jueves, 22 de marzo de 2018

Pan duro en vez de cianuro

Manual para canallas - Pan duro en vez de cianuro

Rencor y olvido desmenuzados, como desayuno. Para comer, desamor sazonado con tu amargura. En la merienda, café y pan duro en vez de cianuro...


I) El celular no deja de sonar. Katia lo escucha pero no tiene la mínima intención ni las ganas de contestar. Maldito amanecer con jaqueca. Una noche más en vela. Y la habitación apestando a tabaco y ausencias. Hace días que maldice el calor agobiante, recostada en la cama. Y ella evita dormir junto a la ventana para no caer en la tentación de saltar en la madrugada. Katia estira el brazo y apaga el teléfono. Su mano choca con una foto volteada bocabajo. Sin razón aparente la observa y encuentra una sonrisa que ya no le recuerda nada. Abrazada a Héctor, ella parece tener muchos motivos para estar contenta. Pero el olvido la convirtió en una mujer vieja. A sus 32 años se siente cansada, sin ganas de abrir la estética, con el ánimo acumulando polvo bajo la cama, con el mismo entusiasmo de quien acude al funeral de sus deseos. 

”El agua me ciega,
hay vidrio en la arena. 
Ya no me da pena
dejarte que un adiós. 
Así son las cosas,
amargas borrosas,
son fotos veladas
de un tiempo mejor. 
Con los ojos no te veo,
sé que se me viene el mareo
y es entonces cuando
quiero salir a caminar”, 

jueves, 8 de marzo de 2018

Silencios que dejan los labios resecos

Manual para canallas - Silencios que dejan los labios resecos

Hace un calor sarnoso que obliga a dormir con las ventanas abiertas y el riesgo de que los sueños se suiciden sin que nos demos cuenta...


Creo que nunca fui un sujeto ordinario. Desde chavito fui bipolar o tripolar o lo que sea que signifique eso. “Su hijo tiene serios problemas, se resiste a seguir las normas y no respeta figuras de autoridad”. Algo así le dijo la directora a mi madre en la secundaria. Su diagnóstico iba acompañado de una sugerencia: llévelo al psicólogo antes de que sea tarde. Mi madre aceptó con “sí, maestra, disculpe usted las molestias”. Yo odiaba que mi madre se disculpara por todo. Y odiaba también que me obligara a pedirle perdón a la directora mientras me pellizcaba el brazo. Pero eso no era nada comparado con la chinga que me tocaría en la casa. Una semana suspendido seguro que iba a repercutir en mis calificaciones. Todos eran expertos en conducta humana. Todos tenían un diagnóstico para mí. “Ese niño es el mismísimo diablo”, se quejaba una vecina cuando yo tiraba por accidente el tendedero. “Pinche escuincle, tú has de ser adoptado”, me molestaba una tía cuando me negaba a ir por las tortillas. Mi madre no era tampoco muy paciente con mis travesuras: “Te encanta hacerme enojar, hijo de la chingada”. Yo sólo era un chamaco como todos: inquieto, un tanto rebelde y un mucho acostumbrado a andar de pata de perro. Yo prefería fugarme al baldío para patear un balón o participar en guerritas de arena, que meter mis narices en los libros de química o matemáticas. Según yo, iba para futbolista profesional o barman en un hotel de Nueva York de esos-que-salen-en-las-películas. Y sí, mi madre me mandó al psicólogo. Y supongo que sirvió para un carajo.


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