El sol era tímido como una mujer que se desnuda por vez primera en un hotel. Aún así las gafas oscuras eran necesarias porque los rayos me daban de frente. Sentado en las escalinatas del acceso al Palacio de Bellas Artes fumaba y el ligero viento era agradable, salvo que me arrojaba el humo a la cara...
Siempre he creído que las seis de la tarde es la hora ideal para hacer un alto en el camino, mientras la gente con su rostro cansado camina de prisa y sólo quiere llegar a casa lo más pronto posible. Un pordiosero sin zapatos me pidió “un cigarrito, carnalito”, así que le di el que traía en la mano, no sin antes aplicarle un último jalón. Luego llegó una chava vestida de negro, vendiendo flores artificiales de colores y que intentó convencerme con el argumento típico: “Para la chica que estás esperando”. Dije no con la cabeza al tiempo en que ponía gesto de “no estoy esperando a nadie y tampoco quiero que llegue alguien a fastidiarme”. Sin embargo, se sentó a mi lado y me gorreó un cigarrillo. Carajo, por qué las personas no se ocupan de desperdiciar su vida como se les pegue la gana, pero sin molestar a los que preferimos estar solos. Encendí un Marlboro Light y apenas llevaba dos inhaladas cuando se acercó una mujer guapa, aún sin maquillaje: “hermano, sólo Jesús salva” y me dio un folleto que apenas miré de reojo. “Gracias”, dije y vestí mi silencio con una mueca de fastidio. Ella era insistente. “Me llamo Ana Luisa y quiero compartir unas palabras contigo”. Le invité un cigarro y lo rechazó. “Veo que estás muy pensativo y quiero invitarte a que reflexiones sobre la palabra de Dios”. Seguí sin abrir la boca, un poco contrariado.
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