jueves, 27 de julio de 2017

Goteras a prueba de olvidos

Manual para canallas - Goteras a prueba de olvidos

Somos los que crecimos entre goteras a prueba de olvidos. Somos los que escondemos el celular, para no mandar posdatas por WhatsApp...


En las casas de mi infancia casi siempre había goteras. Y gente yendo y viniendo. Primas lejanas, tíos que iban de paso. Todos era de equipaje ligero, porque se marchaban pronto. En una maleta cabe poco o hay espacio para todo. Mi padre, por ejemplo, empacó unas cuantas pertenencias y nos dejó un chingo de cosas: la ausencia, el hambre, la desesperación, incertidumbre, tristeza, frío, miedo, el corazón maltrecho de mi madre, los ojos abiertos de nuestra confusión, un par de cuartuchos con el alquiler pendiente y goteras que lloraban sin parar en época de lluvias. También, mi jefe nos dejó sin quererlo este espíritu inquebrantable: Debíamos avanzar, entre tropiezos y cumpleaños sin pastel o motivos para festejar. Y llegar a una frontera en la que él no tiene pasaporte. Junto con mi madre y hermanos, cargamos en el equipaje infinidad de herramientas: coraje, la dignidad, algo de suerte, mucha fortaleza, ganas de trabajar, honradez, rabia y una educación a prueba de fracasos. Mi madre fue la guía, el corazón, un faro en madrugadas de niebla, el combustible necesario para no dejar de luchar. Y abrazos tibios para curarnos la tristeza. Y así fuimos por vericuetos, hasta encontrar un futuro que nunca pareció promisorio. Y sólo quedan los recuerdos de aquellos años duros, tiesos como bolillos remojados en café instantáneo. Como se lo escribí a mi hermano en un libro obsequiado: "Gracias por ser parte de este viaje, por los años en que nos ahogaba la miseria, por el camino a mi lado".


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jueves, 13 de julio de 2017

Morirse en incómodas mensualidades

Manual para canallas - Morirse en incómodas mensualidades

Gravita como los asteroides. Mójate de placer, déjate llevar por los oleajes del deseo y besa como lo hacen los que no volverán. Porque uno se va muriendo a plazos...


Es un día común, como cualquier otro, aunque más lluvioso que de costumbre. Mi padre ha muerto. No sé si le dio un infarto, si tropezó en las escaleras, lo atropelló un cafre o si le pasó factura su alcoholismo. En verdad no lo sé. Lo único que tengo claro es que este tumor maligno se fue con él. Mi padre ha muerto y con él también se va esta última posdata. Es un día normal y lluvioso. Los peatones traen la misma cara de siempre, la prisa cotidiana, los zapatos empapados. Y la ciudad rezuma humedad, desde sus edificios viejos o sus calles astrosas. Es un día para sentarse a fumar o beber café y leer un buen libro mientras la tormenta apacigua sus relámpagos. Así es esto de la muerte: nos vamos muriendo a plazos, en incómodas mensualidades. Mi padre yace inerte, mientras le lloran quienes lo quisieron. En realidad él ya deambulaba por aquí como una alma en pena, desde hace tiempo. No sé para los demás, pero en mi caso sólo era una mera referencia en mi acta de nacimiento. Nunca lo conocí, no supe si le iba a las Chivas o al América, aunque lo imagino diciendo "ódiame más".