Aquella chica me soltó la máxima frase de hospitalidad que dicta “Bienvenido, en qué puedo servirte”. Su sonrisa se congeló y percibí un trastabilleo en su mirada cuando me reconoció. “Hola, quiero un combo nachos”, le guiñé un ojo...
“Con mucho gusto” y giró para preparar mi orden. “¿Quieres extra queso para tus nachos?”, preguntó con evidente incomodidad. “¿Y si mejor me cuentas cómo es que llegaste a esto?”, cuestioné nomás por joder. “Roberto, por favor, no me hagas esto”, respondió. “Déjame adivinar, seguramente el encargado de la dulcería es tu nuevo novio”, solté divertido. Vianey había sido mi novia, hasta que se “enamoró” de su jefe en la agencia de “edecarnes” en la que trabajaba. “Nunca vas a cambiar, eres odioso”, reclamó. “Mejor cóbrame, que ya va a empezar mi película”, sugerí. Y me hizo caso. “Gusto en saludarte”, sonreí maliciosamente. Ella no tuvo argumentos. Mientras ponía salsa a mis palomitas vi el cuadro de honor y allí estaba la foto de Vianey como la empleada del mes. “Seguro que se acuesta con su jefe inmediato”, murmuré divertido. Bueno, al menos no trabajaba en McDonalds, porque los combos de allí son terribles. A Vianey me la presentó un amigo en una fiesta. Era linda, tenía bonito cuerpo y a mí me pareció una chava inteligente. Había dejado los estudios de psicología, porque ella argumentaba que no era su vocación y que sólo quería darle gusto a sus padres. Mientras tanto, trabajaba como recepcionista en un despacho de no sé qué carajos. Salimos unas cuantas veces, nos hicimos novios, y todo parecía ideal. Ella me juraba que estaba enamorada de mí y que regresaría a la escuela para terminar su carrera, siempre que encontrara un trabajo “decente” que se lo permitiera. Yo le conseguí chamba con un conocido en una agencia de demostradoras. Y todo parecía perfecto... hasta que conoció a no sé quién y se volvió edecán de la cerveza Sol. Entonces comenzó a llegar cada vez más tarde a su casa, a beber más de la cuenta, a espaciar nuestros encuentros, a pedirme cosas cada vez más locas en la cama, a recibir “bonificaciones” por su buen desempeño en la chamba. Y una noche, saliendo del cine, no quiso ir a mi departamento con el pretexto de que “no puedo desvelarme, mañana tengo cosas que hacer muy temprano”. Nunca le había preocupado eso. “Mira, Vianey, déjate de rodeos, que esto no es el argumento de Teresa ni esas pinches novelas que ve tu jefa”, comenté. “Ay, ya vas a empezar con tonterías”, se escudó sin oficio. “Lo que es una tontería es que me quieras ver la cara de pendejo. Si este chupón que traigo no sólo es un llavero, también lo uso para no chuparme el dedo”, remarqué con fastidio. La muy idiota recurrió al truco más viejo, el de “no me lo tomes a mal, no eres tú, soy yo...”. Le corté su frase tan “inspirada”. “Al diablo, esto ya valió madres”, son esas cosas que se intuyen. Y le solté una frase lapidaria de Jaime Sabines:
“No pongas el amor en mis manos, como un pájaro muerto”.
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