Con esta crisis no parece haber muchas alternativas: hacer malabares con la tristeza, sonreír con melancolía y añorar aquellos días de la niñez en que te conformabas con ser un perseguidor de lagartijas o un chamaco que coleccionaba tesoros en cajitas de cerillos.
Habrá que recurrir a la creatividad, al optimismo, para salir adelante. No es fácil, en un país, en ciudades sitiadas por ejércitos de malparidos.
Habrá que mantener el coraje, la dignidad intacta. Habrá que ser ingenioso para ganarse la vida de manera honrada. Así nos lo enseñaron, así nos lo dejaron claro. Aunque mi abuelo no terminó la primaria, hay quienes juran que era muy brillante, que era capaz de armar y desarmar una licuadora sin esfuerzo y que hasta estaba construyendo una televisión con puras chácharas que compraba en los mercaditos ambulantes. Sólo que no le dio tiempo, pues murió muy joven en un estúpido accidente de trabajo. Yo no sé sí realmente era un sujeto brillante o sólo era alguien práctico, quizá menos tonto que los de su pueblo, pero sí que se convirtió en una ausencia de la que todos hablan y han hablado a lo largo de los años. Y eso no es nuevo: mi familia es disfuncional, un poco por vocación y otro tanto por herencia. Creo que hay una canción que dice “al infierno se llega por atajos”, pero no recuerdo de quién es, así que me limitaré a decir que en mi familia hemos hecho hasta lo imposible por llegar lo más pronto al purgatorio.