Aquel niño era enfadoso y a mí me cayó gordo desde el principio. Hay días en que uno está insoportable y para colmo llega cualquier latoso a recordarnos que las cosas se pueden poner peor. El chamaco me dio una patada en el tobillo y yo giré para mirarlo con odio, con ganas de ahorcarlo un rato hasta que se pusiera morado…
Era el primer día de escuela y yo sentía que las vacaciones no habían durado nada. Mi madre me levantó tempranísimo, sin importarle que a mí ni me gustaba bañarme. De allí mi pésimo humor. Estábamos formados para los honores a la bandera. Y tenía que tocarme a mis espaldas el típico cabroncito que se la pasa chingando a todo mundo, el que patea las mochilas, el que le jala la trenza a las niñas, el que te exprime el boing en el recreo, el mamón que se siente mucho porque su mamá le manda regalos a los maestros cada cumpleaños. Muy peinadito, bien limpiecito, con sus zapatos impecables, pero con el pinche carácter malcriado de los hijos únicos a los que les cumplen todos los caprichos. Pues cómo no me iba a caer gordo el chamaco, si en lugar de cantar el Himno Nacional se la pasó cantando que “a todos les apesta la cola, como al de aquí adelante”. Y no es que me apestara la cola, porque hasta eso que me bañaba bien, pero a esa edad uno se ofende hasta porque le dicen “come torta con tu hermana la gordota”.