Tuvimos una infancia de tempestades y no vino a salvarnos el Capitán Trueno. Tuvimos lágrimas a escondidas. Tuvimos miedo y monstruos bajo la cama.
Un niño está condenado a los silencios. Hoy llora, pregunta por su mamá. Ella no está, no regresará. El pequeño no sabe, no intuye, que su madre no volverá a mirarlo ni a envolverlo en sus brazos. Aquel niño está condenado a los silencios: al silencio de su madre, que murió de forma violenta. Al silencio de las autoridades, que nunca tienen respuestas. Al silencio de una sociedad que ya no se alarma con nada. Al silencio de las cifras oficiales, pese a que los feminicidios crecen con saña inaudita. Ese niño está condenado a sus propios silencios, porque crecerá golpeado por la ausencia de su madre y no encontrará respuestas a sus miedos, a sus inseguridades, a tantas y tantas preguntas que se hará con el paso de los años. Un niño está condenado a su timidez y a sus lágrimas en silencio. Mientras una jauría de chacales recorren las calles. Mientras las madres intentan regresar sanas a casa. Mientras las jóvenes mueren en esta tierra quemada de hogueras clandestinas. Mientras los hijoeputas sacian sus bajos instintos. Mientras los políticos ensucian las elecciones. Mientras los gobernadores esquilman el presupuesto. Mientras los presidentes sonríen para la foto. Mientras los asesinos se miran en el espejo sin el menor asomo de culpa. Un niño crecerá sin los abrazos de su jefa. Una abuela lo cuidará entre lágrimas constantes. Una madre no volverá a casa, nunca, nunca más. Y no hay tristeza que se compare con eso. Nos están aniquilando la esperanza. Están cayendo los jóvenes, las madres, el obrero, el jefe de familia y el estudiante. Están cayendo en cada esquina, en la combi o el microbús, en el lote baldío, a plena luz del día o en la boca del lobo. Están cayendo, fulminados, los buenos. Y estamos condenados a los silencios de las cifras oficiales. Estamos condendos a los silencios de los que no saben gobernar. Estamos condenados a los pretextos de los que nos gobernarán, aquí y allá, cada sexenio. En la ciudad y en el estado, en el país. En las calles y en los maizales. Estamos condenados a que nos lleve la chingada, poco a poco, en mensualidades o con un fogonazo en la oscuridad. Mientras nadie dice nada ni escucha nada. Estamos condenados a los silencios. Maldita sea. Mal-di-ta sea.
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