jueves, 30 de septiembre de 2010

Un hombre alado extraña la tierra

Manual para canallas...

Miguel Ángel perdió su empleo. Ya tiene rato de eso, así que se empleó eventualmente en oficios malpagados. Con estudios truncos de preparatoria, tampoco es muy sencillo encontrar una buena chamba

Lo intentó en un Oxxo, también como valet parking, un rato de mesero, pero siempre llega un punto en que la desesperación es una mascota pulgosa, que te sigue a todos lados con su famélica figura y esa hambre constante. Y encima su problema con el alcohol acentuó su crisis. Lo mental, lo emocional, pasó a derruir su ya de por sí endeble economía. Y con los ánimos vacíos y los bolsillos repletos de cuentas por pagar, encima tenía que lidiar con los reclamos de su ex esposa: el niño necesita zapatos, ya debo tres meses de renta, apenas nos alcanza para malcomer, eres un desobligado, no tienes para darme pero bien que te emborrachas con tus amigotes… De buena gana se tiraba en la calle, a mendigar una que otra lástima, pero le sobraba orgullo y le faltaba dignidad. Eso es más o menos lo que me platicó en el poco tiempo que lo conocí. Algunos meses fue portero del edificio que habito. De vez en cuando lo encontraba en la esquina o por el mercado. Hasta que el otro encargado de la puerta me puso al tanto: “Se acuerda, joven, del otro portero, el morenito que trabajaba aquí antes…”. Pues le escasearon las fuerzas para luchar. Optó por colgarse en un hotel barato del Centro. Una baja más en las filas del desempleo. Y ni siquiera es una estadística en el informe presidencial, en ese recuento de logros que rebosa optimismo pese a que este país es una embajada del pesimismo. Vale madres, últimamente la muerte anda rondando demasiado cerca. Yo mejor me hago el distraído, no vaya a ser que me quiera hacer un guiño. Creo que le bajaré al cigarro y a las fritangas. Ya ven a Cerati, tan sano que se veía, y ahora está en terapia intensiva y hasta lo andan dando por fallecido antes de tiempo. “Un hombre alado extraña la tierra”, debería ser su epitafio el día que se nos muera.

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Aquel chavito me convenció con su desfachatez. Le compré dos cachitos de lotería. “Con una condición”, lo reté. “A ver”, se plantó muy seguro de sí mismo. “Que me digas cuánto es ocho por siete”, dije por probar algo. “Son 56”, soltó con seguridad. “Oye, sí te la sabes”, no dejó de sorprenderme. “Pa’que veas que sí estudio”, me echó en cara, “ahora cómprame un cachito, son para el viernes”. Así que le compré dos, aunque nunca he confiado mucho en mi suerte. “¿Y a qué hora vas a la escuela?”, le pregunté. Me respondió que en las mañanas, que sólo en las tardes le ayudaba a su madre a vender billetes de lotería. “Échale ganas”, le sugerí, “para que un día dejes de vender”. El chaval, que debía tener unos diez años, me recordó al niño que alguna vez fui, será por eso que simpaticé con él. “Pues claro, porque quiero ser abogado”, ese chamaco hablaba demasiado mientras me daba mi cambio. “No manches, tú tienes cara de gente decente”, solté la broma, “¿y por qué quieres ser abogangster?”. Miró hacia otra mesa de esa cantina céntrica y dijo como si nada, “pues para defender a las señoras como mi mamá, para que no las dejen botadas con sus hijos, para que el papá les dé dinero”. Obviamente se refería a la pensión que no todos los ex maridos saben o quieren atender. “Muy bien, pues te felicito”, mi deseo era sincero, “es más, toma” y le di 50 varos, “pero es para ti, para que lo gastes en la escuela”. Quise ser optimista, pero sabía que le entregaría el billete a su jefa. Cuando se alejó no pude evitar sonreír y le dije a mi amiga que “ojalá todos los niños como él no la tuvieran tan difícil”. Ana me miró con expresión de tú-siempre-tan-acomedido y me tendió los boletos, mientras me señalaba que “no son para el viernes”. En efecto, eran para mucho después. Pinche escuincle, pensé y aún así no pude dejar de sonreír. Intuí que la vida puede ser dura, pero cuando tienes el espíritu para salir adelante no habrá nada que te detenga. Y me lo imaginé, al chavito, ejerciendo un día como abogado. Seguro que lo conseguirá, así que levanté mi copa y le dije salud a mi acompañante.

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Nunca había visto llorar a mi madre de aquella manera. Sí, recuerdo con claridad sus sollozos en la oscuridad, agobiada por el abandono de mi padre y devastada por la obligación de mantener a cuatro chamacos. Pero aquello era diferente: esa manera tan desesperada de gemir, de jalarse los cabellos. Mi hermana Nadia se tapó con las cobijas, mientras Claudio y Silvia -los menores- dormían ajenos al drama. Yo estaba sentado en la cama, inmóvil, sabiendo que no podía hacer nada para calmar a mi jefa. No lo sabía, pero quizá debí acercarme a ella y abrazarla, sólo que mi educación sentimental era nula. A mis nueve años era un pequeño imbécil, incapaz de correr a decirle que todo estaría bien. “Ay, hijo, ya duérmete”, me dijo Alicia cuando se calmó un poco. Yo empecé a llorar, contagiado por su tristeza. “No m’ijo, no llores, tú no tienes la culpa de nada”, ella me abrazó sintiéndose peor al ver mis lágrimas. “No te preocupes, no pasa nada” y me abrazó conmovida. Me contó que le habían robado el monedero en el camión y que apenas en la tarde había cambiado su cheque. En pocas palabras, no tenía para pagar la renta y eso en la escala de nuestro miserable mundo era una verdadera tragedia. Por fortuna, los dioses fueron pródigos con nosotros y nos regalaron a una madre a prueba de siniestros. Y Alicia trabajó el doble, puso un puesto de quesadillas afuera del vecindario, y poco a poco, con más sudor que talento, nos empujó hacia arriba. Y nos heredó una gran enseñanza de vida: por muy lejana que se vea la salida de emergencia, no hay que dejar de luchar para llegar a ella. Y un poema de Néstor De Luca siempre le hará justicia a mi madre:

“Un trueno será enviado para cimbrarte,
un mar de tormentas inundará tu extravío,
acaso navegarás sin rumbo fijo,
pero en tu interior hallarás el fuego interno,
ese destello eterno que cobijará tus dudas
y reorientará tu destino.

Que la grandeza cabe en tu corazón,
en ese pequeño motor que sólo precisa
del combustible exacto,
del amor imperfecto que mueve mundos,
que congela odios y genera las sonrisas
para un mañana imperfecto”.

manualparacanallas@hotmail.com

 

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 30 de septiembre de 2010

 

jueves, 23 de septiembre de 2010

Si se amotinan las resacas

Manual para canallas...

Si se amotinan las resacas quemarás todos tus libros, incendiarás los pésimos poemas que has escrito durante tus noches en vela. Y encontrarás metáforas en la mirada de un ciego y descifrarás la podredumbre en los discursos patrioteros

Si se amotinan las resacas, te rodeará una multitud de recuerdos, te atacaran por el flanco más débil las nostalgias nunca aplacadas. Y no habrá mejor revolución que convocar en la plaza a todos tus fuegos internos, esos que te hacen gritar, mientras te quemas, consignas contra tus propios silencios.

Si se amotinan los recuerdos ahogaras tus sollozos en la penumbra de tus sótanos, perecerás de melancolía buscando un refugio antiaéreo. Y las pesadillas sobrevolarán tu almohada. Y seguirás sintiéndote incompleto. Y esa inconformidad te motivará a dejar la apatía para transformarte en una explosión en movimiento.

Si se amotinan las resacas temblarás ante el desasosiego, mirarás con simpatía al niño que vende chicles en el semáforo y serás solidario con la señora que lava ajeno. Y serás más humano, acaso menos pendejo, pero también parte de este ejército que celebra poco y cuestiona todo.

Y no creerás lo que dictan los noticieros, ni te engatusarán los que engañan al pueblo, como tampoco votarás por los cretinos que vacacionan en las Bahamas o mandan a sus hijos a estudiar al extranjero.

Si se amotinan las resacas seguirás tus instintos, ordenarás tus ideas, gobernarás tus miedos y saldrás como cada día con la cara en alto para gritar a los cuatro vientos que tu honestidad es tu bandera.

Si un buen día amaneces con un ejército de ansias, con una multitud de nervios, querrás que se agoten los peores días y las noches más ingratas. Y te mirarás en el espejo, hablarás a solas, enloquecerás otro poco, pero llegarás a la conclusión de que no hay nada mejor que seguirte cuestionando si el atajo que tomarás será el indicado.

Si se acabaron los festejos oficiales, el despilfarro millonario, entonces que empiece la verdadera celebración, el despertar de los que carecen de todo, menos de esperanza y dignidad. Y en las avenidas quedarán restos de confeti, el eco de la marcha triunfalista, mientras en tu memoria habrá un desfile de interrogantes e inconformidades.

Y se cumplirá otro aniversario del 2 de octubre y no destinarán recursos para honrar el recuerdo de tantos inocentes. Y los 100 años de la UNAM serán más dignos sin discursos presidenciales, ni oportunistas que sonrían para la foto. Y te sentirás tan honrado de haber pasado por sus aulas, en la prepa, en el CCH, en la facultad, que no necesitarás que haya fuegos artificiales, ni esculturas monumentales y mucho menos tanto despilfarro. Te bastará con saberte orgullosamente autónomo y universitario. Y cada “Goya” que hayas gritado será una bandera plantada en nuevos territorios conquistados.

Si amaneces con resaca y la juntas con la mía, con la de tus amigos, las de miles de mexicanos, quizá no podrás pensar con claridad, acaso te sentirás vulnerable, pero estarás más sensible y te preguntarás si ha valido la pena aplaudir la fiesta de los que tienen el poder, de los que nos llevan al abismo, de los que sonríen porque creen que han hecho las cosas bien mientras el país se cae a pedazos.

Si amaneces con resaca sabrás reconocer que lo que vale verdaderamente la pena es la gente que no cree todo lo que dictan los noticieros. Si amaneces con resaca cuestionarás lo que hay que cuestionar, maldecirás lo que hay que maldecir y sabrás reconocer que sobran los farsantes que sólo buscan el poder para jodernos y engordar sus cuentas bancarias.

Si se amotinan las resacas entenderás con claridad que pese a la pésima educación y el escaso presupuesto para las becas, tú tienes el poder de revolucionar tu entorno. Y habrá que empezar por ser un mejor estudiante, un gran lector, un buen hijo, un tremendo solidario con el pueblo veracruzano y con el hermano en desgracia, un poeta que no se calle lo que nadie quiere hablar, aquel muchachito que no votará por los que no han sabido gobernarnos, la chica que no se conformará con cuentos de hadas, la señora que hará de sus hijos mejores seres humanos, el señor que trabajará horas extras para que sus chavos lleguen a donde él hubiera querido estar antes. Si se amotinan las resacas, esas tan llenas de cuestionamientos, seremos un pueblo digno, un ejército de voces que han aprendido a no guardar silencio. Si se amotinan las resacas, valoraremos aún más la poesía de Roberto Fernández Retamar y recitaremos convencidos

“Felices los normales, esos seres extraños,
los que no tuvieron una madre loca,
un padre borracho…

Los delicados, los sensatos, los finos…

Pero que den paso a los que hacen
los mundos y los sueños,
las ilusiones, las sinfonías,
las palabras que nos desbaratan
y nos construyen,
los más locos que sus madres,
los más borrachos que sus padres
y más devorados por amores calcinantes.

Que les dejen su sitio en el infierno,
y basta”.

manualparacanallas@hotmail.com

 

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 23 de septiembre de 2010

 

 

jueves, 9 de septiembre de 2010

Desenterrar un cadáver exquisito

Manual para canallas...

El maestro me regresó mi texto con un par de correcciones y un 9 de calificación. “¿Vas a algún taller literario o algo así?”, me preguntó. Le respondí de la manera más simple que no. “Ok, espero que nunca lo hagas, porque sólo te echarán a perder”, señaló mi tarea, “me gusta como escribes, sólo es cuestión de que lo afines y superes tus faltas de ortografía”

Aquello fue un gran aliciente para mí. Un año después Manuel Gutiérrez Oropeza pasaría de ser mi maestro en la universidad a mi jefe en mi primer trabajo como reportero. Mentiría si dijera que con él aprendí a escribir, porque eso se aprende leyendo un chingo y practicando mucho más. Pero Manuelez me enseñó a ser periodista, a amar este oficio canalla y mal pagado en el que la pasión es tu mejor recompensa. Gracias a él me aproximé a diversos autores y aprendí que la mejor manera de escribir era dejándote guiar por las emociones, escuchar la voz de tu alma y de tu corazón. Y también entendí que lo más valioso que tiene un hombre es la honestidad, empezando por la coherencia con uno mismo. Nunca le dije a Manuelez cuánto lo quise, todo lo que valoraba sus enseñanzas, no me di la oportunidad de agradecérselo. Murió muy joven y cuando me enteré no podía creerlo. Ni siquiera pude ir a su funeral porque yo andaba de viaje, pero recordé su sonrisa, su generosidad y lloré mientras el viento de una ciudad extraña me susurraba que siempre he estado en sitios lejanos mientras las peores cosas me atacan por el flanco. Han pasado los años y sigo fiel a las enseñanzas de aquel maestro, amigo, tremendo ser humano. Y sobre todo, me resisto a dar clases porque, como él dijera, no me atrevo a echar a perder a alguna mente brillante.

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“Si les enseñaras a escribir con creatividad, ¿qué les dirías? Les diría que tuvieran una aventura amorosa infeliz, hemorroides, mala dentadura, que bebieran vino barato, que evitaran la ópera, el golf y el ajedrez, que no dejaran de cambiar la cabecera de su cama de una pared a otra y luego les diría que tuvieran otro amor infeliz”, retomé este poema de Bukowski en mi taller de periodismo para dejarles en claro que yo no les iba a enseñar gran cosa, sólo a hacerle caso a su voz interior, a su propia revolución.

“Les diría que evitaran los días de campo familiares
o ser fotografiados en un jardín de rosas…
que nunca se consideraran superiores y/o justos,
que nunca trataran de serlo,
que tuvieran otro amor infeliz”.

Preceptos elementales, al alcance de la mano, sobre todo, eso de nunca considerarse superiores, porque como dejé bien claro “aquí no hay genios, sólo bailarines. Y aquí van a aprender a bailar con la mente, al ritmo que mejor les acomode”. Y entonces escuchamos a Jorge Drexler, en silencio y con los ojos cerrados, para luego danzar libremente. Acto seguido, desenterramos un cadáver exquisito, cada quien escribió un pensamiento aislado, y este fue el resultado al unirlos:

“Silencios poblados de ideas me rodean.
¿Qué es lo que significa el amor?
¿Espejismo o realidad?

No me queda más que ser un pájaro
en este puente que une el principio de un día
con el principio del otro.

Y me suenan lamentos de alguien que ama mucho.

Dejé de nadar hacia la botella de ron…
mejor decidí nadar hacia abajo para seguir a la sirena,
pero al llegar la noche te desvaneces como la miel en el hielo”.

Nada mal para un primer ejercicio. El poder de las mentes en conexión. Y Aidé, Juan, Sandra, Nazario, Montserrat, Desiré y los demás sonrieron al ver sus ideas enlazadas. Eso es lo que me ha reconfortado un poco.

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No, no pretendo enseñarles a escribir con creatividad, sólo alentarlos para que derriben sus muros, para que desechen sus miedos y se atrevan a explorar sus propios infiernos.

“Les diría que miraran pasar los aviones detrás de una cortina veraniega, que nunca trataran de triunfar, que jugaran billar, que tomaran vitaminas, pero que no hicieran pesas… después de todo esto, que hicieran lo contrario, que tuvieran un amor feliz y que lo que hay que aprender es que nadie sabe nada, ni el Estado, ni los ratones, ni la manguera del jardín, ni la estrella polar”, ni los que dan talleres para escribir, desde luego. Y siguiendo con la filosofía de Bukowski, les diría que “si alguna vez me descubres enseñando a escribir con creatividad y lees esto, regrésamelo, te calificaré merecidamente con MB y te patearé el trasero”. Yo no sirvo para dar clases, no pretendo ser un ejemplo a seguir, bastante hago con mantenerme mínimamente cuerdo. Sólo escribo porque un buen día uno de mis maestros me dijo:

“Plántate frente a una hoja en blanco y mientras caminas para arriba y para abajo, dale a esa cosa, dale duro. Haz como si fuera una pelea de box entre pesos completos. Si quieres ser escritor, tienes que cogerte a muchas mujeres, hermosas mujeres y escribir algunos poemas decentes de amor. Y no preocuparte por la edad o los jóvenes talentos. Sólo toma más cerveza, más y más cerveza. Y procura ganar si apuestas. Aprender a ganar es duro, cualquier idiota puede ser un buen perdedor”.

Sólo he conseguido unas cuantas cosas, como eso de las mujeres y aquello de ser un idiota. Creo que me seguiré esforzando, aunque evitaré la cerveza porque lo mío, lo mío es el ron.

manualparacanallas@hotmail.com

 

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 09 de septiembre de 2010

 

jueves, 2 de septiembre de 2010

Una cuerda de guitarra para suicidar tu recuerdo

Manual para canallas...

Septiembre llovía en los ojos de Isabella. Me senté junto a ella y le pregunté qué pasaba. Sólo encogió los hombros. Intentó limpiarse los mocos con la muñeca derecha, pero aquello siempre ha sido infructuoso…

Yo era su mejor amigo desde la infancia y aún así no sabía cómo reaccionar en esas situaciones. Quizá debí decirle que contaba conmigo para siempre, sólo que a los 14 años uno todavía está muy verde. Nos quedamos en silencio, como siempre que nos escondíamos en aquel traspatio. Era nuestro refugio para los momentos malos o tan sólo para aislarnos un poco a escuchar la soledad de los grillos.

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Isabella se llamaba así porque su madre juraba que tenía sangre italiana. Yo quedé cautivado por Isabella desde el momento en que se mudaron junto mi casa. La primera vez que la vi sostenía un león de peluche y una lonchera un poco maltratada (después me diría que era su valija de tesoros). Me atraparon sus ojos claros y la cabellera larga, pese a esos moños absurdos. Su madre daba órdenes a los de la mudanza y a mí me pareció una mujer muy guapa. “Hazte para allá, hija, no estorbes”, le dijo a la pequeña, “siéntate allí, junto a ese niño” y me señaló. La chavita fue a acomodarse a mi lado. Yo hice como que la ignoraba, pero algo me impulsó a sacar del bolsillo mis estampitas de luchadores. A ella le encantaron y acabé regalándole las repetidas. Allí nació nuestra amistad, que se fortaleció en la escuela y se fue transformando en mucho más, muy a su pesar, muy en mi contra.

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Isabella y yo éramos los líderes de la palomilla. Siempre estábamos tramando travesuras, como secuestrar al gato de doña Morticia, una vecina que, jurábamos, era bruja. Pero el condenado animal siempre se nos escapaba. En la escuela, Isabella era de las más aplicadas, yo intentaba ir a su ritmo, pero la neta es que yo era malo para las matemáticas. A los 12 años ella ya comenzaba a perfilar una silueta que llamaba la atención. Y aunque nos hacían burla con eso de que “¡son novios, son novios!”, nosotros sólo nos reíamos. Éramos mucho más que eso, había una complicidad forjada con los años, enraizada en juegos infantiles y secretos compartidos. A su lado me olvidaba de la miseria, del abandono de mi padre y de la neurosis de mi madre. Isabella era hija única, de madre soltera, y un día me confesó que ella nunca se casaría porque su jefa le inculcó eso de que todos los hombres son una mierda. Yo soñaba con ser novio eterno de Isabella y casarme con ella y tener dos hijos que sacaran sus ojos… Alguna vez jugamos a casarnos en una kermes y hasta nos dimos uno que otro beso a escondidas, pero nos pesó más la amistad.

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Apenas habíamos entrado a la secundaria cuando la madre de Isabella se “juntó” con un tipo que aborrecíamos. A mí me caía gordo porque Isabella no lo soportaba. El sujeto manejaba un Mustang y era medio padrotón. Nunca supe en que trabajaba, pero en el barrio decían que traficaba con drogas. A mí me importaba Isabella, solamente. Ella estaba en la escolta y era la más guapa de la escuela. Yo entré al coro para aprender a tocar guitarra. En tercero de secundaria ya nos veíamos menos, se juntaba más con sus amigas y comenzó a perder alegría. Empecé a encontrarla más seguido en el traspatio, tristeando y quejándose de lo estúpida que era su madre por estar con el pendejo de su “marido”. De buenas a primeras dejó de ser la chica brillante de su clase, se volvió rebelde y la explicación que daban era que “la adolescencia es una de las etapas más complicadas para una mujercita”. Yo parecía perder a mi mejor amiga y extraviar mis sueños de que se enamorara de mí para toda la vida.

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La última vez que platicamos en el traspatio me dijo que “eres el mejor amigo que he tenido. No olvides que te quiero mucho”. Y se recargó en mi hombro mientras mirábamos hacia aquel árbol que trepábamos de niños. Sus lágrimas mojaron mi hombro. Yo la abracé en silencio. Isabella me besó en la boca antes de irse. Y esa noche tardé en conciliar el sueño. Por la mañana me despertaron los alaridos de su madre. Confundido me asomé por la ventana. Lo demás fue una sucesión de escenas confusas. Un vecino entró corriendo a la casa de Isabella. Todo era confusión, el vértigo de la histeria. Isabella se colgó de la regadera del baño. Dejó una carta lapidaria, en la que acusaba a su madre de no confiar en ella y luego le sugería que buscara el perdón en Dios porque de su boca nunca podría escucharlo. El vecino que ayudó a bajarla dijo que nunca olvidaría aquel cuerpo inerte, desnudo. Yo jamás podré sacar de mi mente las últimas palabras de Isabella. El funeral fue tristísimo, los compañeros de secundaria fueron todos con uniforme. Yo me vestí de negro y lloré discretamente. Con el paso de los días las lluvias acentuaron mi melancolía. Y también con el paso de los días se fue sabiendo la verdad. El padrastro abusaba de ella y la madre nunca quiso escucharla o simplemente prefería evadirse. Años después yo escribí una canción que no me gustaba interpretar y de la que sólo conservo un fragmento:

“Una cuerda de guitarra
pende del techo de tu ausencia.

Este acorde suena a lamento
y no sé cuándo volveré a cantar tu nombre.

Creo que acabaré por usar
esa cuerda para suicidar tu recuerdo”.

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No soporto el mes de septiembre. Y siempre me prohíbo tocar la guitarra, musitar ciertos nombres. Creo que los dioses del azar, acaso el destino, un designio supremo, pusieron a Isabella en mi camino para que yo aprendiera a valorar la vida, a no menospreciar el sufrimiento. Será por eso que me resisto a inventar historias felices. Será por eso que prefiero contar las cosas más tristes que siempre me han rodeado, como una pandilla salvaje que busca atemorizarme.

manualparacanallas@hotmail.com

 

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 02 de septiembre de 2010