jueves, 29 de diciembre de 2011

El único que te ha sabido olvidar

© Manual para canallas

Una mujer en la playa, recostada sobre un camastro. Su sonrisa lo dice todo, aunque esconde los ojos bajo unas gafas de sol modernas. Ella no observa a la cámara, pero adivino su mirada vana. La fotografía me la envió Myriam por correo electrónico…

“¡Cómo sufro!”, decía el mensajito. Yo observé la imagen con detenimiento. Myriam se veía bastante bien en bikini. Siempre me encantaron sus piernas torneadas, aunque yo adivinaba que a los 35 se pondría igual de obesa que su madre. Pero a mí eso no me importaba porque no pretendía durar con ella más de cuatro años, que es lo que según los científicos es la fecha de caducidad del enamoramiento.

Bueno, en realidad no es que yo estuviera enamorado de ella pero al menos sí que me entusiasmaba pasar tiempo a su lado. Por mucho tiempo guardé esa fotografía, aún después de que terminamos.

Myriam llevaba puestas las gafas que le regalé en su anterior cumpleaños. A un lado había un bolso del que sobresalía, paradójicamente, un ejemplar de La insoportable levedad del ser, el libro que le presté y nunca me devolvió. Sobre la mesilla hay un par de cervezas. Abajo, sobre la arena estaban sus sandalias. Del otro lado del camastro de plástico blanco, apenas perceptibles, se asomaban unos tenis Reebok demasiado grandes para ser de ella. Aquello no tendría nada de raro si ella no me hubiera mentido. Yo le había propuesto que nos largáramos a Cancún unos días, pero ella me salió con eso de que “me encantaría, pero me voy a Huatulco con mi prima”.

No es que hubiera un compromiso real entre ella y yo, porque ambos éramos demasiado libres como para atarnos a los convencionalismos de pareja. Aún así, siempre que íbamos a alguna reunión me presentaba como su novio. Yo bromeaba con eso de “bueno, el novio de los jueves”. Y ella me reclamaba cuando la presentaba como “Ella es Myriam” y alegaba que “van a pensar que soy tu amante en turno”. Momento, la frenaba yo, “si yo fuera casado, serías mi amante. Y entre tú y yo los títulos salen sobrando”.

jueves, 22 de diciembre de 2011

Brindemos por los desesperados

© Manual para canallas

La Navidad es una botarga del doctor Simi con gorro decembrino. La Navidad es esa musiquita chocante de las series navideñas. La Navidad es un niño que se quedará sin regalos, la tristeza del jubilado, la angustia de los desempleados…

La Navidad es esa multitud de desposeídos que comen pollo rostizado en Nochebuena. La Navidad es una anciana solitaria que mira con desgano el parpadear de las luces en el árbol. Y también es hastío, melancolía, lágrimas por los que se han ido, un brindis por los desesperados. La Navidad eres tú, llamando a quien extrañas; soy yo, pensando en este jodido año. Y también es la risa triunfadora de los que nos gobiernan, la felicidad de los que nos explotan, la ruindad de aquellos que nos han estafado. La Navidad es un huérfano que no recibirá muchos abrazos, el abuelo abandonado en el cuarto de servicio, la chavita que ignora a sus padres mientras se mensajea con sus amigas, el adolescente que llama a la novia antes que a la abuela. La Navidad son buenos deseos, abofeteados por esta pinche crisis que no cesa. Y tú estarás mortificado porque ya se acercan los Reyes Magos y el jodido aguinaldo que no alcanza ni para pintar la casa. Cómo carajos ser optimista cuando este país se derrumba entre balas, desfalcos estatales y promesas de campaña. Pero sobran pretextos en los discursos presidenciales. Y los políticos bromean frente a las cámaras, en tanto que los pobres no salen ni en los comerciales. Habrá que cenar, otra vez, ese pavo descongelado, la ensalada de manzana, el pollo rostizado. Habrá que tragar fuego, por enésima vez, porque esta tierra es cada vez más cenizas y cruces en el desierto. Habrá que brindar por los desposeídos, por los que se han ido, por los que no escaparon del fuego cruzado, por los que sólo tienen tristeza en la mirada y el alma en vilo. Brindemos por los desaparecidos, esos que sólo engrosan las listas oficiales, los que serán llorados en ausencia, los que no estarán a nuestro lado para levantar la copa. Brindemos por ese himno de Rubén Blades que es un reclamo y una voz de los que nunca serán escuchados:

jueves, 15 de diciembre de 2011

Que no me toque la maldad en esta rifa

© Manual para canallas

La maestra advirtió que aquel alumno que faltara al intercambio navideño sería reprobado, así que no teníamos elección. Yo no sé todavía por qué carajos se empeñan en esas tonterías, como si aquello nos fuera a hacer más amigos del tipo que nos caía gordísimo…

Mi madre hizo un mohín cuando le di la noticia y de inmediato reprochó que “ya no saben en qué hacernos gastar, como si uno cagara dinero”. Y es que la situación en casa no era nada sencilla, había demasiadas cuentas por pagar: la renta, luz, agua, el gas, la cooperación para la posada de mi hermana, la piñata que le tocó comprar a mi otra hermanita, el traje de pastorcillo para la pastorela en que salía mi carnal y un sinfín de etcéteras, sin contar que se aproximaba el Día de Reyes en menos de un mes. Además eso de los intercambios navideños era terriblemente decepcionante. El ejemplo más claro es que mi madre eligió una bufanda a cuadros que ni a mí me gustaba y mucho menos entusiasmaría al chamaco que la recibiría. Así que fue penoso el día en que fuimos pasando uno a uno al frente para entregar el obsequio y abrazar falsamente al niño o la niña que te tocó en el intercambio. “¿Quién te tocó, Roberto?”, me preguntó la profesora. Por poco y se me sale decir “El Chakespiere”, como le decíamos al que siempre declamaba en los festivales del Día de la Madre y el Día del Maestro y el día de pasar a hacer el ridículo. Pero recompuse a tiempo y señalé a la segunda fila para decir “Fernando”. Entonces, bien peinadito y tan pulcro como siempre, él se levantó y fue por su fabulosa caja envuelta en papel metálico con esferas de colores. Nos dimos un abrazo a medias, para luego huir a nuestros lugares. Uno a uno fueron desfilando para repetir el numerito, que era coronado por aplausos tan entusiastas como un obrero en fin de quincena. Lo peor fue cuando pasó Ileana, que además de ser la más fea del salón le decían La Mostachona porque tenía más bigote que todos los de tercero. Ella dijo mi nombre y de volada me puse rojo cuando pasé al frente. Alguien gritó el estúpido “¡beso, beso, beso!” y algunos siguieron el coro mientras el resto se carcajeaba. Y todo para que mi cara se pintara de decepción al ver que por enésima ocasión me habían regalado unas “Lenguas de gato”, sin saber que a mí los pinches chocolates nunca me han gustado. La misma historia de antes: mis hermanos devorarían los chocolates, mientras Nadia se quedaría con la cajita para guardar chucherías. Desde entonces odio los tristes intercambios navideños, porque te dan las cosas más inútiles, los regalos reciclados de la abuela: una taza con chocolates y envuelta en celofán, los guantes para el frío, la bufanda ridícula, el Surtido Rico de galletas, el chingado muñeco de peluche o aquella cartera con el escudo de tu equipo y el llavero que tenía olvidado el padre en algún cajón. Por eso crece uno traumado, me cai de madres. Yo por eso alucino las “Lenguas de gato”, que al parecer han ido perdiendo popularidad desde que todos regalan chocolates Ferrero-Rocher. Al fin y al cabo son la misma gata, pero revolcada. Alguien en el mundo debería prohibir que le arruinen la vida así a los chamacos. O propondré un decreto para lanzarle huevos al maestro que vuelva a proponer que “deberíamos hacer un intercambio”.

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jueves, 8 de diciembre de 2011

Cicatrices en la memoria

© Manual para canallas

A la décima inyección ya no sentía nada. Tenía fractura de clavícula, un par de costillas rotas, el brazo enyesado y algunos tornillos uniendo lo que me quedaba de tobillo. Sin embargo, me incomodaba más aquel semi silencio en el hospital…

A lo lejos escuchaba a un anciano quejarse, a una señora que taconeaba de manera grosera en busca de un doctor, a un vecino de habitación que no dejaba de echarse pedos. Es lo malo de no tener varo, que hasta para morirte lo tienes que hacer en compañía de algunos desconocidos. Yo no iba a morir, desde luego, pero me sentía al borde del precipicio. Allí se estaba igual de solo que en la penumbra de tu cuarto. El primer día me visitaron mis hermanos y mi madre. La segunda noche los dolores me hicieron compañía. Alguno de mis compañeros de trabajo pregunto por mi estado de salud. Llegaron un par de amigos, pero se asustaron de encontrarme tan jodido y tuvieron la decencia de no comentarme nada. La novia que tuve hasta una semana antes del accidente quiso entrar a verme, pero ya había dejado instrucciones para que le prohibieran el acceso. Me hubiera gustado perdonarla, pero alguien que dice ser la mujer de tu vida no acepta un trabajo en la frontera. Tal vez Miriam necesitaba huir de mí, de mis obsesiones, de mis escasas ambiciones. Sería que yo estaba endiosado con mis sueños de poeta. Total que no la dejé entrar y tuvo que largarse sin despedirse. Ella regresó un año después, convencida de que me amaba. Yo ya me había repuesto de sus ausencias, de la hemorragia interna, y mis huesos habían soldado aunque me quedé con un par de dedos igual de torcidos que las patas de un cuervo. Sí, la amé con locura y me fascinaba en la cama, pero no estaba dispuesto a que cualquier otro día se largara. Soy tan miserable que hasta me regocijé con su fracaso. En su ausencia, un primo de Miriam se encargó de contarme que el wey que la mandó llamar de la sucursal en Tijuana no se había fijado en su talento, sino que la conoció en una convención y confiaba en enamorarla. Cuándo Miriam se dio cuenta de que sólo la buscaban por sus nalgas, prefirió perder el empleo y se regresó con todo y mudanza. Tuvo que pasar un año para entender cuánto me amaba. Demasiado pronto para volver y muy poco tiempo para arrepentirse. Hace mucho que no pensaba en ella, pero hoy me asaltó la voz de los Pettinellis, que cantan:

"Enfermera no la deje entrar
no haga más cruenta esta enfermedad.

Con este cáncer ya no puedo más
de a poco me hundiré en la soledad".

Ahorita lo único que lamento es no haber escuchado esa canción cuando estuve convaleciente, porque hubiera mandado poner un altavoz en la entrada de aquel hospital. Igual y varios pacientes estarían de acuerdo conmigo. Igual y otros me odiarían por recordarles lo miserable que era su existencia.

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jueves, 1 de diciembre de 2011

Estamos construidos de rencores

© Manual para canallas

La mujer de mi padre es un poco extraña. Bueno, en realidad es muy extraña. Casi no habla, sólo me mira a hurtadillas, con el rabillo del ojo. A mí eso no me incomoda, lo que realmente me saca de onda es que me ofrece una cerveza a las diez de la mañana…

Supongo que es mera cortesía, porque una chela es justo lo que le sirve a mi jefe. Y José Antonio toma la bebida con una naturalidad estúpida. "Salud", me dice. Yo no hago el menor esfuerzo por responder a su gesto y solo miro mi vaso con agua. "Mire hijo", mi padre siempre me habló así, de "usted", "lo mandé llamar porque necesito hablar con usted". Eso ya lo sabía, pero él es un tipo muy básico y ordinario. "Ya estoy viejo y no creo aguantar mucho", siguió con los lugares comunes, "así que antes de irme tengo que resolver muchas cosas". No mames. Como si esto fuera una película del tipo "Asuntos pendientes antes de morir". José Antonio ni siquiera me mira a los ojos, parece un tanto ausente. No sé qué chingados le atormenta o si el cura le sugirió que buscará el perdón, pero a mi sus palabras me parecen huecas, vacías, como un mero trámite que debiera cumplir. "Yo ya estoy muy mal y solamente quiero irme en paz", añade como si fuera un libreto memorizado. Entonces él da otro sorbo a su cerveza, reclinado cómodamente en ese sillón con manchas de borracheras pasadas. Yo estoy frente a él, tentado a sacar un cigarrillo y con ganas de estar en otro lado. Pero él siempre ha sido manipulador, así que no me extraña que tome una actitud dramática. Pero la cerveza en la mano delata su cinismo. "Yo sé que no he sido un buen hombre", dice con su voz rasposa de tantos años de alcoholismo, "pero usted no sabe por lo que he pasado". Sí, cabrón, supongo que has sufrido mucho, asiento mientras recuerdo que han transcurrido décadas desde que nos abandonó para irse con su amante. "Mi vida no ha sido fácil", agrega como si eso lo eximiera de todo mal, "los remordimientos me han perseguido siempre". No resisto más y enciendo un cigarrillo. No estoy cómodo allí. Su mujer se apresura a traerme un cenicero. "Pero estoy tranquilo porque usted y sus hermanos han sabido salir adelante", ese tipo extraño no deja de hablar. Yo lo interrumpo para aclararle que "somos el legado y el reflejo de mi madre". Ni siquiera debo remarcarle qué clase de mujer ha sido Alicia. "Claro, claro, eso ya lo sé. Su madre siempre fue una gran mujer". Cuando intento dejar las cenizas alcanzo a leer la leyenda "Cantina La Victoria" en el cenicero. Que cagado, no puedo evitar una sonrisa, "La Victoria", una cantina para los derrotados de antemano.

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