jueves, 27 de octubre de 2011

Los nombres que nos ponen a los locos

© Manual para canallas

Cuando has crecido entre goteras y perros callejeros, asustado por los relámpagos o con tristeza porque tu madre sollozaba en las madrugadas, no puedes creer en imbéciles que cantan baladas, como tampoco confiar en superhéroes…

Será por eso que creo más en los poetas que en las canciones de la radio. Será por eso que mi corazón está en deuda con tipos que fueron perseguidos, exiliados o abatidos debido a sus ideales. Será por eso que, huérfano de padre, elegí un ejército de tutores fantásticos y elocuentes, sensibles y feroces, brillantes y modestos, como Antonio Machado, Mario Benedetti, García Lorca, Ernesto Cardenal, Efraín Huerta y, desde luego, Roque Dalton. Y gracias a ellos es que no temo a la locura, ni rehúyo a la gracia de vivir cada día como si firmara la carta de un suicida. Y es por ellos que encuentro placer en las cosas menos comunes y en las más simples. Gracias a sus enseñanzas es que cedo el asiento a las ancianas en el Metrobús o reclamo a los imbéciles que dicen guarradas a las mujeres. Por la poesía es que esta bendita locura me va como anillo al dedo. Porque la poesía es sentarte a comer galletas saladas en la cornisa de un edificio, es leer a Jaime Sabines en brazos de una mujer desnuda, es educar a tus hijos para que sean más audaces que tú, es hacer el amor como si te asesorara un demonio, es acariciar a una mujer como si algún dios te aconsejara, es lanzarte al vacío sin paracaídas, es coleccionar desamores como un taxidermista, es marcar en el calendario los adioses sin retorno. Sí, la poesía es el mejor arsenal contra las rutinas, es el brebaje que contrarrestará el aburrimiento en los días grises, las tardes ruines, las madrugadas en vela. Porque la poesía es Roque Dalton, el padre que nunca tuve, el maestro que me enseñó el arte de las pequeñas cosas:

“A los locos no nos quedan bien los nombres.

Los demás seres llevan sus nombres
como vestidos nuevos,
los balbucean al fundar amigos,
los hacen imprimir en tarjetitas blancas
que luego van de mano en mano
con la alegría de las cosas simples.

¡Y qué alegría muestran los Alfredos, los Antonios,
los pobres Juanes y los taciturnos Sergios,
los Alejandros con olor a mar!

Pero los locos, ay señor,
los locos que de tanto olvidar nos asfixiamos,
los pobres locos que hasta la risa confundimos
y a quienes la alegría se nos llena de lágrimas,
¿cómo vamos a andar con los nombres a rastras?,
cuidándolos, puliéndolos como mínimos animales de plata...

Los locos no podemos anhelar que nos nombren
pero también lo olvidaremos”.

>>>

jueves, 20 de octubre de 2011

Estos labios que saben a despedida

© Manual para canallas

“Los hombres como tú no duran mucho solos. Necesitan el conflicto para sentirse vivos”. Así fue como Mariana me advirtió que no tardaría en buscarla. En otras palabras, me llamó “codependiente”…

Supongo que tenía razón. En aquella época yo era un idiota. Bueno, en realidad lo sigo siendo aunque ahora lo disimulo bastante bien. Bueno, en esos años yo era de los que se iban y dejaban la puerta emparejada. O lo que es lo mismo, salía de una relación y tardaba en “dejarla ir”. Así que era de esos que a las dos de la mañana le llamaba a su ex vieja sólo para decirle que justo pensaba en ella. Mariana se hacía la difícil unos instantes y luego se despedía con “a ver qué día de estos nos vemos”. Pinche alcohol, es el diablo, pensaba yo al otro día y con la resaca encima. Malditas justificaciones para mis estupideces. Y no, afortunadamente no regresé con Mariana, pero seguido la llamaba con cualquier pretexto. Lo único que hacía era estar merodeando para saber si ya salía con alguien, si me había olvidado, si la puerta seguía emparejada. Ya lo dije antes: yo era un idiota. Y eso sólo se cura con el tiempo, aunque no en todos los casos. Tuve que conocer a otras chicas, enamorarme de nuevo, deprimirme por algún engaño, doblarme del dolor y besar el suelo, para luego amanecer con la peor resaca y darme cuenta de que sólo tenía dos opciones: O me dejaba de pendejadas o simplemente me dedicaba a caminar en círculos. Desde entonces dejé de llamarle a mis ex novias, me prometí no empeñar el corazón en una relación y, lo que es mejor, me curé de esa pinche costumbre tan mexicana de ser codependiente. Mi madre fue codependiente, al igual que mis hermanas, alguna prima, la tía abandonada, mi tío que lleva tres divorcios y hasta la mascota de mi primo Lalo.

>>>

jueves, 13 de octubre de 2011

Con la calma de un equilibrista

© Manual para canallas

El policía jaloneó con rabia a mi tío Gonzalo, quien se resistía a subirse a la patrulla. Yo me aferré a la pierna de Chalo como si aquel esfuerzo fuera suficiente para salvarlo. Yo tenía unos once años, pantalones remendados y mucho miedo…

De volada llegó otro poli para apoyar a su “pareja”, pero mi tío se empeñaba en zafarse. Y yo seguía intentando “salvarlo”, aunque en realidad sólo era una insignificante rémora que nada podía hacer. Hasta que el otro poli me aventó con facilidad a un lado y acabé rodando por el suelo En cuanto lograron controlar al “sujeto” y reportar un 52 en 16, uno de ellos recogió su gorra, me miró con la misma indiferencia que a un carterista al que no vale la pena corretear porque “hay cosas más importantes”. El guardián del desorden ni se molestó en preguntarme si estaba bien, si vivía cerca o si tenía manera de llegar a mi casa, sólo se subió a la patrulla y se largó. Pero él no tenía la culpa. Sí, a mí me pareció en ese momento que era un culero, pero en realidad la culpa era de mi tío por emborracharse cuando se supone que debía cuidarme y sobre todo por ponerse a orinar en la vía pública. Y encima de todo, Gonzalo se puso al brinco con “nosotros que somos la autoridá, pareja”. Yo entré en pánico cuando empezó a forcejear con el policía. Y como siempre sucede cuando el miedo te cimbra, te aferras con todas tus fuerzas a la primera o a la última esperanza. Entonces me aferré a la pierna de mi tío, como si eso fuera suficiente para salvarlo o para no quedarme solo. Porque tuve que regresarme caminando a la casa, a una media hora de distancia, y contarle a mi madre lo que había pasado. Una vez más, mi jefa tuvo que ir a sacar a unos de sus hermanos de la cárcel: ya saben, pagar la multa por faltas administrativas, escuchar el sermón del juez y luego llevarse al familiar siempre “muy apenado, carnala”. Ah y la promesa típica de “no te preocupes, hermana, en la quincena te pago lo de la multa”. Como si nosotros tuviéramos el suficiente dinero para esperar a que llegara el pinche día de quincena. Y cuando no era uno era otro, pero los hermanos de mi jefa siempre se las arreglaban para darle problemas, para mortificarla: siempre que se empedaban, acababan en nuestra casa. A veces se peleaban y llegaban todos madreados, sangrando por la nariz. En ocasiones llegaba algún vecino a decir que “vaya a recoger a su hermano, que está tirado allá por el parque”. O simplemente llegaban a las tres de la mañana a seguir la fiesta, con sus amigotes y la triste guitarra, “nomás porque mi carnala es a toda madre”. Y claro, mi jefa que siempre fue buena gente nunca supo decir que no. Eso era parte de mi infancia: convivir con el alcoholismo de mis tíos, lidiar con sus locuras, acompañarlos al futbol y regresar solo a casa porque les agarraba la pasión por las caguamas; o esperarlos en el coche, afuera de la cantina, hasta que dos o tres horas después salían de “curársela”. Yo no recuerdo que alguno de ellos me dijera algún día: “Mira, este libro de poemas es una maravilla”. Aunque sí me advirtieron cosas como “hijo, el alcohol es el diablo” o “hijo, las mujeres son el diablo” y eso de “hijo, el amor es el diablo”. Y yo no tenía más opción que aprender a caminar sobre la cuerda floja... y aún lo sigo haciendo, sin maestría ni vocación, sólo por aferrarme a la posibilidad de no caer al precipicio.

>>>

jueves, 6 de octubre de 2011

Ni cómo amaestrar los ratones

ratones-adiestrar

Mónica es llenita pero tiene buena cadera y senos generosos. Se arregla bien y cuando usa jeans provoca malos pensamientos y piropos al pasar. Usa gafas modernas, aunque piratas, y se recoge el pelo con una cinta que varía de color según ande vestida…

Es guapa a secas, pero “está bien buena”, dicen sus compañeros de oficina cuando miran su trasero. A sus 32 años ella es demasiado inmadura y hasta algo berrinchuda. Recién separada de un tipo que no quiso casarse con ella ni presentarle a su familia, Mónica se siente liberada, así que todos los días se arregla como si fuera noche de antro y coquetea con los hombres guapos y también con los feos. Ella es secretaria y le encanta que la chuleen, aunque sean los chavos que hacen la limpieza y hasta el señor del estacionamiento. Hace un mes que se acuesta con su jefe y todos lo saben, aunque ella crea que han sido discretos. Según Mónica, nadie se ha dado cuenta, pero sus compañeras no la bajan de “zorra”. De hecho, a Mónica ni le gusta don Hugo, pero “es un caballero y me trata como una reina”, según le cuenta a su amiga Susana, que es su íntima desde que estudiaban juntas. Hugo es más bien feo, incluso un poco barrigón y le lleva unos 15 años, pero “tiene una Explorer muy padre” y siempre le compra regalitos o la invita a restaurantes caros e incluso le regala ropa interior para que ella luzca mucho más hermosa, cuenta con malicia la muchacha. Todo eso no parecería raro, si no fuera porque Hugo es casado y tiene una hija de 25 años. Pero eso a Mónica no le importa, porque siempre ha andado con sujetos casados, aunque ella se justifica con el argumento de que son los únicos que la buscan. Es más, si un tipo le gusta o le interesa más de la cuenta, ella se da sus mañas para tratar de “divorciarlo”: ya sea dejándole recaditos en la bolsa del saco, manchándole la camisa con carmín, echando cerillitos del hotel en su pantalón y, ya en caso extremo, pedirle a su amiga Susana que le hable a la mujer del susodicho para decirle que “su marido la engaña con una secretaria de la oficina”. Y sí, le ha funcionado un par de veces, porque los tuvo para ella sola un buen rato, sólo que al final sus galanes acabaron reconciliándose con su familia y la dejaron botada. Aunque da el “gatazo”, si miras bien a Mónica te darás cuenta de que es menos de lo que aparenta o algo así como unos jeans piratas de Armani o unas gafas apócrifas de Ray Ban: tiene cintura, pero también un mapamundi de estrías; su sonrisa es agradable, pero le falta un diente del lado derecho; es muy simpática y alegre, pero igualmente chismosa y destructiva; vestida se ve muy bien, pero desnuda sufre con la celulitis. Cuando se mira al espejo, cada mañana, lo hace con indiferencia, como si fuera la villana de una telenovela. Y cuando se pinta la boca, suelta una sonrisa entre cínica y maliciosa. La ternura no tiene espacio en su rostro.

>>>