que no podían hacerlo sin condón. “No hay pedo, no pasa nada”, él no quería detenerse. Sí, ambos lo disfrutaron, pero ahora quien lo sufría era ella. Fabiola le había advertido que Jonathan eran un cabroncito, “no mames wey, no seas  pendeja, ese ojete anda con la Karina”.  Jazmín estaba entusiasmada: “me dijo que la va a dejar, que quiere andar conmigo”. Obvio, Jonathan no dejó a Karina y sólo quería acostarse con Jazmín. La chica intentó hacerse la difícil, pero le faltaba malicia. Terminó en la cama. Y ahora estaba embarazada. El mundo parecía girar en su contra. Todos los miedos se asomaron por sus ventanas y todo indica que no hay salida de emergencia. Hija de padres divorciados, con una madre que debía trabajar horas extras, Jazmín tenía que cuidar a sus hermanos, hacer la tarea, pasar los exámenes con nueve para conservar su beca, y encima lidiar con la carencia de afectos. Cuando Jonathan le regaló el peluche con el uniforme de los Pumas, ella se emocionó igual que un niño que recibe un  X-Box 360 en su cumpleaños. Por supuesto, aceptó ser la novia y luego las caricias y el fuego y aquel dolor de las primerizas en la cama. Se acostaron dos o tres veces, hasta que ella comprobó que estaba embarazada. Los sollozos no serán suficientes para sanar su angustia. Demasiadas cicatrices en las alas, suficientes para querer lanzarse de la azotea, las necesarias para llorar en silencio, queriendo que aquello no le estuviera pasando a ella. Las canciones de Zoé le parecieron más tristes que nunca. Sus muñecas quedaron en el olvido. Y Jazmín se preocupa porque decepcionará a su madre, sin darse cuenta que se ha defraudado a sí misma. Si no hubiera hecho esto, si le hubiera hecho caso a su  amiga, si no hubiera ido a esa fiesta. El hubiera no existe, es una quimera.  Lejos, muy lejos, se oye la voz de un cantautor que entona con melancolía:

“¿Nunca te pasa que el techo te aplasta?,
¿que eres una broma que te hace reír?,
¿que vas por las calles de tus caprichos,
más solo que un puercoespín?.

Somos carne, hueso y corazón,
cachivaches del tiempo.

Y no se puede ser serio, no,
si Dios tiene Alzheimer”.

Y una lágrima nueva desencadenará otra vez el llanto.

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Leticia se desmaquilla con desgano. Su blusa desabotonada deja asomar unos senos firmes, que apenas caben en el sostén blanco. Sus ojos almendrados lucen opacos. Apenas son las nueve de la noche, pero ella tiene ganas de tirarse en la cama y despertar hasta mañana. Si no fuera porque Fernando no tarda en llegar y hay que prepararle la cena, ya estaría hasta en pijama. Apenas tiene 25 años, pero Leti se siente como una señora más grande, con una vida ordinaria, con la rutina sentada a la mesa, dando vueltas en la lavadora o en cada arruga que es planchada. Atrás quedaron los años en que soñaba con terminar la carrera de contaduría, porque se enamoró como una tonta del más guapo de sus compañeros. Los dos dejaron la escuela y se escaparon un fin de semana a Guanajuato. De regreso ella no tuvo cara para enfrentar a sus padres, así que se fueron a vivir con sus suegros. Allí llevan cinco años. Su marido trabaja de asistente en un despacho. Ella es secretaria de un funcionario. Lo que ganan entre ambos no alcanza para vacaciones, ni para pagar en abonos un departamento. Apenas tienen para completar la mensualidad del coche. No es el cansancio lo que la abruma, sino el desencanto. Ya no está tan enamorada y la pasión quedó arrumbada en el armario. Además, en la oficina hay un licenciado que siempre le tira la onda y le parece guapo. “Aunque sea casado, yo sí me lo tiraba”, le comentó el otro día una de sus compañeras. Leticia se sorprendió al sentirse ruborizada. Ya son dos las veces que sueña con él y despierta humedecida por el deseo. Una madrugada incluso se despertó agitada. Abrió los ojos en la oscuridad de la recámara. Sintió escalofríos, extrañó un abrazo cálido y se desanimó al escuchar los tenues ronquidos de Fernando. Se sintió vulnerable, igual que un ciego atravesando la calle, como aquella niña que perdió a su mascota en el parque. Desde entonces sueña que hace el amor con un hombre distinto cada noche. Y le encanta. Sus deseos han llegado a una frontera donde nunca te piden pasaporte.

 

Manual para canallas

Cicatrices en las alas
El Universal
Jueves 20 de noviembre de 2008

 

jueves, 13 de noviembre de 2008

Multiplicar los anhelos

© Manual para canallas

En la escuela nos enseñaron matemáticas, geografía y a permanecer callados. Ahora me explico por qué el PAN siempre se sale con la suya y a nadie parece importarle. Pasé muchos años en las aulas y nunca me explicaron que la vida es una ecuación infinita. El álgebra no sirve para calcular la tristeza y sí para multiplicar la esquizofrenia. Nunca he sabido para qué chingados sumamos X con Y, pero presiento que todos los teoremas son pretextos para entretenernos mientras los políticos se roban nuestro dinero. Tuve maestros durante casi dos décadas y resulta que no aprendí casi nada. Qué curioso, el más sabio de mi calle, Don Chema, sólo llegó hasta el tercer grado. Apenas sabe leer y escribir, pero cuando habla todos callamos. Él dice que ojalá nuestro futuro fuera negro, pero que en este país el vacío será eterno.

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Un buen día estás sentado frente a la pantalla, comiendo un sándwich de atún, y zooooom: en vez de pensar en el precio de la leche o en los niveles de violencia que parecen rebasarnos, te quedas mirando fijamente a dos “locas” que hablan de lo maravilloso que es Micky. Un tal Fabiruchis dice “Micky” como si fuera íntimo amigo de Luis Miguel. Y entonces lo comprendes: la TV te puede convertir en un cretino, pero sobre todo en un cretino inmóvil. Sólo atinas a cambiarle de canal y los infomerciales te recuerdan que nunca falta un loco capaz de comprar las cosas más inútiles, como un gimnasio portátil o una fina colección de relojes de bolsillo. Aquí no pasa nada. Todas las noches es lo mismo. Y no te mueves. Sólo dejas que el brillo de la pantalla te llene el rostro y el cerebro.

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Una mujer me mira con ojos que ya no brillan. Un anciano duerme soñando con su infancia. Aquel policía me observa con más desconfianza que furia. Este país ya no nos pertenece. Nuestro es el suelo, el aire, los paisajes y el cielo. Todo lo demás tiene dueño. El teléfono, ese auto último modelo, el condominio, la escuela, el semáforo, la electricidad, el agua, la autopista, todo, todo tiene dueño. Y debemos pagar por ello, aunque a veces el precio no sea el correcto. Somos un ejército de bárbaros y queremos venganza y destilamos rencor y odio, pero poco hacemos para ser mejores, para morir luchando. Nos faltan arrestos y nos sobran vituperios. No tenemos valor para buscar un cambio. Es más cómodo ver la tele, aplaudir a los que bailan, corear los goles de tu equipo favorito, ignorar la violencia en el país, comentar el avionazo del que todos hablan, fingir dolor ante las desgracias ajenas, sentir lástima por los niños hambrientos, destapar otra cerveza o suspirar por un aumento de sueldo. Los que tienen el poder, lo quieren mantener. Alguien está manipulando nuestros sueños o las pocas esperanzas que nos quedan. Ojalá que ese poder se les vuelva en contra, como un león de circo o un oso amaestrado. Ojalá que no nos dejemos engañar por los mentirosos, por los políticos de pasado turbio, por los que nos quieren dar pan con lo mismo. Ojalá cada día nos nazcan mejores ideas o al menos un nuevo entusiasmo para agarrar un libro, para informarnos, para que dejen de vernos la cara. Ojalá cada noche logremos dormir tranquilos, como los hombres buenos, como las madres nuevas, como quien cree que la vida todavía vale algo la pena. Somos legión y llegará el día en que nadie podrá derrotarnos. Disculpa si he sido un poco duro, pero es que me desespero porque veo una ciudad, un país sin alma y tengo la impresión de que las cañerías gruñen como las tripas de un pordiosero. A lo mejor sólo pasa que amanecí con resaca.

 

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 13 de noviembre de 2008

 

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Roberto G. Castañeda – El mayor de los canallas

© Manual para canallas

Esta semana la revista online “Ventaneando” hace un homenaje a nuestro gran escritor Roberto G. Castañeda – El mayor de los canallas y le realiza una entrevista en la cual revela sus orígenes, su forma de pensar y el porqué de su columna semanal en el diario “El Universal Gráfico” de esta Ciudad de México.

Aquí un extracto de la misma:

Su historia empieza como cualquier otra, nació en Durango pero llegó a la ciudad de México cuando muy pequeño y desde entonces la hizo suya.

Observa con detalle cada palpitar, cada movimiento, cada suspiro y cada despertar con los primeros rayos de luz que la iluminan, como un espectador que mira desde afuera pero que a la vez se mezcla y se vuelve parte de ella para llevarla de una manera casi fotográfica a las letras; es su mejor terapia para no caer en la locura…

“Manual para canallas” columna que ha desatado furor por la honestidad con que revela a las mujeres los mitos de los hombres…

Es grato darse cuenta que este humilde blog a servido de referencia para la misma entrevista al poder apreciarse durante esta algunas imágenes tomadas de aquí, seguramente la popularidad de este escritor continuará en ascenso y aquí seguiremos reseñando su columna cada jueves.

 

Manual para canallas - Roberto G. Castañeda

 

© Candidman
Noviembre 12, 2008.

 

jueves, 6 de noviembre de 2008

Siempre un iluso

© Manual para canallas

Marlene lloraba sentada en las escaleras. Intenté ignorarla, pero eso era menos que imposible. “¿Te sientes mal?”, la pregunta era estúpida, lo supe en cuanto salió de mi boca. Ella asintió. “¿Puedo ayudarte en algo?”, traté de corregir. Volvió a asentir. Levantó la cara, se limpió el llanto con la mano derecha y sólo consiguió que se le corriera más el rímel. “Perdí mis llaves y no sé qué hacer”, me dijo. Mmmm, traté de pensar en algo. “¿Por qué no le llamas a alguna amiga?”, sugerí. “Es que también perdí mi celular, bueno con todo y bolsa”, es lo malo de las viejas que no saben beber. “Lo bueno es que la cabeza está atornillada al cuerpo”, traté de aligerar la situación. “¿Cómo?”, no me sorprendió que no entendiera la broma. “Mmmm, bueno, si quieres puedes pasar a mi departamento a hacer alguna llamada”, señalé hacia arriba. “¿De veras?, ay, que lindo”, me tomó la palabra. Marlene vivía un piso abajo. Por fortuna yo acababa de hacer limpieza un día antes, así que no hubo de qué avergonzarse. “Allí está el fon”, indiqué, “puedes hacer las llamadas que quieras. Mientras, voy a cambiarme los zapatos”, era un pretexto para dejarla a solas. Regresé en unos minutos y su cara de angustia me lo dijo todo. “No localizo a mi amiga, no me contesta”, en verdad parecía consternada. Buscar un cerrajero no era opción, no en la madrugada. “¿Te ofrezco algo, un refresco, un trago?”, pura amabilidad, “bueno, en lo que resolvemos esto”. Dudó y luego me pidió un cigarrillo. Fumamos, ella volvió a llamar, pero nadie le contestó y tuvo que dejar un recado en el buzón. “Ay, manito, ¿qué hago?, no sé qué hacer, es la única amiga con la que me puedo quedar”, estaba a punto de llorar otra vez, así que tomé su mano para tratar de calmarla. “No te preocupes, ya pensaremos en algo”, comenté. “Que lindo eres”, la típica frase. Fui a servirme un ron y a ella le llevé una cerveza. “Ay, no, cómo crees, de por sí ya estoy algo borracha”, pero de todos modos la agarró. “Salud”, chocamos los tragos, después puse un disco de Sabina. “Que bárbaro, tienes muchos compactos”, hasta entonces reparó en ello.

“Conservo un beso de carmín que sus labios dejaron
impreso en el espejo del lavabo,
una foto amarilla, un corazón oxidado,
y esta sed del que añora la fuente del pecado”

cantaba Joaquín mientras Marlene me sonreía.

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Platicamos un rato. Marlene trabajaba en Televisa, era lo que llaman el “atractivo visual” de un programa nocturno. Varias veces la escuché llegar ebria a su depa o discutir con su novio, con el que ya había terminado porque “era demasiado celoso”, lamentó. También me contó que fue a beber con unos amigos y que no supo dónde había dejado su bolso, aunque era obvio que alguien se lo robó en el bar. Por fortuna le dieron un aventón hasta su casa. Fue hasta entonces que se dio cuenta que no podría entrar. Lo dicho, es lo malo de no saber lidiar con la bebida. Después de dos tragos le sugerí que se quedara en mi recámara y que yo me podía dormir en el sillón. Era la única opción y aún así quiso descartarla, “ay no, cómo crees”. Tonta. “Ya mañana te acompaño a buscar un cerrajero”, agregué. Ella sugirió que mejor nos quedáramos despiertos, bebiendo y platicando. “No es mala idea, pero yo tengo que trabajar a mediodía y necesito descansar”, expliqué. “Ay, que pena”, se disculpó, “bueno, pero yo me quedo en el sillón”. Obvio que no acepté. La conduje al dormitorio, le recomendé que pusiera el seguro para mayor tranquilidad. “No hay problema, me parece que eres de confianza”, aunque debió decir “me parece que eres confiable”. Cerré la puerta cuando salí, bajé el volumen a la música y terminé mi trago. Fui al otro cuarto por un cobertor. Todavía me fumé un cigarrillo y unos minutos más tarde me dormí.

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Sentí sus labios sobre los míos, me dejé llevar. Luego, Marlene se acomodó sobre mí. Intenté decir algo. “Shhh, no digas nada” y me volvió a besar. Desnuda era espectacular. Sus senos eran firmes, sus caderas prometían vértigo, pero además besaba como si en ello le fuera la vida. “Déjame hacerte el amor”, musitó aunque yo sabía que sólo era sexo casual. “Tengo que ir por un preservativo”, miré hacia mi habitación. “Ya lo traje, tontito” y rasgó la envoltura con la boca, pese a que se recomienda no hacerlo. Ella era hábil, lo acabé de comprobar cuando me colocó el condón. Luego perdimos la cabeza. Marlene era estupenda amante, se movía de una manera electrizante. Terminamos juntos. Y ella gritó de un modo un tanto obsceno, pero a mí me encantó. Después se acurrucó en mi pecho. “Eres muy lindo, Roberto, tenía que agradecértelo”, sonó a pretexto de mujer ebria. Yo intuí que sería la única vez que estaría en mi cama, bueno, en mi sillón. Pero me equivoqué. Al otro día fuimos por un cerrajero y resolvimos su problema. A la siguiente semana tocó a mi puerta y llevaba una botella de whisky. Nos volvimos amigos, nos acostamos algunas veces y prometimos no involucrar los sentimientos. Unos meses después se mudó al departamento que le puso su nueva conquista, un productor que además le consiguió mejores trabajos. Le perdí la pista, aunque de vez en cuando la veo en algún programa de televisión. Marlene ya no es la misma chica que yo conocí, se le nota en la mirada. Me dejó una nota bajo la puerta: “Gracias por ser tan lindo y por las noches escuchando a Sabina”. Ni siquiera tuvo la delicadeza de irse a despedir. Siempre me pareció que estaba huyendo de algo. Cada que escucho Amores eternos, pienso en ella y más sentido le encuentro a ese estribillo que dicta

“Le di mis noches y mi pan, mi angustia, mi risa,
a cambio de sus besos y su prisa;
con ella descubrí que hay amores eternos
que duran lo que dura un corto invierno”.

Me pregunto si Marlene pensará en mí de vez en cuando.

Siempre he sido un iluso…

 

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 06 de noviembre de 2008