jueves, 28 de octubre de 2010

Hay aromas que convocan tus recuerdos

© Manual para canallas

Mi hermana hoy tendría unos 30 años. Para ser honestos, no recuerdo la fecha en que murió. O más bien es algo que he preferido, hemos preferido olvidar. Mónica era una niña hermosa, como suelen serlo todos los bebés…

Y digo que era hermosa porque se trataba de mi hermana o quizá debido a que así he querido conservarla en mi memoria. Ahora que me acuerdo, aquella bebé se reía poco, nos observaba sentada desde la cama mientras nosotros andábamos en chinga antes de que llegará mi madre de trabajar. Nadia lavaba trastes, yo trapeaba la sala, mientras Claudio sacaba la basura y Silvia jugaba en el patio con los vecinos. La nena sólo estaba sentadita, sin quejarse demasiado. Mi padre ya se había largado, un par de años atrás, a vivir con otra mujer, pero aquello no le impedía ir a buscar a mi madre cuando andaba ebrio o caliente... o ambas cosas. Alicia, mi jefa, seguía enamorada de él, así que tampoco se hacía del rogar. Por eso no resultó extraño que Alicia se embarazara una vez más. Ya éramos cinco hijos y mi madre ni siquiera tenía en claro lo que haría para sacarnos adelante, porque el desobligado de mi jefe ni siquiera nos pasaba una pensión fija. Ahí cuando quería le dejaba unos pesos a la tonta de Alicia, que lo seguía recibiendo en casa cuando a él se le antojaba. Uno a esa edad no entendía bien a bien qué sucedía. Yo no recuerdo haber extrañado a mi padre, acaso porque estaba demasiado ocupado estudiando, haciendo deberes en casa, abrumado con las tareas y entusiasmado con las cascaritas de fucho en el vecindario. Ni siquiera recuerdo cuando nació mi hermanita. Un buen día estaba allí. Y otro día cualquiera, mi madre debió regresar a su trabajo como afanadora. Así que desde ese momento nos quedamos a cargo, todas las tardes, de una bebé a la que apenas podíamos cuidar. En lugar de andar de vagos, como todos los chavales de nuestra edad, teníamos que cambiar pañales y lavar mamilas. Mi hermana Nadia no tenía una muñeca decente, pero ya era una madre a escala de una bebé de carne y hueso. Pobre de mi carnala, en lugar de jugar a la comidita con sus amigas, tenía que preparar mamilas y arrullar en sus brazos a la menor de mis hermanas. Y aunque supongo que era una lata todo eso, nosotros queríamos mucho a Mónica. Eso lo tengo bien claro. Yo la recuerdo sentada en la cama, con su chambrita amarilla, mirándonos pasar de un lado a otro. No la puedo evocar sonriendo y debe ser porque en realidad en aquella casa había pocos motivos para sentirse feliz. Y eso, cuando eres niño, te marca para siempre.

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Apenas llegué de la escuela y aventé mi mochila sobre el cesto de ropa sucia. No sé por qué agarré esa costumbre, pero debió ser porque mi madre se enojaba si dejábamos cualquier cosa en el sofá, como suelen hacer todos los chamacos. Lo primero que me llamó la atención es que mi hermanita no estaba en la cama, ni las almohadas que le poníamos alrededor para que no se fuera a caer. Se supone que ella debería tener una cuna, pero carajo, si apenas teníamos cama y un colchón tan viejo que los resortes habían perdido fuelle. Fui a buscar a Nadia, pero no estaba ni en el traspatio. Me senté a la mesa, esperando que pasara no sé qué, acaso intrigado, quizá sacudido porque rompían mi rutina de llegar directo a saludar a la bebé. Entonces llegó Nadia de la tienda, con medio kilo de huevos en una mano. Me explicó que la nena se había “puesto mal” y que la llevaron al hospital desde temprano. Mis hermanos menores, Claudio y Silvia, estaban en casa de mi tía Concha. Tampoco nos preocupamos gran cosa, aquello parecía normal. Al tercer día ya dejó de ser algo “normal”, pero nadie nos daba explicación. Hasta que una noche mi madre volvió del hospital y en cuanto la vi supe lo que había sucedido. Mis ojos se fijaron en su mirada llorosa, corrí a abrazarla y sólo repetía “mi hermanita, mi hermanita, mi hermanita”. Alicia me abrazó y sus lágrimas resbalaron sobre mi cabeza.

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Mónica no era una bebé risueña, pero en mi memoria siempre me ha parecido hermosa pese a sus ojos tristes. Tenía el cabello rizado, así que tal vez le hubiéramos dicho “china”. Era menos morena que nosotros y tenía una nariz parecida a la mía. Bueno, en realidad se parecía más a mi hermana Silvia. O tal vez guardaba más similitud con Claudio y yo sólo me lo estoy figurando. En casa hablamos poco de ello. Cuando falleció Mónica, mi madre se limitó a decirnos: “Su hermanita estaba muy enferma”. No supimos de qué o por qué, así que sacamos nuestras propias conjeturas. Yo molestaba a Nadia y le decía que “tú tienes la culpa porque le dabas la leche fría”. Y ella me echaba en cara que “nunca la tapabas cuando se quedaba dormida”. Eso se explica porque lo único que nos habían comentado es que la bebé se había puesto mal de la gripa. Éramos los menos culpables, pero nos martirizábamos uno a otro. Muchos años después, cuando ya habíamos sido demasiado crueles, nos enteramos que Mónica murió por una afección cardíaca, que era imposible que hubiera sobrevivido. El tiempo que vivió con nosotros fue suficiente para amarla, aunque después la hayamos sepultado en el olvido. A nosotros no nos llevaron al sepelio, porque era algo “muy fuerte para los niños”. Mi padre no asistió porque no quiso. Mónica tuvo un funeral sin mucha gente. Y aquella tarde cayó un diluvio. Y yo no dejaba de mirar a través de la ventana empañada, esperando que mi madre regresara para que me abrazara. Nunca supe dónde estaba la tumba de mi hermana, nunca nos llevaron a visitarla, y mi jefa se limitaba a poner dulces y leche en la ofrenda del Día de Muertos, porque ni siquiera alcanzamos a tomarle una foto a Mónica antes de que falleciera. Es curioso, pero nunca había recordado todo esto. Será que me anda rondando mi bipolaridad. Será que cada víspera de Día de los Santos Inocentes, invariablemente, viene a mi recuerdo la imagen de aquella niña que sonreía poco y tenía una mirada profunda como la mía. Y lamento que ya no exista esa tumba para llevarle flores. Mi madre seguro que volverá a poner dulces y leche en la ofrenda. Y encenderá una veladora. Y el aroma a cempazúchitl llenará la casa de recuerdos.

manualparacanallas@hotmail.com

 

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 28 de octubre de 2010

 

jueves, 21 de octubre de 2010

Tu ángel de la guarda no hace horas extras

© Manual para canallas...

Una señora de las Lomas mira con asco a la anciana que pide limosna. Un auto de lujo se detiene la esquina y aquel viejo ejecutivo hace guiños a un menor de edad. Ah, esta ciudad obscena, tan maquillada de lujuria, que no tiene un monumento a la ternura, ni una embajada de la bondad o su universidad de la poesía

Esta urbe es ubre que destila nuestras locuras, tanta podredumbre. Esta ciudad intoxica con su tufo a mujer ebria, con su aroma a cloacas corroídas, con su perfume de furcia barata. Y mi calle está llena de baches, de alumbrado tuerto, y hasta hay una cruz en la acera de enfrente que recuerda la muerte fulminante de no sé cuántas esperanzas.

Este asfalto nos conducirá algún día a la locura de tanto esperar por lo que desesperamos. Estas calles vacías de piedad, abundantes en pesadillas, delirantes de gritos que desgarran una madrugada de balas, de miedos a medio morir.

Una oración no te salvará de las ráfagas, ni te aislará del ulular de las ambulancias que rasgan el alba y empañan los ojos frente a la sala de urgencias. Un adolescente-casi-niño se debate entre la vida y la muerte por el fuego cruzado, por la ineptitud de un presidente que suele confundir las condolencias con los discursos desgastados.

Y un pordiosero husmea en los botes de basura, mientras aquel senador se prueba unos zapatos obscenamente finos o un diputado pide el platillo más caro en la terraza de un restaurante con vista a la catedral. Y las miradas de ambos se encontrarán en el crucero y no hallarán puntos en común porque al menos el mendigo reflejará más humanidad que el méndigo de corbata italiana.

Las campanas de aquella iglesia lejana tampoco sonarán a bálsamo para la joven prostituta que fue engañada con promesas de amor, con promesas que se volvieron bestias tras los ojos de aquel hijo de puta que le recetó mil golpes para clausurar las lágrimas. Y una madre morena imaginara que su hija se fue del pueblo para sufrir menos o quizá ganar un poco más en esta pésima apuesta que era su vida. Y en el olvido quedarán los días en que esa pequeña sonreía mientras correteaba las gallinas. Y llegará el momento en que su hermanito, calzado con unos tenis que le quedan grandes, dejará de preguntar por la chica que cantaba con él mientras buscaban un poco de leña seca. Y no habrá llanto suficiente que alivie tanta injusticia, tanto dolor, ese rencor, la nostalgia por la muerte, las ganas de abrazar a mamá en busca de consuelo.

Además no hay dioses suficientes para atender tantas plegarias o el exceso de oraciones llegadas desde este páramo tan lejano. No, no hay veladoras que valgan, ni rezos que invoquen cielos, mucho menos agua bendita que colme la sed de los que más necesitan. En definitiva, escasean los dioses. Y peor aún, los ángeles de la guarda no trabajan horas extras ni en días feriados.

Esta escuela del terror que nos depara una graduación de la degradación. Esta tierra que ya no es húmeda, ni despide olor a lluvia, sino a frío que cala el alma. Esta postal grisácea tan llena de esmog y hormigón, tan sobre maquillada de grafitis, tan carente de calor o color que ilumine los pasos extraviados.

Ahhh, maldita y asfáltica ruta hacia la desolación. Tremenda avenida de los desesperados, inmensa vía que conduce a todos los sitios y a ningún lado. Caótico callejón tan lleno de oscuridad, tan poblado de gatos con ojos de fuego y uñas que rasgan tu peor superstición.

Y es amor y es odio lo que conviven en tu corazón cuando miras los ojos vidriosos de esta ciudad en llamas, de esta urbe que seduce con una pasión malsana. No por nada Efraín Huerta fue tajante en su poesía:

 

“¡Los días en la ciudad!

Los días pesadísimos
como una cabeza cercenada
con los ojos abiertos.

Estos días como frutas podridas.

Días enturbiados por salvajes mentiras”.

No por nada la Orquesta Mondragón hace un carnaval cuando canta que

 

“la ciudad donde vivo
es el mapa de la soledad,
al que llega le da un caramelo
con el veneno de la ansiedad.

La ciudad donde vivo
es mi cárcel y mi libertad.

La ciudad donde vivo
es un ogro con dientes de oro,
una amante de lujo
que siempre quise seducir.

La ciudad junta a dios y al diablo,
al funcionario y al travestí.

La ciudad donde vivo
es un niño limpiando un fusil”.

No por nada, quienes vivimos aquí, hemos establecido una relación enfermiza, codependiente, con esta amante que tiene corazón de neón, alma incandescente. Deberíamos de huir y dejar de sumergirnos en el Metro que tanto aborrecemos. O arriesgarnos a que un buen día el forense dibuje con tiza nuestra silueta en el suelo.

manualparacanallas@hotmail.com

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 21 de octubre de 2010

 

jueves, 14 de octubre de 2010

Desempolvaré mi disfraz de adivino

© Manual para canallas...

Una mujer insegura es un catálogo de dudas. Sí, la tendencia de ellas es preguntar demasiado. Pero Marifer abusaba de los signos de interrogación. Su muletilla favorita era “¿adivina qué?”.

Y durante un tiempo caí en sus hábitos y, mientras todo era novedoso, yo solía responder con otra pregunta más simple: “¿qué?”. Cuando pasó el entusiasmo, pensé seriamente en desempolvar mi disfraz de adivino.

—¿Adivina qué? –me preguntó aquella noche, en cuanto llegó del trabajo.

—No me digas, no me digas –hice una pausa–. Tu madre dejará de meterse en nuestra relación, ¿no?

Ella me lanzó una daga con la mirada. Yo contuve la risa y trate de parecer serio, lo cual me cuesta trabajo.

—Ah, ya sé. Tu amigo Alex al fin decidió salir del clóset y aceptó que está enamorado de su maestro de yoga –seguí mirando a Gregory House en la televisión.

Ya no aguantó más y advirtió que “me choca que te sientas un tipo listo todo el tiempo”. Marifer pasó frente a mí. De reojo miré cómo se quitaba el saco y la blusa. Tenía hermosos senos y una cintura envidiable.

—Me voy a la convención en Guadalajara –sonó enojada—. Y odio que me amargues las buenas noticias.

Ahhh, eso no presagiaba nada bueno. Pero hacía unos meses que las conversaciones se reducían a cómo le había ido en su nuevo trabajo.

—¡Felicidades! Tienes todo un fin de semana para olvidarte de este tipo listo –lo que a mí no me emocionaba.

—Aunque lo digas de broma –se había puesto la bata, lo que anunciaba que otra vez se dormiría temprano y acortaba nuestras posibilidades de tener sexo.

—Me parece estupendo. Así podré irme al bicho con mis amigos sin que me estén llamando 20 veces para ver a qué hora llego a casa –aclaré.

—Por mí, puedes hacer una pijamada con las putas de tus amigas –fue hacia la cocina y se sirvió un vaso de leche.

—¿Una pijamada? Eso es para fresas que escriben tonterías en sus diarios –recordé una de sus anécdotas de cuando iba en la prepa.

—Pues entonces haz una fiesta de disfraces, pero adviérteles que no cuenta el disfraz de zorras que usan cada fin de semana –fue a sentarse a mi lado y remarcó la palabra “zorras”.

Tuve que carcajearme. La abracé e intenté besarle el cuello. Su respuesta me quitó las ganas: “estate en paz, que me vas a tirar la leche”.

Marifer últimamente se sentía “tan cansada” que nuestras relaciones íntimas se reducían a compartir el shampoo y la pasta de dientes. La notaba bastante distante y yo tampoco hacía mucho por acercarme.

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Un buen día, Marifer me comentó que su nuevo jefe no era “nada feo” y que al parecer coqueteaba con ella, pero además pretextaba que “está casado y además es muy grande para mi gusto”. En realidad no lo era tanto, sólo le llevaba unos diez años. Y el tipo comenzó a tener detalles con ella, como darle un certificado de regalo de Liverpool en su cumpleaños “para que te compres algo que te haga ver aún más guapa”. Eso decía la tarjetita que acompañaba la envoltura. “Eaah, alguien le gusta a su jefe”, lo tomé a la ligera. “No seas tonto. Alberto sólo trata de ser amable”. Vaya, ni me había dado cuenta de cuándo “mi jefe” pasó a ser “Alberto”. Debí captar las señales, pero yo estaba demasiado ocupado en otras cosas. Cuando las relaciones entran en el túnel de la rutina, uno busca atajos que hagan menos monótono el trayecto. Te refugias en los amigos, en escribir por las madrugadas, hacer carambolas de tres bandas, irte al estadio mientras ella visita a su madre. Y así hasta que los silencios son cada vez más extensos.

—¿Adivina qué? –su pregunta de siempre.

—Espera, deja sacó mi bola de cristal. La compré ayer y me muero por estrenarla –cerré el libro que leía y la miré. Ella sólo me observó con un aire de impaciencia.

—Contigo no se puede hablar –se encerró en la recámara. No duró mucho su enojo y regresó.

—¿Me puedes poner atención un minuto? –otra maldita pregunta.

—Mi atención es toda tuya, igual que mis caricias –la tomé por la cintura y traté de sentarla en mis piernas.

—¿Ya vas a empezar? ¿Sólo piensas en eso? –dos jodidas preguntas al hilo.

—Sí, soy un obseso sexual, sobre todo, tras dos semanas de sólo verte dormir –dije.

—Pues me acaban de aumentar el sueldo y pensé que te daría gusto saberlo –No me dio tiempo de comentar algo, porque se fue a encerrar otra vez a la recámara.

Ni siquiera llevaba un año en el trabajo y ya le habían aumentado el sueldo. Yo sabía lo que significaba eso. Más viajes de trabajo, menos tiempo juntos, el afán de su jefe por seducirla, el deterioro de nuestra relación. Y a los dos meses terminamos. Y ella acabó acostándose con Alberto. Aún siguen juntos, aunque él no va a divorciarse. De repente Marifer llega a llamarme y me sugiere que deberíamos vernos. Alguna vez salimos y me pidió que retomáramos “los buenos momentos”. Yo me limité a decirle que “no creo que funcione como al principio”. Y ella soltó una avalancha de preguntas: “¿por qué?, ¿ya no me quieres?, ¿andas con alguien?, ¿ya no te gusto?”. Seguía siendo guapa, pero el orgullo es una mascota herida, desconfiada, después de que la han pateado. “La respuesta es simple, he desempolvado mi traje de adivino y creo que tú y yo no tenemos futuro”, fue lo último que dije al respecto. Cambiamos de tema, pagué la cuenta, la acompañé a su auto y le dije “hasta nunca” con una seña de adiós en la mano. Recordé a un poeta que recitó en silencio

“tus ayeres a mi lado serán hermosas postales
que no recibirás en tu nuevo domicilio”.

manualparacanallas@hotmail.com

 

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 14 de octubre de 2010

 

jueves, 7 de octubre de 2010

Sólo te queda empeñar el alma

© Manual para canallas...

A veces me siento como un tonto, esperando algo que me diga que la vida es mucho más que esta sucesión de soledades, este recuento de maldiciones o fracasos. Y me da por poner una y otra vez la misma canción:

“Hice un lugar en el refugio de mis sueños
y guardé ahí mi tesoro más preciado,
donde no llega el hombre con sus jaulas
ni la maquinaria de la supervivencia…

Me fue más fácil intentar la vida,
que venderla al intelecto y la conformidad.

Y ahora sólo un camino he de caminar…

Y morir queriendo ser libre,
encontrar mi lado salvaje”.

Cómo tú, como tus padres, como el vecino, igual que el microbusero, la enfermera, el policía, los maestros, el licenciado o aquel arquitecto, la mesera y cualquier estudiante, siempre he sido un número. No importa el nombre, lo que cuenta es la matrícula, la cantidad que debes, los intereses que pagas, el número de cuenta, el número en la lista, el tanto por ciento de una encuesta o un turno en el banco.

Desde que recuerdo siempre he sido una cifra. En la primaria era el número 12 o el 14 en la lista, pero en la secundaria me asignaron el 17 durante tres años.

En las cascaritas del recreo siempre me escogían al último sólo porque usaba lentes, pero ahora resulta que para Hacienda soy una prioridad. Y cómo no, si lo que quieren es cobrarme impuestos, aunque en mi calle el alumbrado público esté descompuesto, pese a que el Preciso no ha respondido a mis expectativas y este país siga en la ruina. Quién sabe si les deba algo, pero no creo poder pagarles en efectivo y mi alma tiene visa para el purgatorio desde hace un buen rato. Además mi saldo bancario es frecuentado por los ceros, así que mejor les hago un inventario por si planean un embargo.

Soy dueño de muchos defectos, de mil suspiros frente a la ventana, tengo la letra incompleta de una bolero, he comprado un traje negro, ya soñé con mi funeral y por fin terminé mi epitafio. No he dictado mi testamento porque desde niño sólo ahorro retazos de memoria para no olvidar lo feliz que era.

Desde que recuerdo nunca confíe demasiado en la vida, mucho menos en el destino, así que todos los días me encomiendo a un San Judas de yeso que me mira con ternura. En cambio, el póster de Darth Vader siempre destella malicia.

Por poco lo olvido, pero también tengo una máscara de Blue Demon, así como un Pato Lucas de peluche despeinado, todos los libros de Bukowski, acetatos de Los Fabulosos Cadillacs y Radio Futura, un reloj que se retrasa cada hora, un saxofón desafinado, una Betamax descontinuada, un Atari descompuesto, este maldito refrigerador que ronca más que mi abuelo, el faro de un Volkswagen que estrellé en la madrugada, un banderín de Cruz Azul, los 20 poemas de amor y una canción desesperada y un tarot que lee el pasado.

Igual poseo una torre Eiffel en miniatura, la autopista Scalextric de mi infancia, unos Converse clásicos, la playera de la Selección del 86, esa foto del Che Guevara, el póster gigante de Tin Tan, una combinación del Melate sin revancha, un espejo que sólo refleja los defectos, el boleto de una rifa fraudulenta, un trofeo al menos popular de la prepa, una colección de fracasos que nadie querría en una subasta. Conservo las tiras de Mafalda, el diploma al mejor portado en segundo de secundaria, las figuras de Kiss en miniatura, una que otra revista Mad; y valoro el disco autografiado de Sabina, la foto con Calamaro, un cómic noventero de Mortadelo y Filemón, una edición viejísima de Las batallas en el desierto, tus besos para mis madrugadas en vela, y aquella bufanda que mi hermana me tejió hace dos Navidades. Tengo dudas, tengo certezas, pero lo mejor de todo es que tengo el espíritu de los que nunca se dan por vencidos, aunque vengan del banco a embargarles hasta el último suspiro. Y es entonces que entro en sincronía con esa rola de La Renga que vocifera:

Y ahora sólo un camino he de caminar,
cualquier camino que tenga corazón.

Atravesando todo su largo, sin aliento,
dejando atrás mil razones en el tiempo.

Y morir queriendo ser libre,
encontrar mi lado salvaje,
ponerle alas a mi destino
y romper los dientes de este engranaje.

manualparacanallas@hotmail.com

 

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 07 de octubre de 2010