Cuando el mundo era sólo un planisferio para iluminar, lo único que deseabas era terminar la tarea y salir a jugar con tus vecinos, con los primos que vivían en la misma calle. Y sacabas tu bonche de estampitas para jugar volados o soltar frases como “te cambio las repetidas”. Yo era realmente bueno para los volados. Y nunca me dieron un diploma por eso…
Todo te parecía genial, como tocar el timbre de la casa de la esquina y echarte a correr para luego celebrar la travesura. O ir a casa de tu mejor amigo a ver caricaturas y hojear los cómics de su hermano mayor o armar las retas en el PlayStation. Había un chingo de cosas en las que yo sobresalía, pero parecían inútiles en el mundo práctico. Pero yo sentía que algún dios excéntrico un buen día me lo reconocería. Cuando la maestra de español nos enseñó a hacer metáforas y me felicitó por mi “facilidad para escribir bonito”, entonces entendí que era el más inspirado de mi clase, aunque las matemáticas me jodieran el promedio. Y empecé a escribirle poemas a la más linda del salón. Y nunca fue mi novia, pero Andrea se sentía soñada. Yo la hacía sentir única. Siempre he logrado eso, que las chicas se sientan especiales. Y tampoco me han dado un diploma por eso. Una tarde en que una chava se robaba un libro del Sanborns, cuando aquello de hurtar libros tenia un aire romántico, me intrigó saber por qué alguien se atrevía a tanto. Y me puse a hojear esa antología poética y fue que descubrí a Jaime Sabines, a Roque Dalton y otros autores que mis compañeros de secundaria ignoraban. Desde entonces colecciono rimas y otras maravillas en forma de libros. Desde luego, no hay quien otorgue reconocimientos por eso.
>>>