jueves, 2 de agosto de 2007

Ábrase en caso de emergencia

© Manual para canallas

Ximena renegaba de sus raíces españolas, no le gustaba su piel blanca y detestaba la constelación de lunares en sus brazos y espalda. Lo mejor era su sonrisa, “porque me la heredó mi padre, que era un ranchero de Chihuahua”, solía aclarar. A mí me encantaba verla acostada boca abajo mientras se carcajeaba con un cómic llamado Mortadelo y Filemón. Tenía una caja llena de ellos, que le regaló su tía la Cande, que en realidad se llama Candela y es más fría que un médico forense. A mí sus parientes españoles no me hacían ni gracia, pero agradezco que siempre se mantuvieron alejados. Eso después de que un día su prima, la Monse, le dijo que cómo era posible que ella, tan guapa y tan altiva, andaba con un pobre diablo que ni siquiera tenía auto. Yo no tenía auto, desde luego, pero nunca he sido un pobre diablo. Tengo mis malas rachas, sí, pero sólo son temporales. Soy un mal administrador hasta de mi optimismo y cuando es época de bonanza lo disfruto y me vuelvo despilfarrador; pero si son tiempos austeros, me aguanto y hasta soy ahorrativo. Eso me ha acarreado algunas rupturas amorosas e infinidad de discusiones, pero así me educaron y eso parece que no puedo remediarlo. Pero estábamos en que Ximena era hermosa, aunque soy poco afecto a las güeras. Ella me amaba con locura, y cuando digo con locura me refiero a un modo en cierta forma afectado. Nada era normal con ella, todo se iba al extremo. Podíamos tener dos días de encierro, leyendo, mirando películas, bailando desnudos, follando hasta que amanecía. Y también pasábamos semanas enteras sin hablarnos, después de una pelea por sus estúpidos celos.

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Aunque su madre era española, Ximena tenía todo de chilanga: era malhablada, desconfiada, sensible y segura de sí misma al mismo tiempo, siempre andaba a las prisas, y ningún hijo de papi la mareaba. Era imperfecta, como toda mujer hermosa lo suele ser, pero cuando la mirabas desnuda no podías más que agradecer a los dioses por tenerla a tu lado. Pero la depresión la fue consumiendo. Era bipolar, también como la mayoría de los chilangos, pero lo peor era su autoestima. “Me veo horrible”, decía después de tres días de encierro, “¿verdad que me veo horrible?”. Yo la abrazaba y le repetía que me parecía hermosa, pero ella se empeñaba en tirarse al suelo nomás para que la levantara, una y otra vez. Un día fue a visitar a su madre y no regresó más. Así pasaron algunos meses. Me negué a buscarla. Hasta que la instalaron en un psiquiátrico luego de que intentó suicidarse un par de veces. No sé qué carajos andaba buscando, ni qué tantas porquerías se había fumado antes de conocerme, ni cuánta basura llevaba acumulada en su alma, pero era desesperante verla hecha un guiñapo. Varias veces la visité en el hospital. Su madre siempre me pedía que ayudara a su hija, “porque te adora y contigo es con el que ha durado más tiempo”.

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Yo traté de ayudar a Ximena, pero nadie pudo hacer gran cosa. “Eres un buen muchacho y sé que la amas”, me dijo su jefa antes de que mis pasos se resistieran a volver a esa casa de techos altos y cortinas de terciopelo. Lo primero que se me vino a la mente fue que ese no era un hogar, que hacían falta ventanas o que la luz tenía prohibido el paso. Entonces recordé las palabras de Ximena:

“Tu casa está llena de discos, de libros,
pero sobre todo de relámpagos y resplandores”.

Siempre fue algo rebuscada al hablar. De su infancia prefería no comentar mucho, sólo se limitaba a externar que fue una niña reprimida, triste, siempre atormentada por el fuego de ese infierno que eternamente prometen a los pecadores. Le encantaba leer, pero no hacía gran cosa. Le chocaba estar en el negocio familiar, que era un par de panaderías, así que la mayor parte del tiempo se la pasaba en mi casa. Vivía de las rentas de su padre y malvivía de sus propias inseguridades. Odiaba el deporte, no le gustaba viajar, se quejaba de las multitudes, detestaba el fútbol y nunca quiso tomar ni un curso de fotografía. Hablaba bien inglés y algo de francés, porque vivió fuera un tiempo, pero creo que intuía que no andaría por aquí mucho tiempo. Fuimos pareja durante un año y la verdad ya no la extraño, pero de vez en vez encuentro una foto suya o una de esas frases que me escribía y es entonces que me gustaría tenerla otra vez en mi cama, aunque sólo fuese para verla leyendo un cómic bocabajo. Escribo esto mientras observo un dibujito que me dejó un día y que se titulaba “Ábrase en caso de emergencia”. Era una máquina de golosinas, con algunos remedios contra la vida. Quizá deba dedicarle alguna plegaria o escribirle algún poema oscuro. Mejor me emborracharé esta noche oyendo a los Guasones, una y otra vez, mientras cantan eso que dice:

“Fuimos mucho más que nada,
fuimos la mentira, fuimos lo peor,
fuimos los sábados a la madrugada
por esa ambición.

Y ahora estoy en libertad
y ahora que puedo pensar
en no volver a ser ese mismo de antes.

Que tristeza hay en la ciudad, amor.

Sábado soleado
y en el centro de la estatua del dolor
me sentí parado, me sentí parado…

Fuimos mucho más que todos,
reyes de la noche, de esta tempestad…

Fuimos perros de la noche,
oxidados de tristeza”.

manualparacanallas@hotmail.com

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 02 de agosto de 2007