jueves, 12 de junio de 2014

El amor es una pésima imitación

Manual para canallas - El amor es una pésima imitación


Hay mujeres que fueron educadas para masticarte lentamente el corazón. No es su culpa, desde luego, sólo están caminando en círculos viciosos: demasiadas telenovelas, una familia disfuncional, los consejos de su madre. Y el amor es una pésima imitación...


“Nunca me hiciste feliz y dudo que puedas hacer feliz a alguien. Ojalá que al menos tú puedas ser feliz”. Demasiadas palabras para un simple adiós. Teresa nunca se distinguió por su originalidad. Me dejó una tarjeta rosa y hasta añadió una posdata: “La llave está en la maceta junto a la puerta”. Vaya pista, si todo mundo la deja en ese lugar. Otra despedida en mi historial. Soy un administrador de odios y reclamos, un fabricante de indiferencias. No es gratuito, claro. Crecí como un tipo independiente y me choca que mis días giren en torno al buen o mal humor de otras personas. Y Tere siempre fue experta en situaciones como “tenemos que ir a comer con mi hermana, porque la acaban de despedir y ha de estar muy triste” o algo del tipo “pasas por mí, porque me voy a tomar unas cervezas y no me voy a llevar el carro”. Ella siempre se quejó de que yo era poco caballeroso, “sí, eres muy educado y muy decente, pero una mujer necesita sentirse amada todos los días”. Supongo que se refería a los detalles, las flores, abrirle la puerta del coche, los regalos hasta por el Día Internacional de la Mujer y también acompañarla a cortarse el cabello. Los primeros meses pagas la cuota, pero después te conformas con abrazarla mientras ven una película o con hacerle el amor como si fuera virgen. Pero el romance es una excusa para ocultar los defectos. Poco a poco descubres que tu chica ideal es posesiva, celosa, insegura y también intrigosa. Y es cuando entiendes que tu prima la llame “presumida” o que sus compañeros de trabajo siempre la critiquen y no la bajen de “maldita víbora”. 

Lo peor ni siquiera lo sospechas. Luego te reclama porque no la sacas a pasear lo suficiente o porque prefieres ir a jugar dominó con tus cuates en lugar de acompañarla a visitar a su madre. Como todas, te acusa de no estar comprometido con la relación. Si compartir tu departamento con una mujer no es una prueba de compromiso, entonces no sé qué lo sea. Martirio puede ser la palabra ideal para definir los últimos meses de una relación condenada al refrigerador, igual que si fuera el cadáver de una gallina. 

A lo mejor nunca has vivido con alguien, seas hombre o mujer, pero te apuesto doble a sencillo, que cuanto más pase el tiempo querrás haber adoptado como mascota a un lagarto o llevar la cuenta de una colonia de ácaros en tu almohada. Ya lo define muy bien Enrique Bunbury: 

“No me tienes que impresionar
ni que seguir la corriente,
voy a estacionarme aquí
en la orilla del presente
donde el hombre se asfixia…

El suplicio es estar contigo,
eres la alquimia de mi veneno.

La derrota no es una opción y no hay excusas:
‘parasiempre’ me parece mucho tiempo”.


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“Hola. Espero que estés bien. Sólo hablé para saludarte, bueno, no, mmm, bueno, es que te extraño. Llámame. Bye”. Tere siempre me llamaba cuando estaba ebria. Y si me encontraba a sus amigas, me comentaban que ella no dejaba de hablar de cuánto se arrepentía. Al principio me halagaba, sólo que después llegó a ser molesto. Está de más explicar que yo no le devolvía las llamadas. Sólo pasó lo que es habitual. Se agotó la pasión, se acabó el cariño, y aquello se volvió enfermizo. Si te ibas de tragos con algún amigo, ya era un alcahuete; si salías tarde, seguro andabas con una vieja del trabajo; si tu madre necesitaba que la llevaras al oculista, salía con su “no fuera yo, porque entonces no tienes tiempo”. Resulta ocioso enumerar los reclamos, las discusiones. 

Yo era un luchador técnico lidiando con la rudeza innecesaria. Lo de menos era terminar con la máscara desgarrada. Lo peor era que tu autoestima acababa destrozada. Y sin embargo, sigues anclado a esos desvaríos, a la mala vida, a esa enfermedad llamada co-dependencia. Ya ni es amor, sólo una extensión de la rutina, de la costumbre que carcome hasta los huesos. Y aquella mujer que antes te parecía hermosa se convierte en una especie de cadáver ambulante, que sólo te sigue por inercia y cuyo pasatiempo favorito es masticarte lentamente el corazón. Y tus días se asolean igual que lagartijas, con hastío, con indiferencia. Y entonces empiezan los pretextos, para irte al futbol, para meterte a la cantina, para dormir en la sala, para llegar hasta la madrugada, para no cruzar miradas de odio, para irte de viaje sin fecha de regreso. Hasta que se acaba. Uno no sabe si es quien debe irse o esperar a que el otro saque sus cosas. Sólo sucede lo irremediable. Y cuando te quedas solo aún dudas si habrá sido lo correcto. Pero todo indica que sí, porque te sientes ligerito, sin nadie que te reclame por dejar la ventana abierta o sin hacer corajes porque checan tus mensajes y llamadas en el celular. Las noches vuelven a ser un oasis de tranquilidad. Las madrugadas ya no te hacen parpadear. Escuchas el latido de tu corazón y sabes que una vez más volverá a sanar, aunque sea un poco tardado. 

Sí, yo se que todo parece demasiado frío, pero es inevitable: las relaciones de pareja casi siempre terminan como una lucha de poderes, un terreno minado, en donde cada uno sonríe con malicia cuando el otro pierde la calma. Y terminamos como zombies, deambulando por las rutinas, alrededor del otro, sólo para carcomerle la paciencia y lo poco que le queda de corazón. Son señales del apocalipsis, desde luego, así que habría que empezar a orquestar un plan de fuga. Luego no digan que no se los advertí a tiempo. Sí, hay mujeres que fueron educadas para masticarte lentamente el corazón. Y en sus manos, el amor es una pésima imitación.


manualparacanallas@hotmail.com


Manual para canallas
Roberto G. Castañeda
Jueves 12 de Junio de 2014.


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