jueves, 25 de agosto de 2011

Algunas veces me he extraviado

© Manual para canallas

Amanecí con resaca, un tanto distraído, chequé que mi cartera estuviera en su sitio y sentí un incómodo dolor en la cintura. Carajo, es lo malo de dormir sentado, que al otro día te sientes como si te hubieran apaleado…

Mi celular estaba muerto, así que recordé que yo mismo lo había apagado para ahorrar lo poco que quedaba de batería. Serían como las diez de la mañana y lo único que yo quería era salir de esa pinche cloaca. Había pasado la noche encerrado en el juzgado cívico por una pendejada... bueno, por varias. La primera: porque no quise tirar en la calle un vaso desechable que “olía a alcohol”. La segunda: porque un patrullero me detuvo con el argumento de que había estado bebiendo en la vía pública. La tercera: ¿quién chingados me manda salir del River Plate con medio trago en un vaso desechable? Y la cuarta: reclamar en el juzgado de Pino Suárez que no había flagrancia. Así que mientras un poli decía “ya déjenlo ir”, la juez en turno se manchó con el argumento de “me encanta que se pongan rejegos” y me confinó a una galera, no sin antes aplicarme la multa más alta. Un amigo mío, que fue testigo de los hechos, me diría después que la juez se molestó porque ella y sus compañeros de turno estaban “chupando y jugando cartas” en una oficina. A mí no me consta, así que no puedo asegurarlo, pero de que estaba enojada y se desquitó conmigo, eso sí fue cierto. Como también es verdad que yo fui irresponsable por beberme medio vaso de ron en la calle y andar cargando el vaso desechable aunque estuviera vacío. Estando allí encerrado comprendí que es muy fácil equivocar el rumbo, extraviarse en pendejadas, cometer tantos errores que te vuelves un experto en clasificar pretextos. Es la historia de mi vida: demasiado alcohol, un chingo de problemas, relaciones destruidas y exceso de adioses en la cajuela. Cuando no puedes dormir, como aquella madrugada, te sientes a la intemperie y el frío cala en los huesos. Pero cala más la vergüenza, ese sentimiento de saber que te has vuelto a equivocar, que no has remediado nada, que giras en una espiral y las náuseas son las mismas de hace años y que las de mañana. Maldita sea, pero no me vuelve a pasar, te dices mentalmente. Aquel domingo, luego de que dos grandes amigos pagaran la multa, ya todo nos pareció hasta divertido. Y dormí toda la tarde. Y cuando desperté sentí la espalda adolorida, el cuello un tanto torcido, pero el bálsamo fue una canción de Fito y Fitipadis:

 

jueves, 18 de agosto de 2011

Canciones para autosabotearse

© Manual para canallas

Tu padre te dijo que el futbol no dejaba nada, que mejor estudiaras. Tu maestro menos apático te sugirió que tenías vocación para la arquitectura o la ingeniería. Y aquel tío un poco calavera pronosticó que serías un chingón y recorrerías mucho mundo: “sólo sigue tus instintos”…

Así que descuidaste la escuela, te empeñaste demasiado en el futbol y la novia, tronaste matemáticas dos cursos seguidos, y encontraste consuelo en la mediocridad: total, si no la hago, me dedico al negocio de mi jefe. Pero aquel changarrito ya no es lo que era antes, apenas alcanza para sobrellevarla. Ni modo que te metas de microbusero o que te juntes con el Tirapapas que nomás anda rolando en la motoneta para ver a quién le chinga el celular. Y tu vocación de arquitecto está en veremos. Y el futbol lo mismo, porque ya te tronaron los meniscos de la rodilla. Y tu vieja se hartó de estar encerrada, mirando la tele o jugando videojuegos, así que mejor volvió al cotorreo con sus amigas las más desmadrosas. Tu padre siempre te dice que deberías trabajar en el micro de tu padrino. Preferirías ser una botarga de Danonino o bailar con el disfraz del Doctor Simi, que lidiar con señoras igual de histéricas que tu madre. “A ver si vas buscando trabajo, porque ya me cansé de mantener webones”, reclama aquel señor panzón que sientes tan extraño pese a que siempre cena a tu lado. Y mastica con la boca abierta y eructa como una bestia. Tú sólo piensas en escapar un día y dejar de escuchar que todo está más caro, que los políticos son unos ojetes, que los vecinos son insoportables sólo porque se compraron un televisor de 29 pulgadas. Y tú aún insistes en que el mundo es el que gira hacia el lado incorrecto, que eres víctima de los desatinos ajenos, que algún mecanismo del destino se volvió en tu contra. Es más fácil ser conmiserado, tirarse para que lo levanten a uno, que ponerse las pinches pilas y mandar todo al carajo para comenzar de nuevo. Pero no fuiste educado para luchar, sino para quejarte. Pinche gobierno, pinche destino, pinche vida culera, pinches ojetes que no me quieren, pinche vieja zorra, pinches maestros tiranos, pinche familia que como chinga, pinches tardes tan aburridas... Y lo que no has considerado es que te convertiste en un experto en autosabotearte. Pero como dice Bukowski, “aprender a ganar es difícil, cualquier idiota puede ser un buen perdedor”.

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jueves, 11 de agosto de 2011

Nunca jubiles la bondad

© Manual para canallas

El día que mi madre me encargó con su comadre yo me sentí como un niño extraviado en el zoológico. Estaba azorado y tenía la sensación de que no volvería a ver a Alicia, aunque no era así…

Sólo se manifestaba mi inocencia, huérfana de certezas en esos momentos. Pachita, la amiga de mi madre, y su esposo eran gente decente aunque no tenían ni puta idea de lo que era convivir con un niño que además ni era suyo. Ellos no tenían hijos y tampoco me iban a tratar como a uno de ellos porque estaban igual de confundidos que yo. Fueron varios meses los que viví con ellos, porque mi madre tuvo que cambiarse de ciudad por cuestiones que desconozco. Alicia no quería que perdiera el año escolar, así que la solución la propuso su amiga: “Si quiere, comadre, déjemelo a mí, yo se lo cuido”. Y el tiempo transcurrió lento, como suele suceder cuando te sientes igual que un exiliado en un país con un idioma extraño. Yo era un chamaquito que no hacía ni ruido cuando lloraba, nomás por no incomodar a sus anfitriones. “Oiga, Licha, su chamaco me apura. No habla nada. Y nunca sonríe”, le comentó Pachita a mi jefa. Alicia no estaba preparada para esas cosas, así que las cosas siguieron su curso. Y yo hablaba poco y sonreía menos. Será porque mi mejor refugio siempre ha sido conversar conmigo mismo o inventarme mundos paralelos y fantásticos. Cuando al fin acabó el curso, segundo de primaria, pude volver con mis hermanos y mi madre. Y me volví más aplicado en tercer grado y ayudaba en todos los quehaceres, porque suponía que si era un buen hijo jamás me volverían a abandonar temporalmente. Aquella fue una mala época para mí. Vivimos en Vallejo y hubo grandes momentos pero también pésimos pasajes, como la muerte de mi hermana más pequeña o ciertas cosas que es mejor enterrar en el traspatio, allí donde el olvido acumula polvo junto a unos patines obsoletos y a la sombra de un árbol demasiado viejo. Pero estaba con mi familia y para mí eso ya era un bálsamo. Mi madre nunca fue muy abrazadora, pero a mí me bastaba con verla cantar a Rocío Dúrcal, mientras planchaba, para creer que la vida había sido espléndida con ese pequeño que atesoraba silencios.

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jueves, 4 de agosto de 2011

Contemplar el abismo a tus pies

 © Manual para canallas

Eran cerca de las tres de la mañana y todos estábamos borrachos, aunque unos más que otros. Algunas parejas bailaban una rola aburridísima de no-sé-quién y yo me sentía profundamente estúpido de estar ahí, rodeado de personas que no conocía y que ni siquiera iban a ser importantes en mi vida…

Siempre hay alguien a quien se le ocurre poner baladas insulsas, pensando que se puede ser romántico al tiempo que los demás observan como si aquello fuera una puesta en escena muy absurda. Tenía sueño, el ron se había terminado y las dos cervezas que me tomé me provocaron un sopor del que sólo me rescató la actitud de Mariana, que casi nunca era cariñosa. Ella que me tocó el rostro y dijo una frase común: “Me encanta cuando no te rasuras”. Sonrió con un gesto que ella consideraba seductor. Se levantó y caminó hacia la terraza. La seguí porque no había nada mejor por hacer. En el edificio de enfrente había un anuncio gigante de Levi’s en el que un diablo joven vestía jeans y camiseta a la moda. Ella rió como tonta y estuve casi seguro de que se fumó un carrujito durante el rato que se perdió con una compañera de la facultad. “¿No te parece que es un anuncio graciosamente sexy, ja ja ja?”. No, en definitiva. Traté de no ser duro con ella. “Lo que pasa es que lees demasiadas revistas de modas”, adopté un tono comprensivo. “Es que me encantan las fiestas de mis amigos. Es que son muy divertidas”, exclamó y continuó con su chocante risilla. Yo no le encontraba la felicidad a reunirte con una plaga de universitarios que se alocan con un dueto de Miguel Bosé y Julieta Venegas, o que apenas están descubriendo lo buena que era La Maldita Vecindad.

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