jueves, 19 de octubre de 2006

Los dioses no oyen mis reclamos

© Manual para canallas

Esta madrugada es igual de oscura que un sarcófago. Inmóvil, con el frío acariciando mis débiles huesos, cierro los ojos y trato de conciliar el sueño. Nada sencillo. Desde uno de los departamentos de abajo llega el ruido de alguien que parece estar derribando una pared. Maldita hora para ponerse a trabajar. Es tan incesante y persistente el ruido que me provoca ansiedad. Seguro es el portero, que busca algún punto de fuga. Quizá son aquellos vecinos que siempre me han caído mal y que tienen cara de maleantes. A quién en su sano juicio se le ocurre que pueden vivir cuatro weyes juntos: o son puñales o ladrones. Como nunca los he visto con bolso o boa de plumas, supongo que más bien son una pandilla de criminales. Sí, segurito están cavando un túnel que conecta al banco de la esquina. Muy su pinche vida, pero que no jodan. Cómo carajos se les ocurre despertar a los condóminos a esta pinche hora. Por mi, que conviertan el sótano en una altar a la Santa Muerte, pero que lo hagan a una hora decente. Desde afuera se refleja la luz incandescente de un anuncio de neón. Es un hotel barato que ya casi nadie usa. Por un reflejo condicionado me asomo a la calle. En la esquina un ladrón acecha, camuflajeado en la entrada de una vecindad. El maldito ruido no cesa. Creo que me dará jaqueca. ¡Clang, clang, clang, clang! Una patrulla suma su ulular a este absurdo concierto que enferma. Todo es tan absurdo que me siento como en una película de Tin Tan en blanco y negro. Así que para mitigar el ruido, tomo la guitarra y ensayo unos acordes, pero mis manos entumidas me hacen sentir igual que uno de esos zombis que deambulan por el laboratorio de un siniestro enemigo del Santo. Maldita sea la hora en que llegué a este edificio. Todos nos vemos con desconfianza, nadie te mira a los ojos, y nos encerramos siempre bajo tres llaves. Nada de lo que poseo es de valor, pero ellos no lo saben. Aquí sobran los extraños y nadie se escapa de ser sospechoso. Ya nadie confía en los demás. Antes yo no era así, pero he perdido contacto con el exterior. Perdí mi empleo, mi chava me dejó por un tipo con más varo, tuve que huir de mi anterior casero porque le debía tres meses de renta, y el poco dinero que me quedaba lo invertí en rentar este cuchitril. Nada fuera de lo común. Creo que venderé mi carro y acabaré como mi padre: ofreciendo canciones en las cantinas, al menos para ganarme unos tragos. Dicen que tu origen también es tu destino. Y los dioses no escuchan mis reclamos.

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Kevin se salvó de sí mismo una noche en que casi mata a un cristiano. Impulsado por la adrenalina de una piedra, se cansó de que el Sabritón lo trajera de encargó, así que sacó la navaja y casi sin darse cuenta la hundió tres veces en su compañero de robos y parrandas. "Eres un putito", le decía el Sabri mientras lo torteaba. Obnubilado por las anfetas, el Sabritón se ponía loco. El Kevin se hartó. Se lo dijo al Kiwi una tarde: Un día lo voy a picar, ya me tiene hasta la madre. Y lo cumplió. Aunque su colega de atracos no murió, a Kevin lo encerraron unos años. En cuanto salió de prisión, su madre lo llevó a una granja para alcohólicos y drogadictos. A sus 25 años, el Kevin aún está desorientado. En sus desvaríos nocturnos siente que las cosas cobran vida. Alguna vez, en prisión, un loquero le dijo que era "bipolar", que sus trastornos mentales tenían nombre y no caducidad. Él sólo sabe que a veces le dan muchas ganas de dormir, de no levantarse de la cama nunca más; en otras ocasiones le sobra energía. Ahora trabaja en una fábrica de muebles y los fines de semana se refugia en el fútbol. Ya dejó el robo de autopartes, aunque aún le queda el sabor del dinero fácil. No es sencillo luchar todos los días contra las voces que le dictan al oído que al infierno se llega por un atajo. O como decía Jaime Sabines:

"El diablo y yo nos entendemos
como dos viejos amigos.

A veces se hace mi sombra,
va a todas partes conmigo.

Nunca se está quieto.

Anda como un maldito,
como un loco,
adivinando cosas que no me digo.

Quién sabe qué gotas pone en mis ojos,
que me miro a veces cara de diablo
cuando estoy distraído".

El Kevin aún está confundido y no conoce a Sabines; es más, creo que nunca ha leído un libro, pero sí entiende lo jodido de su destino: por las buenas o por las malas, siempre acabará sintiéndose hundido. Nada que no hayamos conocido.

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 19 de octubre de 2006

manualparacanallas@hotmail.com

 

jueves, 17 de agosto de 2006

Estar ardiendo y sentir escalofríos

© Manual para canallas

"No chulita, aquí nadie es la reina de nada", casi gritó Heriberto a Dafne, que en realidad se llama Yazmín, sí con ye y no con jota como se escribe correctamente. Bastante molesto porque la chica de cabellera oxigenada llegó tres horas tarde, el individuo estuvo a punto de regresarla a su casa. "Nada más porque es quincena te voy a aceptar, pero no te voy a pagar el día, así que si quieres tienes que chingarle duro para que te recuperes". La chica, de unos 20 años, sintió ganas de mandarlo al diablo pero se tragó el coraje, asintió con la cabeza y antes de soltar una grosería caminó rumbo a las escaleras. "Perate -maldita manía de recortar las palabras--, m´ijita. Ni siquiera me has pedido disculpas -aquel idiota no sabía que se dice "te ofrezco" en vez de "te pido" disculpas-, porque estarás muy reinita, pero aquí el que manda soy yo", aclaró el hombre con su acostumbrada prepotencia. Dafne apretó las mandíbulas, lo miró con odio y musitó "te pido una disculpa". Él se rió divertido ante la evidente humillación y advirtió "que sea la última vez, ¿eh?. Ora vete a cambiar y además quiero hablar contigo cuando cerremos". Ella subió las escaleras, entró a un pequeño cuartito con un espejo enorme y lo primero que vio fue su cara de hartazgo. Se derrumbó en una silla. Las demás chicas, tres o cuatro, no le hicieron caso, estaban tan ocupadas maquillándose o acomodándose el bikini como para siquiera saludarla. Además les caía gorda, según ella, por envidiosas, porque ella era la más solicitada por los clientes. Desde una bocina situada en la esquina llegaba el sonido de la música y la voz engolada del presentador: "Vanessa, primera llamada; Vanessa, primera llamada; Vanessa, primera llamada".

Aún de mala gana, Dafne se quitó la blusa y el espejo le devolvió la imagen de sus senos firmes, su cintura breve. Se sabía hermosa y eso la reconfortaba. Mientras se desnudaba por completo y se cubría con las minúsculas prendas que guardaba en su bolso, Dafne recordó a Charly, aquel tipo encantador que la abordó una vez en la Zona Rosa mientras ella esperaba a su novio. Juan Carlos, porque ese era el nombre de Charly, le dio su tarjeta y le preguntó lo típico: qué si era modelo, qué si no le gustaría ser famosa y salir en revistas. Al fin una escuincla, Yazmín, se sintió halagada y guardó la tarjeta sin decirle nada a su novio, que llegó media hora tarde y allí mismo lo cortó. Ella no lo echó de menos, porque a los 18 años las chicas que ganan su propio dinero creen que el mundo se amoldará a sus fantasías. Desde luego, Juan Carlos o Charly no sólo era su "representante", sino que además de quitarle un porcentaje por cada evento que le conseguía, también le pedía las nalgas, como se dice comúnmente. Al principio Yazmín pensaba que él estaba enamorado de ella, porque incluso le decía que la amaba cada que se acostaban, pero eso sólo fue un rato, mientras Charly conseguía otra chavita más guapa o más joven. Un buen día la corrió, porque el muy ojaldra andaba volado con unas gemelas bastante guapas, que habían llegado de Sinaloa. "Y son fabulosas en la cama", juntas, presumía Charly con sus cuates. Así que Yazmín se fue, sin contactos y con el vicio de obtener dinero fácil. Pronto se colocó en otra agencia, pero era más chafa y sólo le conseguían chambitas en ferreterías o tiendas de muebles en colonias a las que no se llega en metro. Hasta que su prima le consiguió chamba en un table dance, por los rumbos de Ecatepec.

Apenas terminaba de maquillarse cuando la "mami", que en realidad era la señora que les cuidaba sus cosas, la devolvió a la realidad: "Apúrate chulita, que aquel wey ya quiere que bajes a atender a los clientes". Dafne trató de sonreír y sólo insinuó una mueca indescifrable. Mientras se pintaba los labios recordó su primer día en el teibol. Aunque fue el peor día de su vida, según ella, porque le daban asco los viejos cochinos que la manoseaban, no le fue tan mal porque se llevó como dos mil pesos, entre propinas y porcentaje de boletos. "Y eso que estás bien verde", le dijo su prima Desiré -llamada Berenice, en realidad-. Desde entonces ha pasado casi un año y Yazmín terminó por acostumbrarse y por aprenderse todos los trucos para hacer que el más feo de los hombres se sienta un triunfador a su lado. Yazmín, o mejor dicho Dafne, se roció el cuello y los senos con un perfume escandaloso, de esos que marean, luego se persignó y caminó como una diosa del sexo. En cuanto bajó las escaleras y caminó sobre la alfombra se volvió a sentir reina y buscó con la mirada alguna mesa en la que se consumiera una botella. Tres sujetos la miraron de la misma forma en que lo haría Belcebú mientras acaricia un alma pecadora. Aunque hacía calor, sintió un escalofrío, pero Dafne sonrió, paseó la lengua sobre sus labios y se sentó sobre las piernas del más viejo, para abrazarlo y soltar esa frase que promete delirios: "¿Me invitas una copa, guapo?". El ruido de las copas, el escándalo de la música, las risas de falsa euforia, poco a poco fueron inundando su cerebro. Y ella se abandonó, como aquellos que siempre hacen caso a los horóscopos y creen que nunca podrán darle un giro a su destino.

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 17 de agosto de 2006

manualparacanallas@hotmail.com

 

viernes, 5 de mayo de 2006

Entre mentiras y cucarachas

© Manual para canallas

Nunca te engañaré, recuerdo que dijo Analí una tarde soleada, mientras comíamos arroz con huevo en una fondita que estaba frente a su chamba. Yo le creí porque supuse que me amaba, pero también porque yo era un chamaco muy confiado. Ella no era bonita, pero irradiaba sensualidad. Trabajaba de recepcionista en una agencia de publicidad en la que yo nunca hubiera laborado. "Nunca te engañaría", escribió otra vez en el espejo de mi baño, antes de irse a su casa a las nueve de la mañana de un sábado. Recuerdo que en esos días le dije que la notaba rara, incluso, un poco distraída, como cuando las mujeres se entusiasman con un sujeto que nunca eres tú. Ella me dijo que estaba imaginando tonterías, así que dejé de darle importancia hasta que una noche la vi besándose en el coche con su jefe. Así que di mediavuelta, sentí un aguijón en el hígado, y nunca volví a llamarle. Ella tocaba a mi puerta algunas noches, pero yo no le abría porque estaba seguro que no soportaría el cinismo de sus ojos grandes. Hasta que se cansó o alguna de sus amigas le comentó que yo sabía de sus engaños. Entonces yo escribía mal, o peor que ahora, así que le dediqué un par de poemas que eran pésimos y amargados. Hoy sé que de nada sirve inventarse verdades a medias ni ficciones completas. Si algo resulta inevitable es que las mentiras te perseguirán como cucarachas: todo está en que se cuele una a tu vida y le seguirá un ejército feroz, incalculable. ¿A poco no te has fijado que por justificar una mentira destapas otro agujero y otro y otro? Bastaría con asomarte al espejo para darte cuenta de que tu esqueleto es un montón de huesos falsos, que la columna vertebral de tu vida es la hipocresía.

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Marcelo toca los timbales en una banda de ska. Es regularsón, pero él se siente muy jefe y hasta presume que también le sabe a la trompeta, pero la neta es que sonaría mejor en la banda de guerra de cualquier secundaria. Usa el cabello a rape, barbita de chivo y una argolla en la oreja izquierda. Yo ni lo conozco, pero un amigo me dijo que lo conoció en un reven en casa de una prima suya. Al principio le cayó leve, pero luego se puso pesado. Ya medio ebrio, Marcelo alardeó de que es músico, pintor y loco. Y lo que es más, presumió que tenía una columna en El Universal Gráfico, llamada Manual para Canallas. Incluso, aclaró que no usaba su nombre verdadero, sino que prefería un seudónimo en honor a un amigo ausente, que fue su brother del alma: Roberto G. Castañeda. O seáse que estoy muerto, que no existo. Primero me morí de la risa, pero luego pasé al coraje. Cálmate, me dijo mi cuate Leo. Ya en plan rélax me dije que era el pretexto para una buena historia, pero al final se quedó en intento porque el personaje me pareció demasiado ridículo para ser de carne y hueso. Curiosamente me sirvió de pretexto para recordar que este mundo está lleno de farsantes, de falsos profetas, de políticos ansiosos y desfalcadores que sonríen para la foto. En fin, no sé realmente quién carajos es Marcelo, pero seguro que como él hay muchos que se fusilan mis textos y esconden el crédito. Habría que acostumbrarse a que la gente se adueñe de tus ideas y hasta de tus pensamientos, sobre todo, en un país que ha patentado la corrupción, la envidia y todas las formas en que se conjuga el odio. Sólo nos resta maldecir, como decía Henry Chinsaki, porque es el consuelo de los que nunca han ganado nada o lo han perdido todo en una sola mano. Quién te manda apostar contra el destino, que es el croupier de la desgracia.

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Viernes 05 de mayo de 2006

manualparacanallas@hotmail.com