Cuando has crecido entre goteras y perros callejeros, asustado por los relámpagos o con tristeza porque tu madre sollozaba en las madrugadas, no puedes creer en imbéciles que cantan baladas, como tampoco confiar en superhéroes…
Será por eso que creo más en los poetas que en las canciones de la radio. Será por eso que mi corazón está en deuda con tipos que fueron perseguidos, exiliados o abatidos debido a sus ideales. Será por eso que, huérfano de padre, elegí un ejército de tutores fantásticos y elocuentes, sensibles y feroces, brillantes y modestos, como Antonio Machado, Mario Benedetti, García Lorca, Ernesto Cardenal, Efraín Huerta y, desde luego, Roque Dalton. Y gracias a ellos es que no temo a la locura, ni rehúyo a la gracia de vivir cada día como si firmara la carta de un suicida. Y es por ellos que encuentro placer en las cosas menos comunes y en las más simples. Gracias a sus enseñanzas es que cedo el asiento a las ancianas en el Metrobús o reclamo a los imbéciles que dicen guarradas a las mujeres. Por la poesía es que esta bendita locura me va como anillo al dedo. Porque la poesía es sentarte a comer galletas saladas en la cornisa de un edificio, es leer a Jaime Sabines en brazos de una mujer desnuda, es educar a tus hijos para que sean más audaces que tú, es hacer el amor como si te asesorara un demonio, es acariciar a una mujer como si algún dios te aconsejara, es lanzarte al vacío sin paracaídas, es coleccionar desamores como un taxidermista, es marcar en el calendario los adioses sin retorno. Sí, la poesía es el mejor arsenal contra las rutinas, es el brebaje que contrarrestará el aburrimiento en los días grises, las tardes ruines, las madrugadas en vela. Porque la poesía es Roque Dalton, el padre que nunca tuve, el maestro que me enseñó el arte de las pequeñas cosas:
“A los locos no nos quedan bien los nombres.
Los demás seres llevan sus nombres
como vestidos nuevos,
los balbucean al fundar amigos,
los hacen imprimir en tarjetitas blancas
que luego van de mano en mano
con la alegría de las cosas simples.
¡Y qué alegría muestran los Alfredos, los Antonios,
los pobres Juanes y los taciturnos Sergios,
los Alejandros con olor a mar!
Pero los locos, ay señor,
los locos que de tanto olvidar nos asfixiamos,
los pobres locos que hasta la risa confundimos
y a quienes la alegría se nos llena de lágrimas,
¿cómo vamos a andar con los nombres a rastras?,
cuidándolos, puliéndolos como mínimos animales de plata...
Los locos no podemos anhelar que nos nombren
pero también lo olvidaremos”.
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