Las alas de una tristeza pálida me abrazan la espalda, mientras una canción triste me habla de tus ojos o me recuerda tu sonrisa forzada...
Sin duda que hay mujeres que se especializan en robarte el sueño cuando ya se han marchado, en dejarte un ejército de dudas y bestias que te devoran los insomnios. Así era Nayeli, así la recuerdo. “Mis noches son un disperso manto de incertidumbres, los miedos se confunden con el polvo bajo la cama y los ácaros de la almohada me devoran los insomnios”, escribió Nayeli alguna vez , en su libreta de apuntes. Ella se negaba a decirle “diario” porque le parecía una estupidez. “Sólo las tontas que crecieron con su colección de Barbies tienen un diario”, era su argumento. A mí me daba lo mismo cómo le llamara, pero Nayeli era muy puntual en enojarse cuando le decía “a ver, déjame ver tu diario”. Obviamente, yo sólo lo decía para hacerla enfadar. Aquella chica era fanática de devorar libros y le encantaba hacer el amor en cualquier lado, hasta en el balcón, a las cuatro de la madrugada, mientras los vecinos roncaban sus pesadillas. Supongo que nunca nadie se dio cuenta, porque no hubo quejas ni malas caras. A no ser que algún condómino nos espiara sin que nos diéramos cuenta. “Mi ángel de la guarda es un tipo fatigado, siempre imperfecto y descontento, que se queja al oído por las horas extras aunque nunca me ha pedido aumento de sueldo”, plasmó Nayeli en otra hoja. Lo sé porque hace poco me hizo llegar una de sus libretas, supongo porque me extraña más que yo a ella. Me hablaron de la recepción del sitio en que trabajo: “Señor, tenemos un paquete para usted”. Me caga que me digan 'señor', pero supongo que es una mera formalidad o simple muletilla. El envío no tenía remitente, sólo destinatario, y lo abrí sin mayores precauciones. No voy a negar que fue una sorpresa. Eran algunas fotos, unos cuantos recortes de mi columna, y aquella libreta fechada meses después de que Nayeli y yo termináramos. No traía nota alguna o explicación extra. Cuando comencé a leer los apuntes comprendí que era una manera de decirme que pasó por pésimos momentos, pero que ya estaba todo superado. Supongo que era una declaración de principios y que desde ese momento me condenaba al olvido. “Tu valemadrismo es mi verdugo, tus silencios son la multitud enardecida, y en la plaza del desconcierto todos piden mi cabeza. Yo lo único que pretendía era revolucionar tu vida, despertar las emociones de tu alma confundida, pero tu ejército de feroces desconfianzas me condenó a la guillotina”, era otra de sus reflexiones. En general era un recuento de amarguras, pocas señas de algarabía.
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