jueves, 22 de mayo de 2014

Cuando tenemos el corazón en subasta

Manual para canallas - Cuando tenemos el corazón en subasta


Hay días cobardes, tardes de hastío, mañanas que no prometen nada. Todos los lunes me despiertan las prisas de los niños que llegan tarde a la escuela. Y los claxonazos frente a ese colegio sólo me roban horas de sueño... 


Como cada mañana de principio de semana amanezco más despeinado que de costumbre, será porque el cansancio me sacude mientras sueño con mujeres desnudas, verdaderas, de ésas que nunca son perfectas y sonríen con aires maquiavélicos. Los lunes y los martes no logro concentrarme. Sólo quisiera que mis semanas comenzaran en miércoles. Y que nunca me faltaran cigarrillos, ni canciones de Andrés Calamaro y David Bowie, ni poemas de Ernesto Cardenal, ni las caricias tibias, ni una mirada cómplice, ni tantas cosas que a veces se echan de menos. ¡Ah!, cómo carajos me caen mal los malditos lunes.

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jueves, 15 de mayo de 2014

Quién diablos soy yo para educar

Manual para canallas - Quién diablos soy yo para educar


Tuve buenos y malos maestros, algunos memorables y otros para el olvido, pero algo debí aprender de manera correcta. Y nunca me pasó por la cabeza dar clases, aunque fui adjunto en la universidad. Educar no es lo mío, aunque no falte un despistado que me vea como una referencia o aunque algunos sigan al pie de la letra este manual para bipolares... 



“Gracias a lo que escribes me volví fan de Roque Dalton, de Joaquín Sabina y Dante Guerra”, me comentó un lector por medio de un correo electrónico. “Maestro, eres una celebridad en Facebook”, me insinuó alguien. Yo no pretendo educar a nadie, quién soy yo para marcar pautas. No soy maestro de nada, ni intento serlo. Yo mismo me autodefino como un vocero, un promotor de lo que vale la pena: las canciones de Guasones, Sabina o El Cuarteto de Nos; la poesía de Nicanor Parra o Jaime Sabines y Bukowski; el arte del Doctor Alderete o Rafael Cauduro; los cuentos de Horacio Quiroga y Juan Rulfo; tantas maravillas que deberían sorprendernos cotidianamente. No soy maestro de nada, ni una celebridad en mi calle, ni escribo para la posteridad. Me busqué en Google y hallé algo así como 2090 referencias. No me he registrado en Myspace, ni tengo liga en Myblog y me resisto al WattsApp. Sin embargo, algunos lunáticos han hospedado mis letras. No busco trascender, ni ser ejemplo de nada, sólo quiero escribir hasta que me duelan las yemas de los dedos. He llegado a una frontera donde los senderos se bifurcan y a ciencia cierta no sé cuál tomaré, pero no dejaré de caminar porque si no camino me alcanzo. 

jueves, 8 de mayo de 2014

Qué madre tan extraña me tocó

Manual para canallas - Qué madre tan extraña me tocó

Mi madre era una mujer muy extraña. Eso era lo que yo creía todo el tiempo, cuando era un chamaco. Bueno, ¿en realidad qué jefa no es extraña? Y además era fastidiosa. Sí, sé que sonará duro, pero eso es lo que yo pensaba de chamaco. Siempre estaba dando lata con eso de “ya métete a bañar” y aquello de “a ver a qué horas te duermes”...


Matarme los piojos con insecticida. Raparme la cabeza. Vestirme como adulto chiquito. Aquellas gafas ridículas. Esta maldita melancolía. Las pésimas fotos en mi boleta de primaria. Bailar la “Danza de los viejitos”. Hay un montón de cosas nada agradables, algunas bastante ridículas, de las que mi madre es responsable. Aún habitan en mi memoria los momentos más vergonzosos de mi infancia: 

Aquella mañana en que mi pareja de baile faltó al festival del Día de las Madres y me quedé en el salón, con mi reluciente traje norteño, mientras mis compañeritos danzaban una polka que todos aplaudían. Yo ni quería participar, pero mi madre insistió en que no había de otra: o bailas o te pongo una chinga. Y me salvé de la chinga, pero no del ridículo. Porque yo me sentí avergonzado, abandonado como un pobre idiota que se enamora de la mujer incorrecta. Durante un par de meses ensayé con aquella güerita que me gustaba de lejos y aún más de cerca. Ella nunca dijo nada, y yo tampoco porque era más bien tímido, pero nadie sospechaba que el mero día del bailable no se iba a presentar. Mi madre se enojó bastante, con el argumento de “para eso me hacen gastar tanto” y la maestra intentó reconfortarla con el ungüento de “no se preocupe, que voy a reprobar a Laurita”. Y mi jefa, aún molesta, reviró que “a mí eso de qué me sirve, como si me fueran a devolver mi dinero”. Y yo enmedio, con mi cara agachada, mirando ese sombrero negro que ni siquiera me gustaba usar. Y a mí nadie me preguntó qué pensaba, si me sentía bien o si me preocupaba que mis compañeros se burlaran o que me apodaran desde entonces “El abandonado”. Laurita no volvió a mirarme a la cara, me rehuía, y yo acabé convencido de que no volvería a participar en bailables.

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jueves, 1 de mayo de 2014

Hay que ser un tonto para recordar

Manual para canallas - Hay que ser un tonto para recordar


“Hay que ver que pronto se puede olvidar,

hay que ser un tonto para recordar,

pero yo, yo no puedo evitar pensar en ti”. 

Duncan Dhu acompaña los silencios de una mujer que fuma ansiosa. 



Aquella mujer se siente incómoda. Su marido está tirado en la cama. Ella está de espaldas. Malditos sean los silencios. Afuera es de madrugada. Adentro no hace tanto frío. Y sin embargo, sabes, ella siente un escalofrío. Desnuda, se viste de humo. El color negro no le sienta, reflexiona. El rojo tampoco le atrae. Piensa eso mientras observa las sábanas teñidas del color de la desgracia. Alguna vez amó a ese tipo que se desangra de manera escandalosa. Tendré que comprar otro colchón y tirar las sábanas, piensa ella. 

“En algún lugar de un gran país
olvidaron construir
un hogar donde no queme el sol
y al nacer no haya que morir”, 

dicta otra canción. Patricia está en shock, parece no entender lo que acaba de hacer. Ella sólo piensa que esa mancha oscura, dramática, no será tan fácil de lavar. El tipo sobre la cama suelta un último estertor, como un eructo pero más feo. Y un último borbotón de sangre escupió esa boca grosera, esa boca que siempre ha roncado de fea manera. 


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