jueves, 28 de noviembre de 2013

Cuando sueñes tu propia muerte

Manual para canallas - Cuando sueñes tu propia muerte


Soñé con mis muertes. Las que llevo a cuestas: la muerte de mi abuelo, las flores en el velorio de la abuela, el fallecimiento del marido de mi madre, la tumba que le designé a mi padre, aquella lápida que le quedamos a deber a mi hermanita. Todas las muertes se me juntaron en un sólo sueño. Y mis lágrimas no alcanzaron.


Aún siguen sin alcanzar estas lágrimas que no solté en su momento. Soñé mi propia muerte y no fue agradable. Soñé que sólo era un sueño. Y desperté angustiado, con ese súbito golpe de crueldad que te abofetea cuando sabes perfectamente que tienes deudas pendientes. Yo que no he sido un buen hijo, ni un padre ejemplar, mucho menos un gran hermano. Yo tan cretino lloré mi propia muerte en sueños, como si mereciera algo de piedad, como si hubiera sembrado algo bueno. Aún traigo ese marcapasos anidado en el corazón, aferrado con sus garras a mi pecho, como queriendo gritar algo, como si anunciara una tragedia. Sí, la angustia, el sobresalto, es un jodido marcapasos. Será por eso que últimamente me noto distraído, algo fuera de contexto, como si estuviera deprimido. Yo no sé qué carajos sucede, ya consulté mi horóscopo, a mi psicoterapeuta y también chequeé las fases lunares, pero nadie me tiene una respuesta. Tal vez sea culpa del calendario. De unas semanas a esta fecha me acechan las dudas, estoy a merced de esa jauría. Y me revuelvo en la cama, escucho el ruido de fondo y me inquietan los aullidos lejanos de los perros, el ulular de las sirenas y una canción tenue que escapa de alguna ventana. Han pasado dos años desde que anhelaba un lanzallamas y un libro de poemas. 

jueves, 21 de noviembre de 2013

Yo no sé qué brebaje me han dado

Manual para canallas - Yo no sé que brebaje me han dado

Yo no sé qué amargo brebaje me han dado, que no puedo escribir historias felices y sólo retrato paisajes miserables, que cuentan las horas tristes de los desgraciados...


En verdad, no sé qué brebaje habré bebido cuando era niño o adolescente, que me cambió la vida y me condenó a ser un completo inconforme: no me simpatizan los políticos, no me bastan los besos tiernos, detesto las películas cursis y me repelen las mujeres vacías y los hombres fatuos. No me gustan las reglas, no tengo ningún credo, maldigo a los pederastas con sotana, siempre voto con la mano izquierda y fumo como chacuaco. Mis amigos dicen que he cambiado demasiado y se rehúsan a convivir conmigo. Será que les parezco un cretino o un idiota, cómo diablos voy a saberlo. Hace unos días fui a buscar a Horacio a su oficina. Le propuse que fuéramos a comer o a tomar un café, pero argumentó que tenía una junta con uno de tantos licenciados del departamento jurídico. Me concedió unos minutos de su valioso tiempo. Se me quedaba viendo muy raro. Tal vez porque no me he afeitado en dos días, quizá porque combino el saco con jeans y Converse.

jueves, 14 de noviembre de 2013

Ya no quiero recordar tu tristeza

Manual para canallas - Ya no quiero recordar tu tristeza


“He guardado polvo de tus alas pequeñas
en una cajita colorida de sorpresas
para abrirla de vez en cuando
y que salten algunas chispas de tu alegría.

Ya no quiero recordar tu tristeza
ni la tragedia de tu nombre.

Yo prefiero olvidar tu dolor
y que lo padezcan los que te hicieron daño” 


Escribe un hombre en el silencio de una página en blanco...


Jorgito no es un niño cualquiera. Su sonrisa es cristalina, espontánea y tiene una mirada que irradia inocencia. A sus cuatro años parece un chamaco feliz. Sólo que esa imagen está congelada. Es una fotografía Polaroid, acompañada por una veladora. Su madre solloza al tomar la foto y abrazarla contra el pecho. Ella es joven y está destrozada. La tristeza es una estación de trenes a la distancia, como esas postales en las que nunca ves a una persona. Jorgito era un niño triste, pero su madre se empeña en recordarlo a través de esa sonrisa, de ese brillo en los ojos. Nadie tenía tiempo para el pequeño. La abuela siempre estaba ocupada en su tienda. Su madre prefería el desmadre, porque a los 25 años aún te sientes inmaduro. Karina tuvo al niño a los 19 años porque sus padres le impusieron que naciera y además que se casara con Jorge, aunque ninguno había terminado la prepa. Para Karina el niño era más una carga que una responsabilidad. Igual para Jorge. Sólo duraron juntos tres años. Así que ella le enjaretaba al chamaco todos los fines de semana. Al principio, el chavito era el más entusiasmado, pero conforme pasaron los meses ya no quería estar con su padre e incluso lloraba tan sólo de pensar que tenía que alejarse de su madre. Pero Karina a eso no le importaba, es más, ni le prestaba atención, porque ella quería salir con sus amigas, ligar en el antro, echarse unas chelas y no llegar a dormir a la casa. La abuela estaba tan cansada que ni cuenta se daba. Así era casi todos los fines de semana. Cada quien en lo suyo y el niño igual que un cachorrito extraviado. De una casa a otra, añorando los abrazos, con ganas de que alguien se sentara a su lado nomás un rato a jugar a los cochecitos. Pero no, Jorgito estaba más abandonado que un cachorro en el traspatio. Y así pasaban sus días, con ese halo trágico de los que se van quedando solos, a merced de los demonios.

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jueves, 7 de noviembre de 2013

Cuando se te cruzan los cables

Manual para canallas - Cuando se te cruzan los cables


Desde que era chavito se me han cruzado los cables. Supongo que no soy el único. Todos tenemos nuestros ratos buenos y también los lapsos en que enloquecemos mucho o poco. A veces por tonterías, en ocasiones con justa razón, pero siempre se nos están cruzando los cables...


Yo era de esos chamacos tranquilos, algo callados, que se embobaban con la tele o que se la pasaban haciendo tarea muy concentrados, pero alguna tarde se me “iban las cabras al monte” y era difícil seguirme el paso o localizarme. Me refugiaba en las azoteas, trepaba los árboles más altos, caminaba por el filo de las bardas, provocaba a los perros del vecindario, inventando que yo era un explorador temerario en el Ártico o aventurero en territorios africanos. Y regresaba a casa cuando el sol ya se había ocultado, con los pantalones rasgados y uno que otro raspón en las rodillas. Mi madre siempre se enfadaba y terminaba por castigarme, a veces con severidad y otras con gestos de preocupación. Supongo que se preguntaba qué diablos andaba yo haciendo en todo ese tiempo que no daban conmigo. Sí, desde niño ya se me cruzaban los cables. Y me daba por inventarme mundos alternos, acaso para fugarme a ratos de una vida que me parecía miserable. Como aquellos días en que fingía ser un inventor y desarmaba la licuadora o el radio que se habían descompuesto con el reto de hacerlos funcionar de nuevo. Tomaba dos o tres herramientas y ahí me tenían hurgando entre las entrañas de aquellos aparatos. Yo no sé cómo carajos no me electrocuté cualquier tarde. Nunca logré que el radio sonara de nuevo, pero me emocionaba sí saltaba alguna chispa al hacer contacto con el desarmador, como si fuera yo un pequeño científico dándole vida a su Frankenstein. Yo era un inconsciente, siempre lo he sido. Nunca me detuve a pensar que había algunas maneras de morir en cuestión de segundos, si me caía de la azotea o si me ahogaba en la cisterna o si me fulminaba una descarga eléctrica. Y tampoco era consciente de que mi madre era una mujer buena que no se merecía que la hiciera enojar tanto. Ella llegaba cansada, harta del trabajo, con ganas de recostarse un rato. Y lo primero que tenía que hacer era pasar lista en la casa, preparar la merienda, lidiar con las quejas de los vecinos, planchar los uniformes, y esperar a que el vago de su hijo mayor apareciera. Qué culpa tenía ella de a que a mí se me cruzaran los cables con tanta frecuencia.

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