jueves, 18 de noviembre de 2010

Y de qué te van a servir tantas excusas

© Manual para canallas

Magnolia parecía buena onda, aunque tu mejor cuate te había advertido que era "una mamona", bueno a él no le constaba pero había escuchado que la describían como "calculadora y miserable ".

Aún así decidiste correr el riesgo. Te volviste su amigo, te bastaba con estar cerca de ella, observarla de reojo, acompañarla hasta la puerta de su casa. Después de unos meses, ella te parecía la mujer más fabulosa. Te encantaba la manera en que se acomodaba el cabello después de sonreír. Ni hablar de sus piernas torneadas cuando las lucía con unos jeans gastados y esas sandalias con la florecita ridícula. Bueno, hasta la florecita te parecía linda. Ay, Juan, tú siempre tan dispuesto a no juzgarla. En cambio ella no perdía ocasión de criticarte, como aquella tarde en que estabas sentado, escuchando música con los audífonos puestos. "¿Qué escuchas?", te preguntó. "Ahh, es A.N.I.M.A.L.", respondiste como si nada. "Ay, pero qué malos gustos tienes", reclamó, "por qué no puedes oír a los Cadillacs o a Jaguares, como todos". Uhhhh, eso dolió. Solamente sonreíste. En realidad ella siempre te estaba sugiriendo que te gustara lo mismo que a ella, que te vistieras como sus amigos, que no fueras tan serio en las fiestas y que bailaras más. "Ándale, baila conmigo, no seas aguado" y te jalaba a la pista. Se hicieron muy amigos, secaste sus lágrimas en sus peores momentos, rieron con aquellas películas bobas y su madre te veía con simpatía... hasta que te atreviste a besarla aquella madrugada en que ambos estaban algo ebrios. "No, espérate, qué te pasa", ella tardó en reaccionar. El breve beso te iluminó el rostro, pero Magnolia estaba furiosa. "Tú y yo no podemos hacer esto, somos amigos", pretextó. No escuchó razones y alegó que "si no puedes ser mi amigo solamente, entonces es mejor que ahí la cortemos". Le declaraste tu amor. Y se largó sin mayores explicaciones. Entonces comenzó a evadirte, te bloqueó en el Messenger, te dio de baja entre sus contactos del Facebook . Y tú te quedaste con tus ganas de volver a sonreírle.

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No sufriste tanto la vez que aquella chica te rechazó. Es más, ni siquiera cuando aquella otra nunca más contestó tus llamadas y sólo alzaba el auricular para colgar. Lo que más te dolió fue cuando te perdiste a ti mismo. Sí, aún recuerdas con nostalgia una de las etapas más felices de tu vida. Ahora se ha ido y todos los días te empeñas en recuperarla. Cambiaste y rompiste contigo mismo. Ya te habían dicho alguna vez que "duele crecer" y ahora lo estás viviendo en carne propia. La ciudad es un monstruo grande y pisa fuerte (como diría León Gieco), tan lleno de voces, tan devorador de soledades. Y tú te sientes solo, ajeno a todo. Lo peor es que ese hueco no lo llenas con nada, porque te falta un elemento esencial: tú mismo. Y la poesía de Patrick Bruel te cala en los huesos, más que este pinche frío que abofetea en las madrugadas:

"Sobre la alfombra del salón,
un jersey blanco abandonado.

Desde el altavoz del radio transistor
alguien berrea desconsolado.

Es la voz de un tipo sin pudor,
igual que yo, si tú te vas.

Pero te has ido sin adiós.

No volveremos a bailar.

Y desde el cuarto hasta el salón,
que harto estoy de recordar,
que harto estoy de esta canción...

Y de qué te van a servir
tantas excusas exigidas.

Los ojos ya pueden mentir,
pero eso no llenará tu vida.

Todo lo que te importa hoy
ya se lo puedes preguntar
y es lo que dice esta canción:

¿No volveremos a bailar?".

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Juan guardó la última carta que no le entregó a Magnolia. Eran unas cuantas palabras que decían más de lo que alguien podría recitarle al oído alguna vez:

"Se me ha arrugado tu jersey,
toda la noche entre mis brazos.

Si llegas tarde esperaré
y te hablaré de la canción
de un tipo más triste que yo,
culpable de más de un error,
que sólo te pide bailar.

Sólo contigo sé bailar".

Yo le animé a que escribiera todo su dolor, su olvido, su rencor, "lo que quieras, pero escríbelo con el alma y el corazón en la mano". Juan Tototzintle Nava fue mi alumno en mi taller de periodismo y literatura, hasta el sábado pasado. Y hoy es más mi amigo que otra cosa. Es algo callado, un tanto tímido, pero está en camino de aprender a lidiar con sus defectos y perfeccionar sus virtudes. Por ejemplo, escribe muy correctamente, sólo le falta dejarse asesorar por sus emociones y ser menos solemne. De hecho, esta historia la escribimos a cuatro manos. Yo sólo espero haber contribuido un poquito a que sea mejor persona y que haya aprendido a bailar con la imaginación.

manualparacanallas@hotmail.com

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 18 de noviembre de 2010

 

jueves, 11 de noviembre de 2010

Un poco de esperanza en los bolsillos

© Manual para canallas

En este mundo lo que sobran son jodidos filósofos, pienso mientras observo lo que está escrito en la pared del baño: “Cuando no sabes a dónde ir a veces llegas muy lejos y pierdes el mapa de regreso”

Por eso odio los bares del centro, frecuentados por tipos que se sienten “artistas”. Nada más falta que un wey se le ocurra grafittear un mural en el techo o que cualquier idiota escriba “salida de emergencia” en la taza del baño. En aquel sitio, bastante pretencioso, escasea la originalidad. Un tipo con gafas modernas y un sombrero muy mamila entra al baño, se mira al espejo, se percata de mi presencia y dice algo que a mi me vale madre. Así que salgo sin hacerle caso. Ni siquiera sé por qué acepté reunirme aquí con mis compañeros del taller literario. Son las once de la noche y estoy a punto de irme a cualquier cantina normal cuando llega Pamela. Su nombre no me gusta, siempre me ha parecido muy rebuscado. Ella es una compañera que quiere ser escritora para demostrarle a su papá rico que ella no es buena para los negocios pero que tiene “otros talentos”. Si yo tuviera su lana, estaría en Madrid o en otra ciudad más amigable estudiando literatura en lugar de ir a tallercitos de tres meses. En fin, a mí lo único que me importa es el brillo de sus ojos aceitunados y sus labios carnosos. Ah y también esa cintura tan breve en la que apenas caben mis esperanzas de besarle todo el cuerpo hasta que el deseo la domine por completo.

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Pamela llama al mesero y pide una cerveza, “pero no me traigas vaso”, mira alrededor con seguridad. Y de buenas a primeras nos pregunta “¿y ustedes por qué quieren ser escritores?”. Nos miramos unos a otros y Carlos es el que contesta, queriendo llamar su atención. No es un secreto que cualquiera de nosotros se la llevaría a la cama en la primera oportunidad. “Bueno, lo que pasa es que la literatura siempre me ha gustado”, explica Carlos, “soy un gran lector y quiero escribir cosas que no encuentro en otro lado. Hay demasiada solemnidad”. Luego se queda callado, como esperando que ella diga algo como “¡qué interesante!”. Nadie dice nada. Llega el mesero con la cerveza y Carlos aprovecha para pedir otro whisky “on the rocks”, sí, así de mamón sonó. Entonces Emiliano no pierde la oportunidad de tratar de quedar bien: “Me gusta escribir porque quiero establecer comunicación con mis iguales, quiero sentirme menos solo y más solidario con los que están solos”. Chale, que pex con estos weyes. Pamela agrega algo como “es que escribir es un oficio de solitarios”.

—¿Y tú? —me cuestiona Pamela.

—Yo en realidad no sé si quiero ser escritor —hago una pausa—, esas son palabras mayores.

—¡Cómo crees! —exclama.

—Cómo te explicaré, mmm, bueno, a mí me gusta más leer que escribir. Soy un buscador de relámpagos y siempre estoy esperando encontrar un fogonazo en la oscuridad, una frase que me deslumbre, que ilumine mi locura un poco.

—No mames, pinche Roberto – manifiesta Carlos antes de reír.

Chale, creo que soné muy rebuscado, así que mejor sonrió y bebo otra vez de mi vaso.

—No, no, a mí me parece muy bien lo que dices –Pamela parece realmente interesada—, ¿y qué más?

—Bueno, yo sólo escribo porque es mi mejor terapia para no volverme loco por completo.

Todos ríen y la sonrisa de Pamela me augura puntos a mi favor. Así que tomo confianza y prosigo.

—Yo sólo escribo con el corazón y el alma, no sé si bien o mal, pero lo hago con toda honestidad. No es fácil desnudarse emocionalmente en público, pero no puedo evitarlo.

—Con razón me gusta lo que escribes –interrumpe esa mujer que podría inundar mis madrugadas con delirios.

—Eso es un gran halago para mí –y es verdad—, el combustible necesario para seguir escribiendo.

—¿Entonces todo es autobiográfico? —pregunta Emiliano.

—Sí, la mayor parte, aunque a veces pareciera que sólo es un personaje que trata de convertirse en lo que no he podido ser.

—¡No manches! Entonces has tenido un chingo de viejas –Carlos suena poco convencido.

—No tantas, a veces cuento cosas sobre una misma pero le cambio el nombre en cada historia para evitar demandas o me cobre regalías –bromeo.

Pamela me mira como si comprendiera que está frente a un hombre de esos que le hace falta conocer. Presiento que sus besos no me estarán vedados.

“Escribir es como el boxeo de sombras, hacer fintas frente al espejo; pelear con tu reflejo, sin golpearte de veras; es engañarte un rato y sentirte héroe de novela, villano de tragedias”, añado y luego pido otro trago.

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De camino a casa, Pamela me pregunta por qué no he publicado un libro, “si llevas tanto tiempo escribiendo”. En eso estoy, le recuerdo, “pero aún no encuentro una editorial que confíe en lo que hago”. Pues que tontos, dice. Yo tenía un editor que estaba interesado, pero en realidad no le apasionaban mis letras y sólo calculaba las ganancias por cada libro que se vendiera, aunque siempre me decía que “hacer libros no es negocio”. Yo perdí el entusiasmo. Mi Ipod suena en el estéreo del auto y Antonio Vega canta eso que dice:

“Si ahora me voy de quién serán
las pisadas que oirás llegar.

No existe nada por lo cual
yo te pueda cambiar.

Da igual si no estás,
que te busque por cualquier lugar,
nada me importa hoy,
no se ni dónde voy
persiguiendo sombras.

Busco algo más que un perfil,
es tan distinto a ti.

No puedo distinguir,
no, tu voz dentro de mi.

Es tal el hielo que hay aquí,
este es un frío país
y ni los pies ni las manos
puedo sentir,
pero me gusta recordar,
quiero reconstruir cada imagen,
cada esquina que conservo de ti,
ser un poco sentimental”.

Vaya, la historia de mi vida. Siempre añorando imágenes paganas, besos extraviados, aquella sonrisa que no me volverá a iluminar. Cuando llegamos, le doy las gracias a Pamela por el aventón. Sugiere que le invite otro trago en mi casa. Le respondo que mejor otro día. No sería justo para ella, ni para mí, opacar con fuego otros incendios. Sólo quiero encerrarme a escuchar alguna canción que me orille a extinguir de una buena vez los recuerdos.

manualparacanallas@hotmail.com

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 11 de noviembre de 2010

 

jueves, 4 de noviembre de 2010

El monstruo que alimentas en el sótano

© Manual para canallas

“Tienes un camaleón en la mirada”, me comentó aquella chica. “Ah, gracias”, respondí como un tonto, bueno, como el tonto que suelo ser cuando las cosas no andan muy bien con mi vida. “Ni me des las gracias, porque no es un cumplido”, parecía un reclamo aunque el tono era amable…

Dejé de revisar aquellas hojas y levanté la mirada. Ella me observaba con cierta expectativa. “Perdón, no pretendía darte el avión” o algo así pretexté. Ella me sonrió, antes de preguntarme “¿a ver, qué fue lo que te dije?”. Tampoco soy tan cretino para no poner atención. Puedo ser un distraído, pero no un inconsciente. “Que tengo un camaleón en la mirada”, dejé en claro y con ello di pie a una explicación. “Es que tu mirada se mimetiza y supongo que es un acto de defensa”, aquella chica era un tanto extraña. “¿Podrías ser más específica?”, le cuestioné. Era lo que buscaba. “Vamos a fumar un cigarro y te platico”, se encaminó al pasillo. La seguí afuera y me despedí de los chicos que quedaban en el salón. Una vez más había aceptado ir a dar una charla sobre periodismo. Siempre me pasa que algún amigo que da clases me invita, más bien me compromete, a platicar con sus alumnos con el chantaje de “es que no manches, ya hay poca gente honesta en este medio” o con el rollo de “tú eres muy divertido cuando platicas”. Yo no me dejaba engatusar por una u otra cosa. Sólo aceptaba porque me cuesta trabajo decirle “no” a los cuates. Así que allí estaba, en esa escuela de paga, rodeado de chavales a los que les importaba un carajo lo que yo dijera de esta profesión tan desprestigiada por los programas de chismes. “¿Nunca quisiste salir en la tele?”, me preguntó una guapa de ojos verdes. “Me sobra vergüenza y me falta una sonrisa falsa”, fue mi respuesta aunque luego dejé en claro que la televisión está llena de cretinos, de farsantes, “y contra eso no puedo competir”.

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Mientras fumábamos, la chica acabó de darme los detalles: “En tus ojos hay algo de nostalgia, pero la ocultas con dureza. Y de pronto destellan alegría, pero te escondes en la malicia, por eso digo que hay un camaleón en tu mirada”. Di una calada al cigarrillo, exhalé el humo y la reté, “y ahora me vas a decir que también sabes leer el aura, ¿no?”. Se molestó un poco. “Ash, qué tonto”, me empujó con el hombro la muy confianzuda, “mejor no te hubiera dicho nada”. Reímos un poco, me detalló que escribía poesía y que le interesaba mi opinión. Acabamos yendo a comer, intercambiamos correo electrónico y nos despedimos como dos amigos. Para entonces yo ya sabía que se llamaba Elisa y que soñaba con irse a viajar por Europa. Esa misma noche me mandó sus poemas, incluido uno que se llamaba “Un camaleón en la mirada”, con la típica dedicatoria. No escribía nada mal, tenía algunas metáforas afortunadas, aunque aún sus letras eran un tanto ingenuas y le fallaba un poco la acentuación. Así se lo dije por messenger. Ella agradeció mi sinceridad. Un día cualquiera me invitó a salir. Fuimos a emborracharnos. Se quedó en mi casa. Era más apasionada en la cama que con la poesía. Me advirtió que estaba en una pausa con su novio, que tal vez regresaría con él. “No necesitas darme un instructivo”, asenté, “porque no pretendo enamorarme”. Ninguno quería compromisos, pero ella acabó por enamorarse. Luego comenzó a ser cursi, algo que siempre me ha contrariado. “Me gusta estar contigo, pero más me encanta que tú me inspiras”, soltó una vez que bebíamos en un barecito. Y sacó su libreta y me leyó algunos esbozos que hablaban de “nuestro amor, de esta pasión”. Miré su cerveza y dudé que Elisa ya anduviera ebria. “Están chidos”, la animé, “pero no esperes que llene la tina de baño con pétalos de rosa”. Apenas iba a darle un sorbo a la Corona y se detuvo: “A veces eres tan mamón que no sé cómo te aguantas tú solo”. Ya empezaba a chocarle mi ironía. Nada raro. “No tengo escapatoria”, indiqué, “soy rehén de mis defectos y nadie en su sano juicio pagaría el rescate”. Sus ojos brillaron. “Oooye, eso suena pocamadre, ¿me lo regalas para un poema?”, y me acarició la pierna. Como si no hubiera yo notado que algunos de sus textos, los menos cursis, estaban poblados de frases mías. Carajo, así que ya ni siquiera podría usarlos en mis historias. Y ni modo de acusarla de plagio.

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“El ogro que alimentas se come mis sueños,
devora mis desvelos cuando no te tengo.

El monstruo de tu indiferencia ha roto sus cadenas
y saldrá del sótano para atraparme,
para hacerme rehén de tus defectos.

Si no logro escaparme,
por favor, que nadie pague el rescate”.

Ese fue uno de los últimos poemas que me escribió Elisa antes de convencerse de que yo nunca podría amarla. Aunque me gustaba mucho y me parecía una mujer sensible, inteligente, era harto inmadura. Lo acabé de comprobar el día que su ex novio se apropió de su messenger y me dijo una serie de barbaridades propias de un escolapio, como: “¿Qué te traes con mi novia imbécil?”. Yo le respondí que su “novia” no era ninguna imbécil, que en todo caso quiso decir, “¿qué te traes con mi novia, (coma) imbécil?”. Me reí un rato a sus costillas y le animé a no desesperarse “porque la inmadurez es una enfermedad que se cura con el tiempo. Aunque para eso de ser idiota, aún no encuentran el antivirus”. Yo no le dije nada a Elisa, más bien su ex novio se indignó y acabó por maldecirla. Supongo que aún la amaba y el corazón suele aconsejar muchas pendejadas. Ella me reclamó a mí, por ser tan duro con “el pobrecito de Cristopher”. Me sacó de mis casillas, le dije que no soportaba sus cursilerías y que me encantaría que regresara con su ex novio porque estaban hechos a la medida. Se ofendió bastante, intentó darme una cachetada, y comprendí que me había excedido. Esa noche hicimos el amor como desesperados. Yo sabía que era la última vez que su desnudez deslumbraría mi tacto. No hubo despedidas, ni cartas con posdatas. Aunque seguramente ella me recuerda cuando escucha a Babasónicos cantar eso de

“tengo que aprender a fingir más
y a no mostrar lo que siento.

Tengo que aprender a fingir más
y a pilotear lo que pienso.

Trato de acercarme a una puerta
y escucho un enjambre de moscas silbar,
disimula, que están zumbando mi nombre,
debemos irnos y no sé por dónde”.

manualparacanallas@hotmail.com

 

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 04 de noviembre de 2010