Mi hermana tenía seis años cuando la atropellaron. Recuerdo que salió en el periódico del barrio, ese que anuncian con un altavoz desde un auto desvencijado: “Cafre borracho atropella a dos chamaquitas, vengan a ver el horrible caso de estas pequeñas que se debaten entre la vida y la muerte”. Por fortuna aquello tenía más de sensacionalista que otra cosa y mi carnala sólo estuvo una semana bajo observación médica…
Según recuerdo, fue en abril y la infancia de mi hermana, como la mía, como la de muchos otros, no era precisamente un carnaval con lluvia de caramelos ni nada parecido. A mi hermana y a su mejor amiga se les ocurrió atravesar la calle sin mayor precaución, sin imaginar que un conductor ebrio platicaba con una pasajera. El destino quiso que aquel camión sólo aventara a las chamacas y no que les pasara por encima. Más allá de los raspones y las contusiones, Nadia perdió a su mejor amiga. La madre de la otra chamaquita culpó a mi hermana de la desgracia y le prohibió que volviera a juntarse con “esa chusma”. Pequeñita como era, Nadia sintió una tristeza infinita y supongo que se debía a que Carolina era la hija de la señora de la tienda y siempre se volaba los twinkies o las galletas para jugar a la comidita. De buenas a primeras, mi hermana se quedaba sin amiga y sin pastelillos para jugar a la comidita con las muñecas. Creo que eso acentuó aún más su tristeza y apagó aún más el brillo de sus ojos. De allí su mirada melancólica, quiero suponer; de allí su apego por las muñecas, esas que nunca la dejarían sola.