jueves, 25 de diciembre de 2008

jueves, 18 de diciembre de 2008

Ángeles caídos

© Manual para canallas

Un santaclós apócrifo, una botarga del  Doctor Simi, aquel aparador de Suburbia, las luces del Zócalo: a eso se reduce la Navidad. No hay sonrisas sinceras. Todo mundo se embriaga. Un auto se pasa el alto y embiste a una familia que nunca sospecha la desgracia. Llanto, miedo, dolor, tantas emociones en tan pocos segundos. El conductor ebrio se da a la fuga. Una ambulancia llega siempre demasiado tarde. Un nudo en la garganta. El parte médico no es nada optimista. Un niño yace inerte. Dios no escucha los ruegos de casi nadie. Los mirones se regodean en el morbo. La sangre es un asunto cotidiano, ya no conmueve. Un policía desvía el tráfico. Tu mami te  espera en casa. Tu padre no deja de emborracharse. En el intercambio de regalos te tocó la vieja más insoportable. Merry Christmas. Los villancicos no te dicen nada. Lalo y sus Ardillitas siguen cantando la misma tonada estúpida y tú sólo quisieras que las vacaciones duraran todo el año. La escuela te abruma, el trabajo de medio tiempo ya te tiene hasta la madre. Otro fin de año sin novia. Ojalá te regalen unos Converse en Navidad. Pedir un Ipod suena a imposible. Tu vida no es un anuncio de Liverpool, en definitiva. La felicidad es un catálogo de Sears: una familia sonriente, con suéteres impecables y bufandas de colores. La vida, la vida es otra cosa: el recibo de la luz, la cuenta de teléfono, el precio del gas, las quejas de un ama de casa, la tristeza de un niño olvidado por los Reyes Magos, un anciano formado para cobrar su pensión, aquella adolescente embarazada, el gordo de la esquina que se masturba en la oscuridad, un tipo baleado en cualquier calle. Y los diarios que hacen la suma de los ejecutados. Hace mucho que no sabes lo que es una feliz Navidad.

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Cada diciembre es lo mismo: Ojalá ya se acabe el año y que el otro nos vaya mejor. Doce meses para el olvido. El inevitable recuento arroja cifras alarmantes y no hay espacio para el optimismo. Bueno, tengo trabajo y salud, tratas de consolarte por la falta de varo. Pinche remedio para la migraña. Nada que solucione tus grandes males. Tu existencia es un constante vacío. Vives al día, con apenas lo suficiente para llegar al fin de quincena, contando y estirando los pesos. Tu ángel de la guarda es como una silueta dibujada en el asfalto, caído bajo el fuego cruzado. No quedan esperanzas, sobran lamentos. Si hubiera estudiado, si no me hubiera casado, si le hubiera hecho caso a mi madre, si no hubiera hecho esto, si me hubiera atrevido. Sospechas que tu mujer te engaña, reniegas de todo, sufres por cualquier cosa. Vale madres, ojalá que ya se acabe el año. Embriagarse sólo es un intento de fuga. Te gusta la hija de tu vecino. Te odian tus compañeros de trabajo, tú detestas a tu jefe, pero en el brindis navideño todos se dan el respectivo abrazo. Y la secretaria baila con todos, se pinta los labios y no falta el atrevido que le dice que le hace falta conocer a un verdadero hombre, pero a Lupita le basta con acostarse con el licenciado y jugar el juego de la amante con la esperanza de que un día la saque de trabajar. El licenciado es un hijo de la chingada, coinciden todos. Y sin embargo envidian su sueldo y el auto del año y los trajes que lo hacen ver como si fuera un tipo decente. Feliz Navidad y próspero año nuevo, levanta su copa y todos repiten el mismo pinche ritual de todos los años. Luego, cada quien a su casa, a pelearse con la mujer, a soportar los ronquidos del abuelo, a escuchar los llantos del niño, a regañar a los chamacos para que dejen de estar peleando. La Navidad es un maniquí con bufanda, un santaclós made in China, un compacto en formato mp3 con “yo no olvido al año viejo” y esa canción que habla del “caballo de la sabana, porque está viejo y cansado”. Ni pex, cenarás pollo rostizado y Sabritas. Y te regalarán el peor disco de Arjona. Y al otro día viene la resaca.

 

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 18 de diciembre de 2008

 

jueves, 11 de diciembre de 2008

El mejor papel de mi vida

© Manual para canallas

Terminé de maquillarme, me miré en el espejo y supe de inmediato que me veía ridículo. Además, la peluca sólo empeoraba las cosas. En cuanto salí al escenario empezaron las carcajadas. Bueno, si es que a eso se le podía llamar escenario. “Salid de aquí muy luego y no repli… y no repliquéis jamás”, era una de las pocas frases que yo tenía que decir y aún así me costó trabajo memorizarlas. Obvio, las burlas parecían jitomates lanzados al estrado. Yo me sentía de lo más estúpido. ¿Cómo carajos me fui a meter en eso? Simple: por una vieja. En la prepa me encantaba Romina. Y ella le encantaba a todos. Y yo no le encantaba a casi nadie. Pero entonces era yo un tipo un tanto tímido, tratando de reinventarme después de una infancia y adolescencia llenas de traumas, miedos y una educación muy severa. El caso es que Romina me invitó a una obra de teatro que ella protagonizaba. Lo mío, lo mío era el futbol, pero cuando una chica como ella te dice “te invito a lanzarnos en paracaídas” es como si te pidiera que fueras su pareja en la fiesta de graduación. “Nos falta este personaje” y me señaló unas líneas que apenas miré. Acepté y ella me sonrió. Ya estaba pagado. Su sonrisa era prometedora y también la manera en que ella abrazaba, porque en una parte del montaje ella tenía que abrazarme. Sí, era actuado, pero era un abrazo al fin y al cabo. El precio fue caro, porque después de eso se me quedó el apodo mucho tiempo: Malafán, me decían todos en mi salón. Era el bufoncito más patético de la obra, pero la maestra de artes me exentó y me puso un diez. Además, vi a Romina en ropa interior mientras todos nos caracterizábamos. Nunca anduve con ella, cuando mucho bailamos una canción en alguna fiesta, pero a mí me alegraba que al menos me saludaba de beso en la mejilla. Qué lejos estaba de imaginar que haría peores tonterías por una mujer.

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En la universidad me enamoré de mi maestra de literatura, así que no le costó trabajo convencerme para que yo protagonizara El avaro, de Moliere. Alejandra era guapa, inteligente y muy alivianada. Corrían rumores de que iba a las fiestas, que le encantaba el trago y que se acostaba con sus alumnos. A mí no me constaba, pero la simple idea me emocionaba. Ensayamos como dos meses, batallé para memorizar el papel, pero Alejandra estaba maravillada conmigo. “Tienes facilidad para actuar”, me dijo y a mí me sonó como si me hubiera dicho “eres el mejor amante del mundo”. La obra la estrenamos en el teatrito de FES Acatlán y al final nos aplaudieron sin mucho entusiasmo, pero esos pocos aplausos a mí me supieron a gloria. Por la noche hicimos una reunión en casa de Alejandra, bailamos un poco, bebimos mucho y cuando le comenté que me gustaba, ella me dijo “tontito”. Así me sentí, pero el alcohol aligeró las cosas. Luego, cuando ella ya estaba un poco más ebria me le encontré en la cocina y me besó. “Eres un tontito”, repitió, “pero me gustas”. Eso fue todo. La reunión se alargó un poco, algunos compañeros se fueron temprano, quedábamos pocos y yo mantenía la esperanza de llevármela a la cama. Pero no fue así. Al poco rato llegó su marido, un tipo mucho mayor que ella y que todos nosotros. Se unió a la fiesta. No pude soportar que la abrazara y la besara enfrente de mí, así que me fui bastante molesto. Ese fin de semana pensé todo el tiempo en Alejandra, le escribí una carta muy apasionada y estuve a punto de romperla, pero al siguiente lunes se la entregué al final de la clase. Ella me respondió con otra carta bastante simple: “Roberto: estás confundido. Tú no puedes estar enamorado de mí. Sólo estás entusiasmado. Además, yo soy una mujer casada y amo a mi marido. Por favor, olvídate de mí. Alejandra. PD.- Me halaga tu interés, pero tú debes andar con chicas de tu edad”. Como resulta lógico, no me olvidé de ella. Y cuando besaba a las mujeres de mi edad, los besos no sabían igual. Hasta que me enamoré de Fernanda y mis días se volvieron más oscuros. Nos besamos muchas veces, nos acostamos un par de ocasiones, prometimos que nos casaríamos a los 30 años, pero ella nunca dejó a su novio. De hecho, se casó con Jaime y tuvieron tres hijos. Ella se puso gorda, se volvió neurótica y Jaime la cambió por su secretaria. Tiene mucho que no la veo y a pesar de lo mucho que la quise, agradezco que no haya cumplido su promesa de casarse conmigo. Igual y algún dios está de mi lado y me tiene reservado el mejor papel de mi vida.

 

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 11 de diciembre de 2008

 

jueves, 4 de diciembre de 2008

Fría como una navaja

© Manual para canallas

Un cuaderno con poesías hechas a mano fue lo único que me dio Lucía. Odiaba regalar cosas y “coleccionar estupideces”, siempre me decía. En realidad ella odiaba casi todo. Siempre tenía alguna queja: las viejas pierden demasiado tiempo intrigando, los hombres son tan primitivos, mi jefe es un pervertido, los libros son demasiado caros. Era especialista en robarse los libros de Sanborns, meterse en la fila del banco, entrar gratis al cine, rayar autos de lujo, apoyar huelgas, renunciar a trabajos estúpidos. Lucía parecía una chica común, con revoluciones fantásticas en la cabeza y demasiadas quimeras en la mochila. Pero atrás de su rabia, de su inconformidad había algo mucho más complejo. Cuando la conocí me pareció una mujer perfecta: joven, idealista y con ganas de vivir a mil por hora. Me enamoré de ella, pero Lucía nunca supo amarme. La historia de siempre. Cuando mejor estábamos, se desaparecía dos o tres meses. Se embarcaba en brigadas maravillosas: clases de alfabetización en la Sierra de Oaxaca, teatro guiñol para niños indígenas, la clásica caravana a Chiapas, etcétera. Regresaba destrozada de ver tanta injusticia, la infinita pobreza. Yo sólo la abrazaba y la escuchaba. Trataba de entenderla porque la amaba, pero ella me daba pocas pistas. A mí me encantaba estar con Lucía, aunque ella parecía estar huyendo todo el tiempo: cada vez hacíamos menos el amor, ponía pretextos para no acompañarme a las fiestas de mis amigos, luego me pidió un tiempo para “pensar en lo nuestro” con el argumento de que “no quiero hacerte más daño”. Desde luego, no intenté hacerla cambiar de parecer, así que dejamos de vernos un tiempo.

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Una madrugada Lucía llamó a mi puerta y me pidió 50 varos para pagar el taxi. “Necesitaba hablar contigo”, argumentó, “pero antes hagamos el amor”. Estaba sobria, así que no era un arranque. “Extrañaba estos abrazos”, dijo cuando yo esperaba que agradeciera los orgasmos. “Sólo necesitaba hablar”, aclaró, “no voy a regresar contigo”, la dejé que se explayara. No había ningún hombre, ni nada parecido. Me contó que estaba en terapia psicológica. “Y me la paso con antidepresivos”, soltó como si dijera “bebo leche deslactosada”. Luego sollozó. Cuando se recompuso me reveló su secreto. “No tienes que hacerlo”, advertí. “Te lo debo, ser honesta contigo es lo menos que puedo hacer”, comentó. “Nunca te quise, no podría amarte”, soltó, “pero tú mereces encontrar una mujer que valga la pena”. Ni me dejó refutar sus teorías. Me contó que sus miedos y pesadillas se debían a que su padrastro había abusado sexualmente de ella. Historia conocida. Los detalles me los reservo. Lucía tuvo una crisis de ansiedad, no podía dejar de llorar, yo sólo la abracé durante más de una hora. Luego se quedó dormida. Besé su frente y lamenté que la gente fuera tan miserable como para hacerle tanto daño a una chiquilla o a un niño. Luego me quedé dormido y cuando desperté, Lucía se había marchado. Me dejó su cuaderno con poesías, que era hermoso. Cumplió su palabra: no regresó conmigo. Dos años después fui a su funeral. Ella se cortó las venas, no aguantó más, los antidepresivos no fueron la solución. Su hermana me dijo que Lucía siempre me había amado, pero que prefería verme feliz que sufriendo a su lado. A veces las mujeres son muy idiotas. En cuanto llegué a mi casa me quedé a oscuras, mirando fijamente la luz de esa veladora que encendí. En algo tenía razón Lucía: es fácil dejar de confiar en la humanidad. Una verdad tan fría como una navaja.

 

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 04 de diciembre de 2008