jueves, 30 de diciembre de 2010

El año de los indeseables

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Jaime Sabines no deliraba cuando decía: “Me encanta Dios. Es un viejo magnífico que no se toma en serio. A él le gusta jugar y juega, y a veces se le pasa la mano y nos rompe una pierna o nos aplasta definitivamente. Pero esto sucede porque es un poco cegatón y bastante torpe con las manos”.

Y sí, a mí también me encanta Dios. “Por eso es el preferido de mis padres, el escogido de mis hijos, el más cercano de mis hermanos, la mujer más amada, el perrito y la pulga, la piedra más antigua, el pétalo más tierno, el aroma más dulce, la noche insondable, el borboteo de luz, el manantial que soy. A mí me gusta, a mí me encanta Dios. Que Dios bendiga a Dios”. Pero a qué viene todo esto. A que el 2010 fue una catástrofe, una sucesión de caos y de pequeñas desgracias. Y aún así no nos daremos por vencidos.

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A mí me vale madres no coincidir con el calendario chino, así que considero que este fue el año de la rata. Y no, no lo veo así por una cuestión mística o un análisis profundo. Es de hecho algo muy vulgar. Y no me avergüenza aceptarlo, que soy un vulgar hijo de vecino. Pero estaba en que este año fue el de la rata, sí, de cloaca. Yo no sé de cifras, si se duplicaron o triplicaron los delitos, pero de que todos fuimos víctimas de una rata, seguro que lo fuimos. A ti, como a mí, nos chingaron el celular al menos una vez. A tu primo lo asaltaron afuera del cajero automático. A tu amiga le arrebataron la bolsa en una calle cualquiera. A tu jefe le bajaron la quincena en el pesero. A tu hermana y a su novio los secuestraron un buen rato en un taxi pirata. Y a ti te atracaron a la voz de “ya te chingaste y no te pongas pendejo(a) porque te carga la chingada”. Y a veces hasta se ahorran la saliva, como aquel taxista culero que se orilla para arrebatarle la bolsa a las señoras y luego se da a la fuga sin mirar siquiera si la llanta pasó por encima de un brazo o una pierna. Pero en los discursos anuales los políticos presumen que el índice de violencia está controlado, porque ahora no se adornan con “ha bajado” sino que se escudan en el “está controlado”. Yo por eso digo que este fue el año de la rata. Y obviamente incluyo también a los funcionarios, a los gobernantes, a los políticos que saquean el presupuesto y se compran departamentos en las mejores zonas de la ciudad. Lo peor es que el 2011 no pinta muy distinto y no sé que diga el calendario chino. A lo mejor es el año del puerco. Aunque este país ya es cochinero. Y de nada sirve ser un hombre bueno, una mejor persona, cuando estás a merced de los impuestos, los pésimos servicios, las altas tarifas de Telcel, los intereses sobre intereses de Banamex y HSBC, los despidos sin liquidación, los patrones que no respetan tu contrato, las mafias en el poder, los asesinos, los narcos, los prestanombres, los estafadores, los curas pederastas, los dipuhooligans... a merced de la miseria y de los miserables que se enriquecen hasta con nuestros suspiros.

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Yo por eso me persigno dos veces antes de dormir, una al levantarme y tres antes de salir de casa. No vaya a ser el diablo, que un buen día amanece con mi silueta en sus obsesiones y para qué les cuento. Mejor contar con blindaje extra, aunque sólo sea la bendición de tu madre o de la abuela. Aunque debo aclarar que tampoco he sido del todo bueno. También fui indeseable a ratos, un mal amigo, acaso un pésimo hermano, quizá egoísta con los que me quieren, hasta odioso con los que no me soportan, algo amargado, tal vez poco solidario, pero nunca de los nuncas he dañado a alguien con la intención malsana de hacerlo. No sé si mejoraré o empeoraré el próximo año, pero ahora me siento en armonía con lo que me rodea, y he encontrado la mirada tierna, los besos sinceros, los abrazos más honestos que me harán sentir menos vulnerable ante los nubarrones negros y frente a los despreciables. Y por si las dudas, simpatizaré más con Dios y me persignaré con mayor frecuencia. Y Jaime Sabines seguirá como mi poeta de cabecera.

manualparacanallas@hotmail.com

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 30 de diciembre de 2010

 

jueves, 23 de diciembre de 2010

Santaclós viaja en microbús

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“¿Te imaginas cómo han de soñar los ciegos?”, me preguntó Daniela como si de la respuesta dependiera su existencia. “Supongo que en blanco y negro”, dije a la ligera así que de inmediato caí en cuenta de que era una babosada

“A lo mejor sus sueños son en tecnicolor”, añadió ella, “y sus pesadillas como relámpagos en la oscuridad”. Bebí un gran trago de ron-coca, encendí un cigarrillo y recordé que a últimas fechas mis pesadillas están pobladas de paisajes desérticos. Será porque mi vida es rutinaria, porque mi saldo bancario está en blanco o porque hace como un mes que no tengo relaciones sexuales y de hacer el amor mejor ni hablamos. Daniela es la anfitriona en esta reunión de ex compañeros de la universidad y debo aceptar que me gusta mucho, pero ella está enamorada de Fabiola, que es editora en una revista de modas. Aunque nos vemos con frecuencia, nos hemos convertido en unos extraños. “Has cambiando mucho, te noto demasiado serio”, me saca de mis cavilaciones Daniela. Me gustaría decirle que estoy allí porque mi departamento ya apesta a todas las ausencias, pero sólo sonrío y le digo que “me siento un poco cansado, porque he tenido una semana espantosa”. Ella sugiere que me relaje, pero desde que llegué no deja de hacerme preguntas medio raras, que lo único que hacen es despertar mi paranoia o mi esquizofrenia o simplemente mis pensamientos oscuros. Carajo y yo que sólo venía a echarme unos cuantos tragos, escuchando quizá a Keane o algo de Moby. “¿Cuándo fue la última vez que miraste hacia el cielo y sentiste vértigo”, cuestiona otra vez ella. “Uy, no recuerdo”, respondo con desgano y considero que las mujeres a veces son más hermosas cuando callan. Extraño esa rola llamada Enjoy The Silence, con Depeche Mode, que dicta:

“Palabras como violencia rompen mi silencio,
Irrumpen en mi pequeño mundo,
causándome dolor, atravesándome.

No puedes entender...

Las promesas son hechas para ser rotas.

Las palabras son triviales.

Los placeres permanecen
y el dolor también.

Las palabras no significan nada
y son olvidables”.

En este momento quisiera ser sordo o un exiliado en la zona del silencio.

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Soñé que era calvo. Y me paseaba con normalidad frente a los aparadores y saludaba como si nada a los maniquíes. Uno de ellos me miraba con familiaridad y yo encontraba más bondad en su mirada que en la mía. Soñé que me persignaba frente a la catedral y mi reloj se detenía en la nada. Antes de cruzar la avenida miraba el semáforo en verde y una mujer con paraguas me esperaba en la otra acera. Vestida de rojo me advertía que mi nariz sangraba. La angustia se apoderaba mientras mi mano se teñía de púrpura. “Te falta cabello y te sobran culpas”, se reía de mi calvicie lustrosa. Entonces busqué en mi bolsillo y saqué una fotografía en la que mi cabello era abundante. “Nunca seré lo que fui antes”, yo decía y me carcajeaba. “Un payaso siempre será menos divertido en una fiesta de disfraces”. No sé que diablos significaba eso, pero yo seguía riendo. Busqué entonces un espejo y la imagen que observé no me gustó nada. Me puse una peluca divertida y me maquillé esa sonrisa graciosa, pero una lágrima negra estaba tatuada en mi pómulo, Quizá ya he enloquecido por completo. Soñé un funeral callejero y las carrozas fúnebres estaban pintadas con anuncios de sopa instantánea. La vida es un comercial de tarjetas de crédito. La muerte es una obra de teatro macabra. El paraíso es letrero de neón en la madrugada. Un hotel de paso es la frontera en la que tus deseos no pasarán la inspección de rutina. El amor es un exiliado de tu cama. Y no hay caricias que valgan. Y tus manos moldearán el fuego que te habrá de consumir en soledad, mientras extrañas las caricias sabias. Anoche soñé que te extrañaba. Y también soñé que era calvo. Y que mis dedos hurgaban en tu sexo por la madrugada. Anoche soñé tantas cosas que ya no sé sí alguna vez he cerrado los ojos para imaginarte desnuda o sólo es que estoy tan solo que lo que hago no es más que una medida desesperada para no pensarte mientras vuelo o para no volar mientras te pienso.

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Afuera todo es fiesta y adornos navideños. Luces de colores contrastan con los edificios grises. Un Santaclós deprimente se baja de un microbús y entra a una tienda departamental, no precisamente para gastarse su raquítico aguinaldo. La gente lleva las manos en los bolsillos, debido al frío. Quiso la suerte, el destino, los desatinos, acaso los dioses, que mi existencia sea igual de tranquila que un manicomio. Desde niño me especialicé en silencios, en alejarme de las multitudes, en llorar a oscuras, en refugiarme en mi mundo y sentirme siempre incomprendido. ¿Cómo llegué a este punto? No lo sé, ni pretendo averiguarlo. No escucho a Mariano Osorio, reniego de los curas que se hacen ricos con las limosnas, no comulgo con las religiones, detesto al Chespirito, odio a los políticos, nunca creeré en adivinos, aborrezco a Maná y me enferman las canciones de Arjona. Tampoco quiero ser el jefe de diez asalariados, ni casarme de smoking, ni fingir que el amor es para siempre, mucho menos quiero un auto del año y tampoco una casa con jardín y perro incluido. No me imagino vistiendo de traje todos los días, ni pagando intereses de dos tarjetas de crédito, ni poniendo adornos navideños, como tampoco me veo hipotecando mi futuro con una mujer que un día será idéntica a su madre. No, mis noches no son consuelo, pero eso es preferible a que se conviertan en un infierno habitado por dos o una cena navideña en silencio y un brindis con sidra rancia. Y Mario Benedetti ya no te parecerá un tipo sensible, sino un cursi que no sabe lo que realmente es el amor.

manualparacanallas@hotmail.com

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 23 de diciembre de 2010

 

jueves, 16 de diciembre de 2010

Que no me den el disco de Arjona en el intercambio

© Manual para canallas

Me dirigía discretamente a la puerta cuando entró Mariana, la secretaria de mi jefe. “¿A dónde, a dónde?”, cuestionó con una sonrisa y me enseñó dos botellas de whisky que había sacado del coche del patrón. ¡Vale gorro navideño!, pensé, esto va para largo

En ese justo momento llegó Ariel, mi jefe en aquella oficina de gobierno. Podría decir que llegué a la burocracia porque me recomendó un tío con muchas palancas en la SEP, pero la neta es que acepté ese empleo espantoso porque el hambre es cabrona. Lo bueno es que sólo estuve de paso, en lo que encontraba algo mejor pagado.

El punto es que llegó Ariel y me tomó del brazo: “Mi Rober —con lo que me caga que me digan Roberr—, vente a echar un whiskol conmigo”. Y decía “whiskol” como si sonara muy cool. Meses y meses jodiendo a media oficina y el muy cabroncito nomás se toma unos tragos y ya se siente amigo, “que digo, amigo, mi hermano”, de cada uno de nosotros.

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Siempre detesté aquellas “posadas”, que en realidad eran pedas disfrazadas porque no había villancicos, ni piñata, ni nada de eso. Pura botana, alcohol y baile. Uy, como me sacrificaba. Nel. La verdad siempre me ha gustado la fiesta, pero no con los compañeros de aquella oficina. Como cada año, nuestro jefe se pondría pedo y diría que el otro año nos iba a ir mejor o que habría más incentivos para los que le chingaran bonito.

Y don Roque, el del aseo, sacaría a bailar a todas las secretarías con su frase típica de “ándele güerita, piérdame el asquito y vamos a bailar esa cumbia”. También Memo, el mensajero, bebería de más y acabaría acosando a Lucía, la de recursos humanos, aunque él argumentara que “sólo le estoy tirando la onda, en buena onda, carnalito”.

Como cada año, Betsabé pediría “un minuto de su atención” para brindar por “todos los que trabajamos aquí y también por nuestras hermosas familias. Feliz Navidad y año nuevo”. Carajo, que “familiar” nos salió, cómo si no supiéramos que se ha acostado con media nómina de licenciados. A mí me choca su peinado de flequito, su hipocresía y las faldas tan cortas que combina con medias caladas. Eso era sexy en los 90, creo. Hoy es bastante decadente, por muy buenas piernas que tuviera.

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Obvio que yo sólo esperaba que hicieran el intercambio de regalos, que era obligatorio, para largarme. Y había que chutarse el cada vez más patético ritual de “que se lo ponga, que se lo ponga, que se lo ponga” y la broma habitual del compañero que le regala una tanga de elefantito al otro para luego recomponer “no, no es cierto, este es el chido” y el otro recibe la última “novedad” de Arjona. Me cai que estaba mejor la tanga ridícula.

Yo ya ni sé que es lo peor que me ha tocado en el intercambio de, “en promedio 200 pesos”, si el disco de “Los Hits del año” o la bufanda a cuadros o los portavasos de perritos jugando billar. Carajo, tan sencillo que es poner una lista en la entrada con las tres cosas que preferimos, pero nomás dicen que sí y nadie llena esa hojita que desaparece a los tres días.

Así que en cuanto me dieron mi libro de Vargas Llosa (que ya leí desde la universidad) me dirigí discretamente a la puerta, pero no falta el que te descubre y te balconea. Así que esa noche decidí poner la mas falsa de mis sonrisas, la número 187, y beber un par de tragos más. Mariana y yo tuvimos algo qué ver recién llegó a esta oficina, pero sólo fueron unas cuantas salidas y comprendimos que nos llevaríamos mejor como cordiales compañeros de trabajo. Además, mi jefe le echó luego luego los perros y a ella no le costó convertirse en su amante.

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“Eres tan experto en fugas, que a veces me dan ganas de huir contigo”, me comentó esa noche una Mariana algo ebria. Yo sabía que ella se refería a su vida miserable, porque ya había comprendido que para Ariel ella nunca dejaría de ser su nalguita de los viernes en los rápidos de Tlalpan.

“No querrías escapar conmigo, porque siempre desciendo a inhóspitos lugares, donde no hay lugar para carnavales”, le advertí en tono pausado. “Ay, siempre me ha encantado cómo hablas y las cosas que escribes”, caray ni modo que me halagara con las palabras de esa admiradora de Mariano Osorio y Toño Esquinca. Y no me consta, pero seguro que ella le pone gorros navideños a su gatito. ¡Qué miedo!

Antes de largarme entré al baño, me miré en el espejo y encontré un abismo en mis ojos. Bajé la tapa, me senté en el retrete y alguien me dictó unas líneas navideñas, acaso algún dios melancólico:

“Santaclós debería jubilarse
y recibir una pensión como la de mi madre.

Nunca recibí caramelos,
ni la autopista tan soñada.

Así que desde niño
me declaré en huelga de anhelos.

Ojalá que los Reyes Magos
dejen de comprar caprichos en Juguetirama
y regalen, en todo caso, niños mejor educados.

Antes de que los pequeños sicarios
dejen de matar en el PlayStation
y te disparen a la cara,
sin algún asomo de piedad”.

manualparacanallas@hotmail.com

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 16 de diciembre de 2010

 

jueves, 9 de diciembre de 2010

La Navidad cabe en un aparador

© Manual para canallas

Diez ejecutados más en el conteo de los noticieros. Tu hermano mayor sigue sin conseguir empleo, tu madre no deja de rezarle a los santos de su devoción, tu perro huele el miedo y se refugia bajo las escaleras. Y tú, tú estás a merced de un futuro que puede ser dinamitado

Los discursos del presidente rebosan optimismo y argumenta que su gobierno no claudicará en su lucha contra el crimen organizado o que lo peor de la crisis ha pasado. Pero tú no estás para confiar en simples palabras, no cuando encuentran un encobijado a unas cuadras de tu casa o los sicarios son cada vez más adolescentes o tus vecinos trafican con drogas y traen auto del año. Y la Navidad no remediará nada, ni será época de tregua.

Tu padre tuvo que vender su Chevy. Aquella señora debió empeñar hasta el anillo de la abuela. La doña que hace el aseo sacó a su hijo de la escuela. El Güero de los tacos sigue teniendo clientes, pero el suadero es cada vez más tieso, sospechosamente. El ruco de la tienda lleva dos semanas vendiendo los cigarros a 38 varos y escondiendo la azúcar porque alguien le dijo que va a subir en enero. Y las amas de casa se truenan los dedos porque con 100 pesos ya no alcanza para una comida decente. Pero el más gris de los presidentes jura que nuestra economía se está recuperando.

Y tú no tienes un tío influyente que te consiga un trabajo de medio tiempo. Y tus maestros son muy manchados. Y se siente de la chingada no tener ni 20 varos para una recarga Movistar. Y los hijos de los políticos vacacionarán en Aspen y harán muñecos de nieve que sonríen igualito que en los catálogos. Y este jodido año se ha esfumado. Y la Navidad se llenará de lucecitas chinas y las posadas escasearán y en tu casa volverán a cenar pollo rostizado y Sabritas en la Nochebuena.

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Y un libro será tu refugio, hallarás un poco de consuelo en la poesía, y te aferrarás a terminar una carrera y soñarás con viajar al extranjero. Pero el último tren no esperará mucho. Y la Navidad no solucionará nada. Y se acabó el jodido año. Y no habrá treguas. Los descabezados seguirán siendo noticia. Nuestro presidente, en uno de esos momentos de soledad frente al ventanal, suspirará con ganas de que ya se acabe su sexenio. Y los pobres serán más multitud. Y la violencia se multiplicará. Y los sicarios rondarán en cada esquina, con una pistola en la cintura y un escapulario en el cuello. Y las tiendas departamentales se llenarán de ofertas y en el Wal-Mart volarán las pantallas de plasma y Santaclós será espléndido con los regalos. Y nadie parecerá preocupado por lo que pase el próximo año. Y habrá que aferrarse a la cordura, al postulado de ese poema que murmura:

“Que no me alcance esa bala perdida,
que no me toque la maldad en esta rifa,
que los Dioses blinden a mi ángel de la guarda.

Que no me roce la locura,
ni me roben la esperanza.

Que mis pasos vuelvan a casa,
que los rezos de mi madre surtan efecto,
que este país en llamas no se vuelva más cenizas.

Y que los hombres buenos ganen algunas batallas,
aunque sea en el exilio, lejos de este purgatorio”.

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Un hombre triste balbucea algo, sentado en una banca. Un Santaclós demasiado flaco se encamina hacia el centro comercial. Aquel chavito lo señala desde el autobús y la madre, que viaja a un lado, no le presta atención. Diciembre se pasea con prisa en cada calle. Dos empleadas retocan aquel árbol de Navidad en el aparador. Un maniquí con sonrisa de yeso parece feliz con su bufanda a rayas. Y un chavo de la calle pasa hambre y pasa frío, mientras todos le niegan una moneda. En Liverpool y Suburbia hay facilidades para que malgastes tu aguinaldo. Y los culeros de Banamex te cobran comisiones hasta por consultar tu saldo. Y los dueños de los bancos donan millones al Teletón con la mano diestra, mientras con la siniestra te embargan la casa, el auto y, si pudieran, intentarían con tu alma. Los niños, tus sobrinos, los hijos, tus hermanos, cambian sus deseos con cada bombardeo de la tele: hoy quieren aquel juguete, mañana un celular rosa, ayer preferían un Xbox. Y no quieres imaginar su cara de pesar cuando vean que los Reyes Magos volvieron a fallarles. Pero qué saben ellos de presupuestos, de un país en la miseria, de un gobierno que parece promotor del desempleo. En el banco ya hay adornos navideños. Y tu tarjeta de crédito está saturada. Y una mujer triste mira con melancolía por la ventana del Metro. Alguna deuda la atormenta. Quizá su hijo ande en malos pasos, tal vez sea un sicario en potencia. Y como tú, como yo, seguro cenará espagueti y un trozo de carne que no hará más llevadero el fin de año. El destino es un asesino a sueldo, que te sigue y no encuentra el momento adecuado para jalar del gatillo, mientras tú te agobias de sobresaltos. “Cuide su aguinaldo”, recomienda alguna dependencia de gobierno. Como si no supieran que ya lo tenemos endeudado, reservado para pagos atrasados. Un Santaclós percudido, frente a una Polaroid, sienta a un niño en sus piernas. Son el presente y el futuro, en una triste metáfora de tus días más afortunados. Y tu que siempre quisiste que tus Navidades fueran como un catálogo de Sears.

manualparacanallas@hotmail.com

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 9 de diciembre de 2010

 

jueves, 2 de diciembre de 2010

Un amuleto para Tony Soprano

© Manual para canallas

Julia Roberts me miró de una manera poco amable, como tratando de expresar “qué carajos haces aquí”, pero no le di importancia. En realidad fue una mirada fugaz, casi imperceptible, pero yo comprendí que aquella mujer era demasiado soberbia.

Quizá si yo ganara 8 millones de dólares por película me sentiría igual, como si fuera “especial”. El caso es que Julia y yo casi chocamos cuando ella salía de cuadro, en una escena en la que intentaba escapar de un matón interpretado por James Gandolfini. Y yo estaba allí porque no tenía remedio, ni siquiera por gusto. En aquel año me había quedado sin empleo fijo y acepté la propuesta de una amiga para trabajar temporalmente como asistente de producción en esa película llamada “La Mexicana”. Siempre que me quedaba sin chamba, me refugiaba en la industria del cine. Así fui parte de cintas como “The Matador”, con Pierce Brosnan; “Érase una vez en México”, con Johnny Depp; y hasta de ese “churrazo” llamado “Zapata” que protagonizó Alejandro Fernández. Lo curioso de esas películas, además de que se filmaron en México, es que resultaron un fiasco en taquilla. Por eso cuando me invitaron a participar en “Apocalypto” preferí no aceptar, por mucho que Mel Gibson fuera el director. Pero básicamente no me gustaba alejarme dos o tres meses de casa. Si salgo de viaje, a la semana ya quiero estar de vuelta. Será porque no me agrada sentirme como un extraño, por mucho que me sonrían en San Miguel de Allende o aunque James Bond (Pierce Brosnan) me invitara las chelas.

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Y Julia Roberts nunca fue mi actriz predilecta, ni mi persona favorita. Además, en Real de Catorce todo el tiempo se comportó asquerosamente mamona. Todos en la producción se quejaban de ella, de sus desplantes. Por el contrario, Brad Pitt era todo cordialidad y sencillez, aunque a mí me daba lo mismo, porque no pensaba en pedirle un autógrafo ni tenía planes de preguntarle si quería ser chambelán de mi sobrina. En cambio, simpaticé con un tipo desconocido en ese entonces en nuestro país: gordo, alto y calvo, tan serio como amable, James Gandolfini era un actor secundario en una mala película, filmada a miles de kilómetros de Hollywood y, lo que era peor para él, “a varias semanas de distancia de la familia”. James casi no se quejaba, aunque no soportaba el calor y sudaba terriblemente. Siempre traía un pañuelo a la mano y se lo pasaba constantemente por la nuca. No cruzábamos palabras, salvo el saludo. Hasta el día en que coincidimos en un restaurancito muy curioso de un hostal cercano. Aquel sábado terminamos de trabajar temprano, así que fui a chacharear al pueblo. Luego me metí a comer a aquel sitio. La comida era decente y los tragos mucho mejores. Al poco tiempo entró James Gandolfini, pidió una hamburguesa bien cocida, papas fritas y una Coca Cola. Cuando volteó a mi mesa me saludó con un movimiento de cabeza. Luego reparó en que mi rostro le parecía conocido. “¡Hey, tú estás en nuestra película!”, dijo con señas de admiración. Lo confirmé con una sonrisa. “¿Podemos compartir mesa?”, preguntó. Se sentó frente a mí. Yo pedí otro ron, mientras terminaba mi carne asada con guacamole. “Eso se ve muy picante”, bromeó con el color verde de la salsa. No intenté engañarlo: “es a prueba de turistas”. Reímos discretamente. A grandes rasgos me contó que no estaba muy a gusto filmando en México, “con este clima tan agobiante”, pero aún no se podía dar el lujo de rechazar papeles en el cine. Y es que apenas empezaba a dejar de ser un actor del montón. Entonces me platicó con entusiasmo de una serie de televisión que acababa de empezar a protagonizar: “¿Has oído hablar de Los Soprano?”. Como era lógico, lo negué porque ese programa aún no llegaba a México. “Pues yo soy Tony Soprano”, detalló, “un mafioso bastante peligroso”. Vaya, qué cosas, y yo tan tranquilo comiendo y diciendo salud con un jefe de la mafia. Qué lejos estaba de imaginar que aquel tipo calvo se convertiría en toda una celebridad. “¿Sabes jugar póker?”, inquirió con la esperanza de que así fuera. Como respondí que sí, salimos de aquel sitio para buscar una cantina que pareciera amigable. Y la encontramos.

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Tony Soprano y yo nos emborrachamos jugando cartas. Empezamos apostando billetes de 20 pesos, pero al calor del juego y los tragos subimos las apuestas a 100 varos. Entre bromas y maldiciones cada que uno de nosotros perdía una mano, le enseñé algunas groserías muy nuestras como “son chingaderas” o “culero”, por mencionar las menos ofensivas. “¿Sabes qué es curioso?”, me cuestionó y yo encendí un cigarrillo. “Que en Los Soprano interpreto a un mafioso cruel y despiadado”, hizo una pausa para pedir otra cerveza, “y en esta película llevo el papel de un matón de buen corazón y que además es gay”. Observó mi expresión de sorpresa y soltó otra pregunta: “¿No es patético?”. Gajes del oficio, creo que comenté. “Sólo espero no arrepentirme de haber aceptado”, añadió y luego levantó su botella para decir salud. Pasadas las nueve de la noche yo había perdido como mil 200 pesos ante la habilidad de ese mafioso de televisión. Sin embargo, antes de pedir la cuenta, que él se empeñó en pagar, me devolvió mi dinero: “En realidad no pensaba desfalcarte, sólo era para ponerle emoción”. Agradecí el gesto. En correspondencia, le regalé un amuleto huichol que había comprado aquella tarde y le expliqué que simbolizaba “un camino al corazón, por un sendero místico”. A James le encantó y comentó: “Espero que funcione, lo sabremos cuando gane mi primer sueldo de un millón de dólares” y sonrió con esa sonrisa cínica que ahora todos conocen. Nos dimos la mano y el bromeó que “si eso sucede, me buscas para darte el diez por ciento de comisión”. Nunca volvimos a jugar póker, pero cada que coincidimos en el set nos saludábamos como dos grandes camaradas. Han pasado unos 10 años y James Gandolfini ya no es el mismo, ahora se ha convertido, para todo mundo, en Tony Soprano. Y llegó a cobrar un millón de dólares por cada capítulo de la serie. Yo espero que conserve el amuleto que le obsequié aquella noche. Ah, y un buen día de estos, quizá lo busque para recordarle que me debe mi comisión. A ver si es chicle y pega. No vaya a ser que se ponga en plan mafioso y me mande hacer un par de zapatos de cemento a mi medida. Pienso en ello mientras un disco de Calamaro recita:

“Si diez años después te vuelvo a encontrar en algún lugar,
no te olvides que soy distinto de aquel pero casi igual...

Diez años después mejor volver a empezar.

Si tu credulidad se deterioró en algún lugar,
no te olvides que soy testigo casual de tu soledad”.

manualparacanallas@hotmail.com

 

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 2 de diciembre de 2010