jueves, 28 de julio de 2011

Un diploma al más imbécil

© Manual para canallas

Cuando el mundo era sólo un planisferio para iluminar, lo único que deseabas era terminar la tarea y salir a jugar con tus vecinos, con los primos que vivían en la misma calle. Y sacabas tu bonche de estampitas para jugar volados o soltar frases como “te cambio las repetidas”. Yo era realmente bueno para los volados. Y nunca me dieron un diploma por eso…

Todo te parecía genial, como tocar el timbre de la casa de la esquina y echarte a correr para luego celebrar la travesura. O ir a casa de tu mejor amigo a ver caricaturas y hojear los cómics de su hermano mayor o armar las retas en el PlayStation. Había un chingo de cosas en las que yo sobresalía, pero parecían inútiles en el mundo práctico. Pero yo sentía que algún dios excéntrico un buen día me lo reconocería. Cuando la maestra de español nos enseñó a hacer metáforas y me felicitó por mi “facilidad para escribir bonito”, entonces entendí que era el más inspirado de mi clase, aunque las matemáticas me jodieran el promedio. Y empecé a escribirle poemas a la más linda del salón. Y nunca fue mi novia, pero Andrea se sentía soñada. Yo la hacía sentir única. Siempre he logrado eso, que las chicas se sientan especiales. Y tampoco me han dado un diploma por eso. Una tarde en que una chava se robaba un libro del Sanborns, cuando aquello de hurtar libros tenia un aire romántico, me intrigó saber por qué alguien se atrevía a tanto. Y me puse a hojear esa antología poética y fue que descubrí a Jaime Sabines, a Roque Dalton y otros autores que mis compañeros de secundaria ignoraban. Desde entonces colecciono rimas y otras maravillas en forma de libros. Desde luego, no hay quien otorgue reconocimientos por eso.

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jueves, 21 de julio de 2011

El empleado del mes

© Manual para canallas

Aquella sonrisa me causaba mala espina. Y tanta amabilidad también parecía sospechosa. Además, nunca me han caído bien los tipos que te dicen cosas como “me gusta tu camisa, cuando no la quieras me la regalas”. Por Dios, eso suena demasiado gay. Suficientes razones para desconfiar de un vendedor de seguros…

Fernando me convenció de que “este seguro es ideal para ti, que tienes hijos, porque a largo plazo estás asegurando que tengan una educación de primer nivel” o una mamada igual de “deslumbrante”. En realidad yo no tenía planeado asegurar nada, ni mi pinche alma que ya está hipotecada, pero se me hizo una descortesía no atenderlo. Y no por otra cosa, sino porque era hermano de una amiga mía. Además, el chaval parecía un buen tipo y me dio la impresión de que alguien que cruza la ciudad para “ganarse la papa” bien merece ser escuchado. Al final me convenció y acabé firmando un seguro que “te lo garantizo, es la mejor decisión que has tomado en años”, según Fernando. A partir de ese día, el hermano de mi amiga iba cada mes por la mensualidad y me entregaba un recibo que yo archivaba de inmediato. Y así pasó el tiempo. Hasta que un día, por alguna razón, quise cambiar las condiciones de mi seguro de vida. Y resulta que la aseguradora me tenía dado de baja desde hace algunos meses. Luego comprobé que, supongo que es una argucia frecuente, mi agente se jineteaba mis cuotas mensuales. Cuando lo confronté alegó que había sido una confusión y no sé que tantas jaladas. Yo no quise involucrar a su hermana, que siempre fue una gran amiga mía, pero al final ella le recomendó a Fer que arreglara sus desmadres. Hicimos cuentas y me debía algo así como varios miles de pesos. Como no tenía efectivo, acordamos que me daría su computadora a cambio. Luego se me desapareció por completo. Hasta que un día me lo encontré casualmente en la calle. Con su traje reluciente y esa sonrisa que siempre me causó mala espina, Fernando sacó otra de sus frases trilladas: “Oye, qué bien te ves, por ti no pasa el tiempo”. Obviamente que me guardé las gentilezas: “Claro, eso es lógico, porque con la computadora que me diste armé una máquina del tiempo en la que voy y vengo”. Obvio que se sorprendió, para balbucear algo como “bueno, me da gusto que te vaya tan bien”. Y antes de que se despidiera definitivamente de mi existencia fui tajante: “¿Y sabes qué descubrí en uno de mis viajes al futuro? Que siempre serás un pendejo”. Él se sorprendió más que yo de lo que salió de mi boca. Yo di la media vuelta, pero reviré para acentuar “y además nunca serás el empleado del mes”. Una de mis frases favoritas. Nunca más he sabido de él. Aunque ahora que lo pienso, quizá sí ha llegado a ser empleado del mes porque el wey tenía la perseverancia de los lisonjeros, de los que son capaces de ver un “buen bisne” en la silla de ruedas de la abuela moribunda.

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jueves, 14 de julio de 2011

Necesitamos un ejército de dioses

© Manual para canallas

El día que casi morí ahogado no sucedió nada de película: ni desfiló mi vida en instantes, como tampoco vi un resplandor celestial. Sólo fueron minutos angustiantes, de tremenda desesperación. Finalmente pude resistirme a la corriente y salir del agua. Gracias a Dios, dijo mi madre cuando se enteró…

Hubo un par de veces más en las que estuve a punto de colgar los tenis. Gracias a Dios que no fue así, volvió a comentar mi jefa en ambas ocasiones. Cuesta trabajo creer que esa deidad a la que mi señora madre alaba tenga tiempo de echarme una manita, mientras abandona a su suerte a un chingo de niños en una guardería o en manos de pederastas. A lo mejor pasa que no puede atender tantas llamadas de auxilio al mismo tiempo y es entonces que mueve los hilos al azar.

 

jueves, 7 de julio de 2011

Somos más hermanos que antes

© Manual para canallas

Tan sólo con mirar el rostro asustado de mi carnalito no lo dudé: te vas conmigo. Yo no sabía hacia donde huiríamos, no había un plan, pero la idea era largarnos lejos. Así que encaminamos nuestros pasos lejos de aquel sitio, escapando sin pensar, sin rumbo fijo…

Estábamos en la escuela y el rumor se corrió como reguero de pólvora: aquel día llegarían hasta allí unos doctores que iban a inyectarnos quien sabe qué cosa para esterilizarnos. Así que unos amigos y yo decidimos huir. “Espérenme, voy por mi hermano”. Fui a buscarlo, lo tomé de la mano, eludimos la guardia en la puerta y salimos. Claudio era menor que yo, así que me sentía responsable por él. Y ese día nos fuimos de pinta por primera vez. Vagamos por colonias que nunca habíamos pisado, lo más lejos posible de la escuela y de casa, porque si mi madre se hubiera enterado seguro que nos pondría una chinga. Luego regresamos a casa como si nada, fingiendo que habíamos ido a la primaria. Y pese a mis temores de que mi madre sospechara algo, dormí tranquilo y seguro de que había salvado a mi carnalito de un peligro desconocido. Al otro día nos enteramos que en el colegio no pasó nada. Pero aún así, desde entonces yo sabía que siempre cuidaría a mi carnalito. Y al recordar cosas como esa, mis hermanos y yo nos reímos como los tontos que somos y alguna vez Claudio hasta me agradeció por “habernos cuidado tan bien”. Yo sólo sonrío con la satisfacción de haber sido un buen hermano mayor. Aunque tengo mis fallas, creo que no lo hice tan mal. Y cuando ellos escuchan a Sabina o Soda Stereo y los veo leyendo un buen libro, me reconforto por haberles compartido mundos fascinantes que nos alejaron de la miseria en que vivimos muchos años.

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