Somos los que crecimos entre goteras a prueba de olvidos. Somos los que escondemos el celular, para no mandar posdatas por WhatsApp...
En las casas de mi infancia casi siempre había goteras. Y gente yendo y viniendo. Primas lejanas, tíos que iban de paso. Todos era de equipaje ligero, porque se marchaban pronto. En una maleta cabe poco o hay espacio para todo. Mi padre, por ejemplo, empacó unas cuantas pertenencias y nos dejó un chingo de cosas: la ausencia, el hambre, la desesperación, incertidumbre, tristeza, frío, miedo, el corazón maltrecho de mi madre, los ojos abiertos de nuestra confusión, un par de cuartuchos con el alquiler pendiente y goteras que lloraban sin parar en época de lluvias. También, mi jefe nos dejó sin quererlo este espíritu inquebrantable: Debíamos avanzar, entre tropiezos y cumpleaños sin pastel o motivos para festejar. Y llegar a una frontera en la que él no tiene pasaporte. Junto con mi madre y hermanos, cargamos en el equipaje infinidad de herramientas: coraje, la dignidad, algo de suerte, mucha fortaleza, ganas de trabajar, honradez, rabia y una educación a prueba de fracasos. Mi madre fue la guía, el corazón, un faro en madrugadas de niebla, el combustible necesario para no dejar de luchar. Y abrazos tibios para curarnos la tristeza. Y así fuimos por vericuetos, hasta encontrar un futuro que nunca pareció promisorio. Y sólo quedan los recuerdos de aquellos años duros, tiesos como bolillos remojados en café instantáneo. Como se lo escribí a mi hermano en un libro obsequiado: "Gracias por ser parte de este viaje, por los años en que nos ahogaba la miseria, por el camino a mi lado".
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