Soñé con mis muertes. Las que llevo a cuestas: la muerte de mi abuelo, las flores en el velorio de la abuela, el fallecimiento del marido de mi madre, la tumba que le designé a mi padre, aquella lápida que le quedamos a deber a mi hermanita. Todas las muertes se me juntaron en un sólo sueño. Y mis lágrimas no alcanzaron.
Aún siguen sin alcanzar estas lágrimas que no solté en su momento. Soñé mi propia muerte y no fue agradable. Soñé que sólo era un sueño. Y desperté angustiado, con ese súbito golpe de crueldad que te abofetea cuando sabes perfectamente que tienes deudas pendientes. Yo que no he sido un buen hijo, ni un padre ejemplar, mucho menos un gran hermano. Yo tan cretino lloré mi propia muerte en sueños, como si mereciera algo de piedad, como si hubiera sembrado algo bueno. Aún traigo ese marcapasos anidado en el corazón, aferrado con sus garras a mi pecho, como queriendo gritar algo, como si anunciara una tragedia. Sí, la angustia, el sobresalto, es un jodido marcapasos. Será por eso que últimamente me noto distraído, algo fuera de contexto, como si estuviera deprimido. Yo no sé qué carajos sucede, ya consulté mi horóscopo, a mi psicoterapeuta y también chequeé las fases lunares, pero nadie me tiene una respuesta. Tal vez sea culpa del calendario. De unas semanas a esta fecha me acechan las dudas, estoy a merced de esa jauría. Y me revuelvo en la cama, escucho el ruido de fondo y me inquietan los aullidos lejanos de los perros, el ulular de las sirenas y una canción tenue que escapa de alguna ventana. Han pasado dos años desde que anhelaba un lanzallamas y un libro de poemas.