jueves, 30 de diciembre de 2010

El año de los indeseables

jefe_diego_rata

Jaime Sabines no deliraba cuando decía: “Me encanta Dios. Es un viejo magnífico que no se toma en serio. A él le gusta jugar y juega, y a veces se le pasa la mano y nos rompe una pierna o nos aplasta definitivamente. Pero esto sucede porque es un poco cegatón y bastante torpe con las manos”.

Y sí, a mí también me encanta Dios. “Por eso es el preferido de mis padres, el escogido de mis hijos, el más cercano de mis hermanos, la mujer más amada, el perrito y la pulga, la piedra más antigua, el pétalo más tierno, el aroma más dulce, la noche insondable, el borboteo de luz, el manantial que soy. A mí me gusta, a mí me encanta Dios. Que Dios bendiga a Dios”. Pero a qué viene todo esto. A que el 2010 fue una catástrofe, una sucesión de caos y de pequeñas desgracias. Y aún así no nos daremos por vencidos.

>>>

A mí me vale madres no coincidir con el calendario chino, así que considero que este fue el año de la rata. Y no, no lo veo así por una cuestión mística o un análisis profundo. Es de hecho algo muy vulgar. Y no me avergüenza aceptarlo, que soy un vulgar hijo de vecino. Pero estaba en que este año fue el de la rata, sí, de cloaca. Yo no sé de cifras, si se duplicaron o triplicaron los delitos, pero de que todos fuimos víctimas de una rata, seguro que lo fuimos. A ti, como a mí, nos chingaron el celular al menos una vez. A tu primo lo asaltaron afuera del cajero automático. A tu amiga le arrebataron la bolsa en una calle cualquiera. A tu jefe le bajaron la quincena en el pesero. A tu hermana y a su novio los secuestraron un buen rato en un taxi pirata. Y a ti te atracaron a la voz de “ya te chingaste y no te pongas pendejo(a) porque te carga la chingada”. Y a veces hasta se ahorran la saliva, como aquel taxista culero que se orilla para arrebatarle la bolsa a las señoras y luego se da a la fuga sin mirar siquiera si la llanta pasó por encima de un brazo o una pierna. Pero en los discursos anuales los políticos presumen que el índice de violencia está controlado, porque ahora no se adornan con “ha bajado” sino que se escudan en el “está controlado”. Yo por eso digo que este fue el año de la rata. Y obviamente incluyo también a los funcionarios, a los gobernantes, a los políticos que saquean el presupuesto y se compran departamentos en las mejores zonas de la ciudad. Lo peor es que el 2011 no pinta muy distinto y no sé que diga el calendario chino. A lo mejor es el año del puerco. Aunque este país ya es cochinero. Y de nada sirve ser un hombre bueno, una mejor persona, cuando estás a merced de los impuestos, los pésimos servicios, las altas tarifas de Telcel, los intereses sobre intereses de Banamex y HSBC, los despidos sin liquidación, los patrones que no respetan tu contrato, las mafias en el poder, los asesinos, los narcos, los prestanombres, los estafadores, los curas pederastas, los dipuhooligans... a merced de la miseria y de los miserables que se enriquecen hasta con nuestros suspiros.

>>>

Yo por eso me persigno dos veces antes de dormir, una al levantarme y tres antes de salir de casa. No vaya a ser el diablo, que un buen día amanece con mi silueta en sus obsesiones y para qué les cuento. Mejor contar con blindaje extra, aunque sólo sea la bendición de tu madre o de la abuela. Aunque debo aclarar que tampoco he sido del todo bueno. También fui indeseable a ratos, un mal amigo, acaso un pésimo hermano, quizá egoísta con los que me quieren, hasta odioso con los que no me soportan, algo amargado, tal vez poco solidario, pero nunca de los nuncas he dañado a alguien con la intención malsana de hacerlo. No sé si mejoraré o empeoraré el próximo año, pero ahora me siento en armonía con lo que me rodea, y he encontrado la mirada tierna, los besos sinceros, los abrazos más honestos que me harán sentir menos vulnerable ante los nubarrones negros y frente a los despreciables. Y por si las dudas, simpatizaré más con Dios y me persignaré con mayor frecuencia. Y Jaime Sabines seguirá como mi poeta de cabecera.

manualparacanallas@hotmail.com

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 30 de diciembre de 2010

 

jueves, 23 de diciembre de 2010

Santaclós viaja en microbús

santa_parada_bus

“¿Te imaginas cómo han de soñar los ciegos?”, me preguntó Daniela como si de la respuesta dependiera su existencia. “Supongo que en blanco y negro”, dije a la ligera así que de inmediato caí en cuenta de que era una babosada

“A lo mejor sus sueños son en tecnicolor”, añadió ella, “y sus pesadillas como relámpagos en la oscuridad”. Bebí un gran trago de ron-coca, encendí un cigarrillo y recordé que a últimas fechas mis pesadillas están pobladas de paisajes desérticos. Será porque mi vida es rutinaria, porque mi saldo bancario está en blanco o porque hace como un mes que no tengo relaciones sexuales y de hacer el amor mejor ni hablamos. Daniela es la anfitriona en esta reunión de ex compañeros de la universidad y debo aceptar que me gusta mucho, pero ella está enamorada de Fabiola, que es editora en una revista de modas. Aunque nos vemos con frecuencia, nos hemos convertido en unos extraños. “Has cambiando mucho, te noto demasiado serio”, me saca de mis cavilaciones Daniela. Me gustaría decirle que estoy allí porque mi departamento ya apesta a todas las ausencias, pero sólo sonrío y le digo que “me siento un poco cansado, porque he tenido una semana espantosa”. Ella sugiere que me relaje, pero desde que llegué no deja de hacerme preguntas medio raras, que lo único que hacen es despertar mi paranoia o mi esquizofrenia o simplemente mis pensamientos oscuros. Carajo y yo que sólo venía a echarme unos cuantos tragos, escuchando quizá a Keane o algo de Moby. “¿Cuándo fue la última vez que miraste hacia el cielo y sentiste vértigo”, cuestiona otra vez ella. “Uy, no recuerdo”, respondo con desgano y considero que las mujeres a veces son más hermosas cuando callan. Extraño esa rola llamada Enjoy The Silence, con Depeche Mode, que dicta:

“Palabras como violencia rompen mi silencio,
Irrumpen en mi pequeño mundo,
causándome dolor, atravesándome.

No puedes entender...

Las promesas son hechas para ser rotas.

Las palabras son triviales.

Los placeres permanecen
y el dolor también.

Las palabras no significan nada
y son olvidables”.

En este momento quisiera ser sordo o un exiliado en la zona del silencio.

>>>

Soñé que era calvo. Y me paseaba con normalidad frente a los aparadores y saludaba como si nada a los maniquíes. Uno de ellos me miraba con familiaridad y yo encontraba más bondad en su mirada que en la mía. Soñé que me persignaba frente a la catedral y mi reloj se detenía en la nada. Antes de cruzar la avenida miraba el semáforo en verde y una mujer con paraguas me esperaba en la otra acera. Vestida de rojo me advertía que mi nariz sangraba. La angustia se apoderaba mientras mi mano se teñía de púrpura. “Te falta cabello y te sobran culpas”, se reía de mi calvicie lustrosa. Entonces busqué en mi bolsillo y saqué una fotografía en la que mi cabello era abundante. “Nunca seré lo que fui antes”, yo decía y me carcajeaba. “Un payaso siempre será menos divertido en una fiesta de disfraces”. No sé que diablos significaba eso, pero yo seguía riendo. Busqué entonces un espejo y la imagen que observé no me gustó nada. Me puse una peluca divertida y me maquillé esa sonrisa graciosa, pero una lágrima negra estaba tatuada en mi pómulo, Quizá ya he enloquecido por completo. Soñé un funeral callejero y las carrozas fúnebres estaban pintadas con anuncios de sopa instantánea. La vida es un comercial de tarjetas de crédito. La muerte es una obra de teatro macabra. El paraíso es letrero de neón en la madrugada. Un hotel de paso es la frontera en la que tus deseos no pasarán la inspección de rutina. El amor es un exiliado de tu cama. Y no hay caricias que valgan. Y tus manos moldearán el fuego que te habrá de consumir en soledad, mientras extrañas las caricias sabias. Anoche soñé que te extrañaba. Y también soñé que era calvo. Y que mis dedos hurgaban en tu sexo por la madrugada. Anoche soñé tantas cosas que ya no sé sí alguna vez he cerrado los ojos para imaginarte desnuda o sólo es que estoy tan solo que lo que hago no es más que una medida desesperada para no pensarte mientras vuelo o para no volar mientras te pienso.

>>>

Afuera todo es fiesta y adornos navideños. Luces de colores contrastan con los edificios grises. Un Santaclós deprimente se baja de un microbús y entra a una tienda departamental, no precisamente para gastarse su raquítico aguinaldo. La gente lleva las manos en los bolsillos, debido al frío. Quiso la suerte, el destino, los desatinos, acaso los dioses, que mi existencia sea igual de tranquila que un manicomio. Desde niño me especialicé en silencios, en alejarme de las multitudes, en llorar a oscuras, en refugiarme en mi mundo y sentirme siempre incomprendido. ¿Cómo llegué a este punto? No lo sé, ni pretendo averiguarlo. No escucho a Mariano Osorio, reniego de los curas que se hacen ricos con las limosnas, no comulgo con las religiones, detesto al Chespirito, odio a los políticos, nunca creeré en adivinos, aborrezco a Maná y me enferman las canciones de Arjona. Tampoco quiero ser el jefe de diez asalariados, ni casarme de smoking, ni fingir que el amor es para siempre, mucho menos quiero un auto del año y tampoco una casa con jardín y perro incluido. No me imagino vistiendo de traje todos los días, ni pagando intereses de dos tarjetas de crédito, ni poniendo adornos navideños, como tampoco me veo hipotecando mi futuro con una mujer que un día será idéntica a su madre. No, mis noches no son consuelo, pero eso es preferible a que se conviertan en un infierno habitado por dos o una cena navideña en silencio y un brindis con sidra rancia. Y Mario Benedetti ya no te parecerá un tipo sensible, sino un cursi que no sabe lo que realmente es el amor.

manualparacanallas@hotmail.com

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 23 de diciembre de 2010

 

jueves, 16 de diciembre de 2010

Que no me den el disco de Arjona en el intercambio

© Manual para canallas

Me dirigía discretamente a la puerta cuando entró Mariana, la secretaria de mi jefe. “¿A dónde, a dónde?”, cuestionó con una sonrisa y me enseñó dos botellas de whisky que había sacado del coche del patrón. ¡Vale gorro navideño!, pensé, esto va para largo

En ese justo momento llegó Ariel, mi jefe en aquella oficina de gobierno. Podría decir que llegué a la burocracia porque me recomendó un tío con muchas palancas en la SEP, pero la neta es que acepté ese empleo espantoso porque el hambre es cabrona. Lo bueno es que sólo estuve de paso, en lo que encontraba algo mejor pagado.

El punto es que llegó Ariel y me tomó del brazo: “Mi Rober —con lo que me caga que me digan Roberr—, vente a echar un whiskol conmigo”. Y decía “whiskol” como si sonara muy cool. Meses y meses jodiendo a media oficina y el muy cabroncito nomás se toma unos tragos y ya se siente amigo, “que digo, amigo, mi hermano”, de cada uno de nosotros.

>>>

Siempre detesté aquellas “posadas”, que en realidad eran pedas disfrazadas porque no había villancicos, ni piñata, ni nada de eso. Pura botana, alcohol y baile. Uy, como me sacrificaba. Nel. La verdad siempre me ha gustado la fiesta, pero no con los compañeros de aquella oficina. Como cada año, nuestro jefe se pondría pedo y diría que el otro año nos iba a ir mejor o que habría más incentivos para los que le chingaran bonito.

Y don Roque, el del aseo, sacaría a bailar a todas las secretarías con su frase típica de “ándele güerita, piérdame el asquito y vamos a bailar esa cumbia”. También Memo, el mensajero, bebería de más y acabaría acosando a Lucía, la de recursos humanos, aunque él argumentara que “sólo le estoy tirando la onda, en buena onda, carnalito”.

Como cada año, Betsabé pediría “un minuto de su atención” para brindar por “todos los que trabajamos aquí y también por nuestras hermosas familias. Feliz Navidad y año nuevo”. Carajo, que “familiar” nos salió, cómo si no supiéramos que se ha acostado con media nómina de licenciados. A mí me choca su peinado de flequito, su hipocresía y las faldas tan cortas que combina con medias caladas. Eso era sexy en los 90, creo. Hoy es bastante decadente, por muy buenas piernas que tuviera.

>>>

Obvio que yo sólo esperaba que hicieran el intercambio de regalos, que era obligatorio, para largarme. Y había que chutarse el cada vez más patético ritual de “que se lo ponga, que se lo ponga, que se lo ponga” y la broma habitual del compañero que le regala una tanga de elefantito al otro para luego recomponer “no, no es cierto, este es el chido” y el otro recibe la última “novedad” de Arjona. Me cai que estaba mejor la tanga ridícula.

Yo ya ni sé que es lo peor que me ha tocado en el intercambio de, “en promedio 200 pesos”, si el disco de “Los Hits del año” o la bufanda a cuadros o los portavasos de perritos jugando billar. Carajo, tan sencillo que es poner una lista en la entrada con las tres cosas que preferimos, pero nomás dicen que sí y nadie llena esa hojita que desaparece a los tres días.

Así que en cuanto me dieron mi libro de Vargas Llosa (que ya leí desde la universidad) me dirigí discretamente a la puerta, pero no falta el que te descubre y te balconea. Así que esa noche decidí poner la mas falsa de mis sonrisas, la número 187, y beber un par de tragos más. Mariana y yo tuvimos algo qué ver recién llegó a esta oficina, pero sólo fueron unas cuantas salidas y comprendimos que nos llevaríamos mejor como cordiales compañeros de trabajo. Además, mi jefe le echó luego luego los perros y a ella no le costó convertirse en su amante.

>>>

“Eres tan experto en fugas, que a veces me dan ganas de huir contigo”, me comentó esa noche una Mariana algo ebria. Yo sabía que ella se refería a su vida miserable, porque ya había comprendido que para Ariel ella nunca dejaría de ser su nalguita de los viernes en los rápidos de Tlalpan.

“No querrías escapar conmigo, porque siempre desciendo a inhóspitos lugares, donde no hay lugar para carnavales”, le advertí en tono pausado. “Ay, siempre me ha encantado cómo hablas y las cosas que escribes”, caray ni modo que me halagara con las palabras de esa admiradora de Mariano Osorio y Toño Esquinca. Y no me consta, pero seguro que ella le pone gorros navideños a su gatito. ¡Qué miedo!

Antes de largarme entré al baño, me miré en el espejo y encontré un abismo en mis ojos. Bajé la tapa, me senté en el retrete y alguien me dictó unas líneas navideñas, acaso algún dios melancólico:

“Santaclós debería jubilarse
y recibir una pensión como la de mi madre.

Nunca recibí caramelos,
ni la autopista tan soñada.

Así que desde niño
me declaré en huelga de anhelos.

Ojalá que los Reyes Magos
dejen de comprar caprichos en Juguetirama
y regalen, en todo caso, niños mejor educados.

Antes de que los pequeños sicarios
dejen de matar en el PlayStation
y te disparen a la cara,
sin algún asomo de piedad”.

manualparacanallas@hotmail.com

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 16 de diciembre de 2010

 

jueves, 9 de diciembre de 2010

La Navidad cabe en un aparador

© Manual para canallas

Diez ejecutados más en el conteo de los noticieros. Tu hermano mayor sigue sin conseguir empleo, tu madre no deja de rezarle a los santos de su devoción, tu perro huele el miedo y se refugia bajo las escaleras. Y tú, tú estás a merced de un futuro que puede ser dinamitado

Los discursos del presidente rebosan optimismo y argumenta que su gobierno no claudicará en su lucha contra el crimen organizado o que lo peor de la crisis ha pasado. Pero tú no estás para confiar en simples palabras, no cuando encuentran un encobijado a unas cuadras de tu casa o los sicarios son cada vez más adolescentes o tus vecinos trafican con drogas y traen auto del año. Y la Navidad no remediará nada, ni será época de tregua.

Tu padre tuvo que vender su Chevy. Aquella señora debió empeñar hasta el anillo de la abuela. La doña que hace el aseo sacó a su hijo de la escuela. El Güero de los tacos sigue teniendo clientes, pero el suadero es cada vez más tieso, sospechosamente. El ruco de la tienda lleva dos semanas vendiendo los cigarros a 38 varos y escondiendo la azúcar porque alguien le dijo que va a subir en enero. Y las amas de casa se truenan los dedos porque con 100 pesos ya no alcanza para una comida decente. Pero el más gris de los presidentes jura que nuestra economía se está recuperando.

Y tú no tienes un tío influyente que te consiga un trabajo de medio tiempo. Y tus maestros son muy manchados. Y se siente de la chingada no tener ni 20 varos para una recarga Movistar. Y los hijos de los políticos vacacionarán en Aspen y harán muñecos de nieve que sonríen igualito que en los catálogos. Y este jodido año se ha esfumado. Y la Navidad se llenará de lucecitas chinas y las posadas escasearán y en tu casa volverán a cenar pollo rostizado y Sabritas en la Nochebuena.

>>>

Y un libro será tu refugio, hallarás un poco de consuelo en la poesía, y te aferrarás a terminar una carrera y soñarás con viajar al extranjero. Pero el último tren no esperará mucho. Y la Navidad no solucionará nada. Y se acabó el jodido año. Y no habrá treguas. Los descabezados seguirán siendo noticia. Nuestro presidente, en uno de esos momentos de soledad frente al ventanal, suspirará con ganas de que ya se acabe su sexenio. Y los pobres serán más multitud. Y la violencia se multiplicará. Y los sicarios rondarán en cada esquina, con una pistola en la cintura y un escapulario en el cuello. Y las tiendas departamentales se llenarán de ofertas y en el Wal-Mart volarán las pantallas de plasma y Santaclós será espléndido con los regalos. Y nadie parecerá preocupado por lo que pase el próximo año. Y habrá que aferrarse a la cordura, al postulado de ese poema que murmura:

“Que no me alcance esa bala perdida,
que no me toque la maldad en esta rifa,
que los Dioses blinden a mi ángel de la guarda.

Que no me roce la locura,
ni me roben la esperanza.

Que mis pasos vuelvan a casa,
que los rezos de mi madre surtan efecto,
que este país en llamas no se vuelva más cenizas.

Y que los hombres buenos ganen algunas batallas,
aunque sea en el exilio, lejos de este purgatorio”.

>>>

Un hombre triste balbucea algo, sentado en una banca. Un Santaclós demasiado flaco se encamina hacia el centro comercial. Aquel chavito lo señala desde el autobús y la madre, que viaja a un lado, no le presta atención. Diciembre se pasea con prisa en cada calle. Dos empleadas retocan aquel árbol de Navidad en el aparador. Un maniquí con sonrisa de yeso parece feliz con su bufanda a rayas. Y un chavo de la calle pasa hambre y pasa frío, mientras todos le niegan una moneda. En Liverpool y Suburbia hay facilidades para que malgastes tu aguinaldo. Y los culeros de Banamex te cobran comisiones hasta por consultar tu saldo. Y los dueños de los bancos donan millones al Teletón con la mano diestra, mientras con la siniestra te embargan la casa, el auto y, si pudieran, intentarían con tu alma. Los niños, tus sobrinos, los hijos, tus hermanos, cambian sus deseos con cada bombardeo de la tele: hoy quieren aquel juguete, mañana un celular rosa, ayer preferían un Xbox. Y no quieres imaginar su cara de pesar cuando vean que los Reyes Magos volvieron a fallarles. Pero qué saben ellos de presupuestos, de un país en la miseria, de un gobierno que parece promotor del desempleo. En el banco ya hay adornos navideños. Y tu tarjeta de crédito está saturada. Y una mujer triste mira con melancolía por la ventana del Metro. Alguna deuda la atormenta. Quizá su hijo ande en malos pasos, tal vez sea un sicario en potencia. Y como tú, como yo, seguro cenará espagueti y un trozo de carne que no hará más llevadero el fin de año. El destino es un asesino a sueldo, que te sigue y no encuentra el momento adecuado para jalar del gatillo, mientras tú te agobias de sobresaltos. “Cuide su aguinaldo”, recomienda alguna dependencia de gobierno. Como si no supieran que ya lo tenemos endeudado, reservado para pagos atrasados. Un Santaclós percudido, frente a una Polaroid, sienta a un niño en sus piernas. Son el presente y el futuro, en una triste metáfora de tus días más afortunados. Y tu que siempre quisiste que tus Navidades fueran como un catálogo de Sears.

manualparacanallas@hotmail.com

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 9 de diciembre de 2010

 

jueves, 2 de diciembre de 2010

Un amuleto para Tony Soprano

© Manual para canallas

Julia Roberts me miró de una manera poco amable, como tratando de expresar “qué carajos haces aquí”, pero no le di importancia. En realidad fue una mirada fugaz, casi imperceptible, pero yo comprendí que aquella mujer era demasiado soberbia.

Quizá si yo ganara 8 millones de dólares por película me sentiría igual, como si fuera “especial”. El caso es que Julia y yo casi chocamos cuando ella salía de cuadro, en una escena en la que intentaba escapar de un matón interpretado por James Gandolfini. Y yo estaba allí porque no tenía remedio, ni siquiera por gusto. En aquel año me había quedado sin empleo fijo y acepté la propuesta de una amiga para trabajar temporalmente como asistente de producción en esa película llamada “La Mexicana”. Siempre que me quedaba sin chamba, me refugiaba en la industria del cine. Así fui parte de cintas como “The Matador”, con Pierce Brosnan; “Érase una vez en México”, con Johnny Depp; y hasta de ese “churrazo” llamado “Zapata” que protagonizó Alejandro Fernández. Lo curioso de esas películas, además de que se filmaron en México, es que resultaron un fiasco en taquilla. Por eso cuando me invitaron a participar en “Apocalypto” preferí no aceptar, por mucho que Mel Gibson fuera el director. Pero básicamente no me gustaba alejarme dos o tres meses de casa. Si salgo de viaje, a la semana ya quiero estar de vuelta. Será porque no me agrada sentirme como un extraño, por mucho que me sonrían en San Miguel de Allende o aunque James Bond (Pierce Brosnan) me invitara las chelas.

>>>

Y Julia Roberts nunca fue mi actriz predilecta, ni mi persona favorita. Además, en Real de Catorce todo el tiempo se comportó asquerosamente mamona. Todos en la producción se quejaban de ella, de sus desplantes. Por el contrario, Brad Pitt era todo cordialidad y sencillez, aunque a mí me daba lo mismo, porque no pensaba en pedirle un autógrafo ni tenía planes de preguntarle si quería ser chambelán de mi sobrina. En cambio, simpaticé con un tipo desconocido en ese entonces en nuestro país: gordo, alto y calvo, tan serio como amable, James Gandolfini era un actor secundario en una mala película, filmada a miles de kilómetros de Hollywood y, lo que era peor para él, “a varias semanas de distancia de la familia”. James casi no se quejaba, aunque no soportaba el calor y sudaba terriblemente. Siempre traía un pañuelo a la mano y se lo pasaba constantemente por la nuca. No cruzábamos palabras, salvo el saludo. Hasta el día en que coincidimos en un restaurancito muy curioso de un hostal cercano. Aquel sábado terminamos de trabajar temprano, así que fui a chacharear al pueblo. Luego me metí a comer a aquel sitio. La comida era decente y los tragos mucho mejores. Al poco tiempo entró James Gandolfini, pidió una hamburguesa bien cocida, papas fritas y una Coca Cola. Cuando volteó a mi mesa me saludó con un movimiento de cabeza. Luego reparó en que mi rostro le parecía conocido. “¡Hey, tú estás en nuestra película!”, dijo con señas de admiración. Lo confirmé con una sonrisa. “¿Podemos compartir mesa?”, preguntó. Se sentó frente a mí. Yo pedí otro ron, mientras terminaba mi carne asada con guacamole. “Eso se ve muy picante”, bromeó con el color verde de la salsa. No intenté engañarlo: “es a prueba de turistas”. Reímos discretamente. A grandes rasgos me contó que no estaba muy a gusto filmando en México, “con este clima tan agobiante”, pero aún no se podía dar el lujo de rechazar papeles en el cine. Y es que apenas empezaba a dejar de ser un actor del montón. Entonces me platicó con entusiasmo de una serie de televisión que acababa de empezar a protagonizar: “¿Has oído hablar de Los Soprano?”. Como era lógico, lo negué porque ese programa aún no llegaba a México. “Pues yo soy Tony Soprano”, detalló, “un mafioso bastante peligroso”. Vaya, qué cosas, y yo tan tranquilo comiendo y diciendo salud con un jefe de la mafia. Qué lejos estaba de imaginar que aquel tipo calvo se convertiría en toda una celebridad. “¿Sabes jugar póker?”, inquirió con la esperanza de que así fuera. Como respondí que sí, salimos de aquel sitio para buscar una cantina que pareciera amigable. Y la encontramos.

>>>

Tony Soprano y yo nos emborrachamos jugando cartas. Empezamos apostando billetes de 20 pesos, pero al calor del juego y los tragos subimos las apuestas a 100 varos. Entre bromas y maldiciones cada que uno de nosotros perdía una mano, le enseñé algunas groserías muy nuestras como “son chingaderas” o “culero”, por mencionar las menos ofensivas. “¿Sabes qué es curioso?”, me cuestionó y yo encendí un cigarrillo. “Que en Los Soprano interpreto a un mafioso cruel y despiadado”, hizo una pausa para pedir otra cerveza, “y en esta película llevo el papel de un matón de buen corazón y que además es gay”. Observó mi expresión de sorpresa y soltó otra pregunta: “¿No es patético?”. Gajes del oficio, creo que comenté. “Sólo espero no arrepentirme de haber aceptado”, añadió y luego levantó su botella para decir salud. Pasadas las nueve de la noche yo había perdido como mil 200 pesos ante la habilidad de ese mafioso de televisión. Sin embargo, antes de pedir la cuenta, que él se empeñó en pagar, me devolvió mi dinero: “En realidad no pensaba desfalcarte, sólo era para ponerle emoción”. Agradecí el gesto. En correspondencia, le regalé un amuleto huichol que había comprado aquella tarde y le expliqué que simbolizaba “un camino al corazón, por un sendero místico”. A James le encantó y comentó: “Espero que funcione, lo sabremos cuando gane mi primer sueldo de un millón de dólares” y sonrió con esa sonrisa cínica que ahora todos conocen. Nos dimos la mano y el bromeó que “si eso sucede, me buscas para darte el diez por ciento de comisión”. Nunca volvimos a jugar póker, pero cada que coincidimos en el set nos saludábamos como dos grandes camaradas. Han pasado unos 10 años y James Gandolfini ya no es el mismo, ahora se ha convertido, para todo mundo, en Tony Soprano. Y llegó a cobrar un millón de dólares por cada capítulo de la serie. Yo espero que conserve el amuleto que le obsequié aquella noche. Ah, y un buen día de estos, quizá lo busque para recordarle que me debe mi comisión. A ver si es chicle y pega. No vaya a ser que se ponga en plan mafioso y me mande hacer un par de zapatos de cemento a mi medida. Pienso en ello mientras un disco de Calamaro recita:

“Si diez años después te vuelvo a encontrar en algún lugar,
no te olvides que soy distinto de aquel pero casi igual...

Diez años después mejor volver a empezar.

Si tu credulidad se deterioró en algún lugar,
no te olvides que soy testigo casual de tu soledad”.

manualparacanallas@hotmail.com

 

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 2 de diciembre de 2010

 

jueves, 18 de noviembre de 2010

Y de qué te van a servir tantas excusas

© Manual para canallas

Magnolia parecía buena onda, aunque tu mejor cuate te había advertido que era "una mamona", bueno a él no le constaba pero había escuchado que la describían como "calculadora y miserable ".

Aún así decidiste correr el riesgo. Te volviste su amigo, te bastaba con estar cerca de ella, observarla de reojo, acompañarla hasta la puerta de su casa. Después de unos meses, ella te parecía la mujer más fabulosa. Te encantaba la manera en que se acomodaba el cabello después de sonreír. Ni hablar de sus piernas torneadas cuando las lucía con unos jeans gastados y esas sandalias con la florecita ridícula. Bueno, hasta la florecita te parecía linda. Ay, Juan, tú siempre tan dispuesto a no juzgarla. En cambio ella no perdía ocasión de criticarte, como aquella tarde en que estabas sentado, escuchando música con los audífonos puestos. "¿Qué escuchas?", te preguntó. "Ahh, es A.N.I.M.A.L.", respondiste como si nada. "Ay, pero qué malos gustos tienes", reclamó, "por qué no puedes oír a los Cadillacs o a Jaguares, como todos". Uhhhh, eso dolió. Solamente sonreíste. En realidad ella siempre te estaba sugiriendo que te gustara lo mismo que a ella, que te vistieras como sus amigos, que no fueras tan serio en las fiestas y que bailaras más. "Ándale, baila conmigo, no seas aguado" y te jalaba a la pista. Se hicieron muy amigos, secaste sus lágrimas en sus peores momentos, rieron con aquellas películas bobas y su madre te veía con simpatía... hasta que te atreviste a besarla aquella madrugada en que ambos estaban algo ebrios. "No, espérate, qué te pasa", ella tardó en reaccionar. El breve beso te iluminó el rostro, pero Magnolia estaba furiosa. "Tú y yo no podemos hacer esto, somos amigos", pretextó. No escuchó razones y alegó que "si no puedes ser mi amigo solamente, entonces es mejor que ahí la cortemos". Le declaraste tu amor. Y se largó sin mayores explicaciones. Entonces comenzó a evadirte, te bloqueó en el Messenger, te dio de baja entre sus contactos del Facebook . Y tú te quedaste con tus ganas de volver a sonreírle.

>>>

No sufriste tanto la vez que aquella chica te rechazó. Es más, ni siquiera cuando aquella otra nunca más contestó tus llamadas y sólo alzaba el auricular para colgar. Lo que más te dolió fue cuando te perdiste a ti mismo. Sí, aún recuerdas con nostalgia una de las etapas más felices de tu vida. Ahora se ha ido y todos los días te empeñas en recuperarla. Cambiaste y rompiste contigo mismo. Ya te habían dicho alguna vez que "duele crecer" y ahora lo estás viviendo en carne propia. La ciudad es un monstruo grande y pisa fuerte (como diría León Gieco), tan lleno de voces, tan devorador de soledades. Y tú te sientes solo, ajeno a todo. Lo peor es que ese hueco no lo llenas con nada, porque te falta un elemento esencial: tú mismo. Y la poesía de Patrick Bruel te cala en los huesos, más que este pinche frío que abofetea en las madrugadas:

"Sobre la alfombra del salón,
un jersey blanco abandonado.

Desde el altavoz del radio transistor
alguien berrea desconsolado.

Es la voz de un tipo sin pudor,
igual que yo, si tú te vas.

Pero te has ido sin adiós.

No volveremos a bailar.

Y desde el cuarto hasta el salón,
que harto estoy de recordar,
que harto estoy de esta canción...

Y de qué te van a servir
tantas excusas exigidas.

Los ojos ya pueden mentir,
pero eso no llenará tu vida.

Todo lo que te importa hoy
ya se lo puedes preguntar
y es lo que dice esta canción:

¿No volveremos a bailar?".

>>>

Juan guardó la última carta que no le entregó a Magnolia. Eran unas cuantas palabras que decían más de lo que alguien podría recitarle al oído alguna vez:

"Se me ha arrugado tu jersey,
toda la noche entre mis brazos.

Si llegas tarde esperaré
y te hablaré de la canción
de un tipo más triste que yo,
culpable de más de un error,
que sólo te pide bailar.

Sólo contigo sé bailar".

Yo le animé a que escribiera todo su dolor, su olvido, su rencor, "lo que quieras, pero escríbelo con el alma y el corazón en la mano". Juan Tototzintle Nava fue mi alumno en mi taller de periodismo y literatura, hasta el sábado pasado. Y hoy es más mi amigo que otra cosa. Es algo callado, un tanto tímido, pero está en camino de aprender a lidiar con sus defectos y perfeccionar sus virtudes. Por ejemplo, escribe muy correctamente, sólo le falta dejarse asesorar por sus emociones y ser menos solemne. De hecho, esta historia la escribimos a cuatro manos. Yo sólo espero haber contribuido un poquito a que sea mejor persona y que haya aprendido a bailar con la imaginación.

manualparacanallas@hotmail.com

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 18 de noviembre de 2010

 

jueves, 11 de noviembre de 2010

Un poco de esperanza en los bolsillos

© Manual para canallas

En este mundo lo que sobran son jodidos filósofos, pienso mientras observo lo que está escrito en la pared del baño: “Cuando no sabes a dónde ir a veces llegas muy lejos y pierdes el mapa de regreso”

Por eso odio los bares del centro, frecuentados por tipos que se sienten “artistas”. Nada más falta que un wey se le ocurra grafittear un mural en el techo o que cualquier idiota escriba “salida de emergencia” en la taza del baño. En aquel sitio, bastante pretencioso, escasea la originalidad. Un tipo con gafas modernas y un sombrero muy mamila entra al baño, se mira al espejo, se percata de mi presencia y dice algo que a mi me vale madre. Así que salgo sin hacerle caso. Ni siquiera sé por qué acepté reunirme aquí con mis compañeros del taller literario. Son las once de la noche y estoy a punto de irme a cualquier cantina normal cuando llega Pamela. Su nombre no me gusta, siempre me ha parecido muy rebuscado. Ella es una compañera que quiere ser escritora para demostrarle a su papá rico que ella no es buena para los negocios pero que tiene “otros talentos”. Si yo tuviera su lana, estaría en Madrid o en otra ciudad más amigable estudiando literatura en lugar de ir a tallercitos de tres meses. En fin, a mí lo único que me importa es el brillo de sus ojos aceitunados y sus labios carnosos. Ah y también esa cintura tan breve en la que apenas caben mis esperanzas de besarle todo el cuerpo hasta que el deseo la domine por completo.

>>>

Pamela llama al mesero y pide una cerveza, “pero no me traigas vaso”, mira alrededor con seguridad. Y de buenas a primeras nos pregunta “¿y ustedes por qué quieren ser escritores?”. Nos miramos unos a otros y Carlos es el que contesta, queriendo llamar su atención. No es un secreto que cualquiera de nosotros se la llevaría a la cama en la primera oportunidad. “Bueno, lo que pasa es que la literatura siempre me ha gustado”, explica Carlos, “soy un gran lector y quiero escribir cosas que no encuentro en otro lado. Hay demasiada solemnidad”. Luego se queda callado, como esperando que ella diga algo como “¡qué interesante!”. Nadie dice nada. Llega el mesero con la cerveza y Carlos aprovecha para pedir otro whisky “on the rocks”, sí, así de mamón sonó. Entonces Emiliano no pierde la oportunidad de tratar de quedar bien: “Me gusta escribir porque quiero establecer comunicación con mis iguales, quiero sentirme menos solo y más solidario con los que están solos”. Chale, que pex con estos weyes. Pamela agrega algo como “es que escribir es un oficio de solitarios”.

—¿Y tú? —me cuestiona Pamela.

—Yo en realidad no sé si quiero ser escritor —hago una pausa—, esas son palabras mayores.

—¡Cómo crees! —exclama.

—Cómo te explicaré, mmm, bueno, a mí me gusta más leer que escribir. Soy un buscador de relámpagos y siempre estoy esperando encontrar un fogonazo en la oscuridad, una frase que me deslumbre, que ilumine mi locura un poco.

—No mames, pinche Roberto – manifiesta Carlos antes de reír.

Chale, creo que soné muy rebuscado, así que mejor sonrió y bebo otra vez de mi vaso.

—No, no, a mí me parece muy bien lo que dices –Pamela parece realmente interesada—, ¿y qué más?

—Bueno, yo sólo escribo porque es mi mejor terapia para no volverme loco por completo.

Todos ríen y la sonrisa de Pamela me augura puntos a mi favor. Así que tomo confianza y prosigo.

—Yo sólo escribo con el corazón y el alma, no sé si bien o mal, pero lo hago con toda honestidad. No es fácil desnudarse emocionalmente en público, pero no puedo evitarlo.

—Con razón me gusta lo que escribes –interrumpe esa mujer que podría inundar mis madrugadas con delirios.

—Eso es un gran halago para mí –y es verdad—, el combustible necesario para seguir escribiendo.

—¿Entonces todo es autobiográfico? —pregunta Emiliano.

—Sí, la mayor parte, aunque a veces pareciera que sólo es un personaje que trata de convertirse en lo que no he podido ser.

—¡No manches! Entonces has tenido un chingo de viejas –Carlos suena poco convencido.

—No tantas, a veces cuento cosas sobre una misma pero le cambio el nombre en cada historia para evitar demandas o me cobre regalías –bromeo.

Pamela me mira como si comprendiera que está frente a un hombre de esos que le hace falta conocer. Presiento que sus besos no me estarán vedados.

“Escribir es como el boxeo de sombras, hacer fintas frente al espejo; pelear con tu reflejo, sin golpearte de veras; es engañarte un rato y sentirte héroe de novela, villano de tragedias”, añado y luego pido otro trago.

>>>

De camino a casa, Pamela me pregunta por qué no he publicado un libro, “si llevas tanto tiempo escribiendo”. En eso estoy, le recuerdo, “pero aún no encuentro una editorial que confíe en lo que hago”. Pues que tontos, dice. Yo tenía un editor que estaba interesado, pero en realidad no le apasionaban mis letras y sólo calculaba las ganancias por cada libro que se vendiera, aunque siempre me decía que “hacer libros no es negocio”. Yo perdí el entusiasmo. Mi Ipod suena en el estéreo del auto y Antonio Vega canta eso que dice:

“Si ahora me voy de quién serán
las pisadas que oirás llegar.

No existe nada por lo cual
yo te pueda cambiar.

Da igual si no estás,
que te busque por cualquier lugar,
nada me importa hoy,
no se ni dónde voy
persiguiendo sombras.

Busco algo más que un perfil,
es tan distinto a ti.

No puedo distinguir,
no, tu voz dentro de mi.

Es tal el hielo que hay aquí,
este es un frío país
y ni los pies ni las manos
puedo sentir,
pero me gusta recordar,
quiero reconstruir cada imagen,
cada esquina que conservo de ti,
ser un poco sentimental”.

Vaya, la historia de mi vida. Siempre añorando imágenes paganas, besos extraviados, aquella sonrisa que no me volverá a iluminar. Cuando llegamos, le doy las gracias a Pamela por el aventón. Sugiere que le invite otro trago en mi casa. Le respondo que mejor otro día. No sería justo para ella, ni para mí, opacar con fuego otros incendios. Sólo quiero encerrarme a escuchar alguna canción que me orille a extinguir de una buena vez los recuerdos.

manualparacanallas@hotmail.com

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 11 de noviembre de 2010

 

jueves, 4 de noviembre de 2010

El monstruo que alimentas en el sótano

© Manual para canallas

“Tienes un camaleón en la mirada”, me comentó aquella chica. “Ah, gracias”, respondí como un tonto, bueno, como el tonto que suelo ser cuando las cosas no andan muy bien con mi vida. “Ni me des las gracias, porque no es un cumplido”, parecía un reclamo aunque el tono era amable…

Dejé de revisar aquellas hojas y levanté la mirada. Ella me observaba con cierta expectativa. “Perdón, no pretendía darte el avión” o algo así pretexté. Ella me sonrió, antes de preguntarme “¿a ver, qué fue lo que te dije?”. Tampoco soy tan cretino para no poner atención. Puedo ser un distraído, pero no un inconsciente. “Que tengo un camaleón en la mirada”, dejé en claro y con ello di pie a una explicación. “Es que tu mirada se mimetiza y supongo que es un acto de defensa”, aquella chica era un tanto extraña. “¿Podrías ser más específica?”, le cuestioné. Era lo que buscaba. “Vamos a fumar un cigarro y te platico”, se encaminó al pasillo. La seguí afuera y me despedí de los chicos que quedaban en el salón. Una vez más había aceptado ir a dar una charla sobre periodismo. Siempre me pasa que algún amigo que da clases me invita, más bien me compromete, a platicar con sus alumnos con el chantaje de “es que no manches, ya hay poca gente honesta en este medio” o con el rollo de “tú eres muy divertido cuando platicas”. Yo no me dejaba engatusar por una u otra cosa. Sólo aceptaba porque me cuesta trabajo decirle “no” a los cuates. Así que allí estaba, en esa escuela de paga, rodeado de chavales a los que les importaba un carajo lo que yo dijera de esta profesión tan desprestigiada por los programas de chismes. “¿Nunca quisiste salir en la tele?”, me preguntó una guapa de ojos verdes. “Me sobra vergüenza y me falta una sonrisa falsa”, fue mi respuesta aunque luego dejé en claro que la televisión está llena de cretinos, de farsantes, “y contra eso no puedo competir”.

>>>

Mientras fumábamos, la chica acabó de darme los detalles: “En tus ojos hay algo de nostalgia, pero la ocultas con dureza. Y de pronto destellan alegría, pero te escondes en la malicia, por eso digo que hay un camaleón en tu mirada”. Di una calada al cigarrillo, exhalé el humo y la reté, “y ahora me vas a decir que también sabes leer el aura, ¿no?”. Se molestó un poco. “Ash, qué tonto”, me empujó con el hombro la muy confianzuda, “mejor no te hubiera dicho nada”. Reímos un poco, me detalló que escribía poesía y que le interesaba mi opinión. Acabamos yendo a comer, intercambiamos correo electrónico y nos despedimos como dos amigos. Para entonces yo ya sabía que se llamaba Elisa y que soñaba con irse a viajar por Europa. Esa misma noche me mandó sus poemas, incluido uno que se llamaba “Un camaleón en la mirada”, con la típica dedicatoria. No escribía nada mal, tenía algunas metáforas afortunadas, aunque aún sus letras eran un tanto ingenuas y le fallaba un poco la acentuación. Así se lo dije por messenger. Ella agradeció mi sinceridad. Un día cualquiera me invitó a salir. Fuimos a emborracharnos. Se quedó en mi casa. Era más apasionada en la cama que con la poesía. Me advirtió que estaba en una pausa con su novio, que tal vez regresaría con él. “No necesitas darme un instructivo”, asenté, “porque no pretendo enamorarme”. Ninguno quería compromisos, pero ella acabó por enamorarse. Luego comenzó a ser cursi, algo que siempre me ha contrariado. “Me gusta estar contigo, pero más me encanta que tú me inspiras”, soltó una vez que bebíamos en un barecito. Y sacó su libreta y me leyó algunos esbozos que hablaban de “nuestro amor, de esta pasión”. Miré su cerveza y dudé que Elisa ya anduviera ebria. “Están chidos”, la animé, “pero no esperes que llene la tina de baño con pétalos de rosa”. Apenas iba a darle un sorbo a la Corona y se detuvo: “A veces eres tan mamón que no sé cómo te aguantas tú solo”. Ya empezaba a chocarle mi ironía. Nada raro. “No tengo escapatoria”, indiqué, “soy rehén de mis defectos y nadie en su sano juicio pagaría el rescate”. Sus ojos brillaron. “Oooye, eso suena pocamadre, ¿me lo regalas para un poema?”, y me acarició la pierna. Como si no hubiera yo notado que algunos de sus textos, los menos cursis, estaban poblados de frases mías. Carajo, así que ya ni siquiera podría usarlos en mis historias. Y ni modo de acusarla de plagio.

>>>

“El ogro que alimentas se come mis sueños,
devora mis desvelos cuando no te tengo.

El monstruo de tu indiferencia ha roto sus cadenas
y saldrá del sótano para atraparme,
para hacerme rehén de tus defectos.

Si no logro escaparme,
por favor, que nadie pague el rescate”.

Ese fue uno de los últimos poemas que me escribió Elisa antes de convencerse de que yo nunca podría amarla. Aunque me gustaba mucho y me parecía una mujer sensible, inteligente, era harto inmadura. Lo acabé de comprobar el día que su ex novio se apropió de su messenger y me dijo una serie de barbaridades propias de un escolapio, como: “¿Qué te traes con mi novia imbécil?”. Yo le respondí que su “novia” no era ninguna imbécil, que en todo caso quiso decir, “¿qué te traes con mi novia, (coma) imbécil?”. Me reí un rato a sus costillas y le animé a no desesperarse “porque la inmadurez es una enfermedad que se cura con el tiempo. Aunque para eso de ser idiota, aún no encuentran el antivirus”. Yo no le dije nada a Elisa, más bien su ex novio se indignó y acabó por maldecirla. Supongo que aún la amaba y el corazón suele aconsejar muchas pendejadas. Ella me reclamó a mí, por ser tan duro con “el pobrecito de Cristopher”. Me sacó de mis casillas, le dije que no soportaba sus cursilerías y que me encantaría que regresara con su ex novio porque estaban hechos a la medida. Se ofendió bastante, intentó darme una cachetada, y comprendí que me había excedido. Esa noche hicimos el amor como desesperados. Yo sabía que era la última vez que su desnudez deslumbraría mi tacto. No hubo despedidas, ni cartas con posdatas. Aunque seguramente ella me recuerda cuando escucha a Babasónicos cantar eso de

“tengo que aprender a fingir más
y a no mostrar lo que siento.

Tengo que aprender a fingir más
y a pilotear lo que pienso.

Trato de acercarme a una puerta
y escucho un enjambre de moscas silbar,
disimula, que están zumbando mi nombre,
debemos irnos y no sé por dónde”.

manualparacanallas@hotmail.com

 

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 04 de noviembre de 2010

 

jueves, 28 de octubre de 2010

Hay aromas que convocan tus recuerdos

© Manual para canallas

Mi hermana hoy tendría unos 30 años. Para ser honestos, no recuerdo la fecha en que murió. O más bien es algo que he preferido, hemos preferido olvidar. Mónica era una niña hermosa, como suelen serlo todos los bebés…

Y digo que era hermosa porque se trataba de mi hermana o quizá debido a que así he querido conservarla en mi memoria. Ahora que me acuerdo, aquella bebé se reía poco, nos observaba sentada desde la cama mientras nosotros andábamos en chinga antes de que llegará mi madre de trabajar. Nadia lavaba trastes, yo trapeaba la sala, mientras Claudio sacaba la basura y Silvia jugaba en el patio con los vecinos. La nena sólo estaba sentadita, sin quejarse demasiado. Mi padre ya se había largado, un par de años atrás, a vivir con otra mujer, pero aquello no le impedía ir a buscar a mi madre cuando andaba ebrio o caliente... o ambas cosas. Alicia, mi jefa, seguía enamorada de él, así que tampoco se hacía del rogar. Por eso no resultó extraño que Alicia se embarazara una vez más. Ya éramos cinco hijos y mi madre ni siquiera tenía en claro lo que haría para sacarnos adelante, porque el desobligado de mi jefe ni siquiera nos pasaba una pensión fija. Ahí cuando quería le dejaba unos pesos a la tonta de Alicia, que lo seguía recibiendo en casa cuando a él se le antojaba. Uno a esa edad no entendía bien a bien qué sucedía. Yo no recuerdo haber extrañado a mi padre, acaso porque estaba demasiado ocupado estudiando, haciendo deberes en casa, abrumado con las tareas y entusiasmado con las cascaritas de fucho en el vecindario. Ni siquiera recuerdo cuando nació mi hermanita. Un buen día estaba allí. Y otro día cualquiera, mi madre debió regresar a su trabajo como afanadora. Así que desde ese momento nos quedamos a cargo, todas las tardes, de una bebé a la que apenas podíamos cuidar. En lugar de andar de vagos, como todos los chavales de nuestra edad, teníamos que cambiar pañales y lavar mamilas. Mi hermana Nadia no tenía una muñeca decente, pero ya era una madre a escala de una bebé de carne y hueso. Pobre de mi carnala, en lugar de jugar a la comidita con sus amigas, tenía que preparar mamilas y arrullar en sus brazos a la menor de mis hermanas. Y aunque supongo que era una lata todo eso, nosotros queríamos mucho a Mónica. Eso lo tengo bien claro. Yo la recuerdo sentada en la cama, con su chambrita amarilla, mirándonos pasar de un lado a otro. No la puedo evocar sonriendo y debe ser porque en realidad en aquella casa había pocos motivos para sentirse feliz. Y eso, cuando eres niño, te marca para siempre.

>>>

Apenas llegué de la escuela y aventé mi mochila sobre el cesto de ropa sucia. No sé por qué agarré esa costumbre, pero debió ser porque mi madre se enojaba si dejábamos cualquier cosa en el sofá, como suelen hacer todos los chamacos. Lo primero que me llamó la atención es que mi hermanita no estaba en la cama, ni las almohadas que le poníamos alrededor para que no se fuera a caer. Se supone que ella debería tener una cuna, pero carajo, si apenas teníamos cama y un colchón tan viejo que los resortes habían perdido fuelle. Fui a buscar a Nadia, pero no estaba ni en el traspatio. Me senté a la mesa, esperando que pasara no sé qué, acaso intrigado, quizá sacudido porque rompían mi rutina de llegar directo a saludar a la bebé. Entonces llegó Nadia de la tienda, con medio kilo de huevos en una mano. Me explicó que la nena se había “puesto mal” y que la llevaron al hospital desde temprano. Mis hermanos menores, Claudio y Silvia, estaban en casa de mi tía Concha. Tampoco nos preocupamos gran cosa, aquello parecía normal. Al tercer día ya dejó de ser algo “normal”, pero nadie nos daba explicación. Hasta que una noche mi madre volvió del hospital y en cuanto la vi supe lo que había sucedido. Mis ojos se fijaron en su mirada llorosa, corrí a abrazarla y sólo repetía “mi hermanita, mi hermanita, mi hermanita”. Alicia me abrazó y sus lágrimas resbalaron sobre mi cabeza.

>>>

Mónica no era una bebé risueña, pero en mi memoria siempre me ha parecido hermosa pese a sus ojos tristes. Tenía el cabello rizado, así que tal vez le hubiéramos dicho “china”. Era menos morena que nosotros y tenía una nariz parecida a la mía. Bueno, en realidad se parecía más a mi hermana Silvia. O tal vez guardaba más similitud con Claudio y yo sólo me lo estoy figurando. En casa hablamos poco de ello. Cuando falleció Mónica, mi madre se limitó a decirnos: “Su hermanita estaba muy enferma”. No supimos de qué o por qué, así que sacamos nuestras propias conjeturas. Yo molestaba a Nadia y le decía que “tú tienes la culpa porque le dabas la leche fría”. Y ella me echaba en cara que “nunca la tapabas cuando se quedaba dormida”. Eso se explica porque lo único que nos habían comentado es que la bebé se había puesto mal de la gripa. Éramos los menos culpables, pero nos martirizábamos uno a otro. Muchos años después, cuando ya habíamos sido demasiado crueles, nos enteramos que Mónica murió por una afección cardíaca, que era imposible que hubiera sobrevivido. El tiempo que vivió con nosotros fue suficiente para amarla, aunque después la hayamos sepultado en el olvido. A nosotros no nos llevaron al sepelio, porque era algo “muy fuerte para los niños”. Mi padre no asistió porque no quiso. Mónica tuvo un funeral sin mucha gente. Y aquella tarde cayó un diluvio. Y yo no dejaba de mirar a través de la ventana empañada, esperando que mi madre regresara para que me abrazara. Nunca supe dónde estaba la tumba de mi hermana, nunca nos llevaron a visitarla, y mi jefa se limitaba a poner dulces y leche en la ofrenda del Día de Muertos, porque ni siquiera alcanzamos a tomarle una foto a Mónica antes de que falleciera. Es curioso, pero nunca había recordado todo esto. Será que me anda rondando mi bipolaridad. Será que cada víspera de Día de los Santos Inocentes, invariablemente, viene a mi recuerdo la imagen de aquella niña que sonreía poco y tenía una mirada profunda como la mía. Y lamento que ya no exista esa tumba para llevarle flores. Mi madre seguro que volverá a poner dulces y leche en la ofrenda. Y encenderá una veladora. Y el aroma a cempazúchitl llenará la casa de recuerdos.

manualparacanallas@hotmail.com

 

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 28 de octubre de 2010

 

jueves, 21 de octubre de 2010

Tu ángel de la guarda no hace horas extras

© Manual para canallas...

Una señora de las Lomas mira con asco a la anciana que pide limosna. Un auto de lujo se detiene la esquina y aquel viejo ejecutivo hace guiños a un menor de edad. Ah, esta ciudad obscena, tan maquillada de lujuria, que no tiene un monumento a la ternura, ni una embajada de la bondad o su universidad de la poesía

Esta urbe es ubre que destila nuestras locuras, tanta podredumbre. Esta ciudad intoxica con su tufo a mujer ebria, con su aroma a cloacas corroídas, con su perfume de furcia barata. Y mi calle está llena de baches, de alumbrado tuerto, y hasta hay una cruz en la acera de enfrente que recuerda la muerte fulminante de no sé cuántas esperanzas.

Este asfalto nos conducirá algún día a la locura de tanto esperar por lo que desesperamos. Estas calles vacías de piedad, abundantes en pesadillas, delirantes de gritos que desgarran una madrugada de balas, de miedos a medio morir.

Una oración no te salvará de las ráfagas, ni te aislará del ulular de las ambulancias que rasgan el alba y empañan los ojos frente a la sala de urgencias. Un adolescente-casi-niño se debate entre la vida y la muerte por el fuego cruzado, por la ineptitud de un presidente que suele confundir las condolencias con los discursos desgastados.

Y un pordiosero husmea en los botes de basura, mientras aquel senador se prueba unos zapatos obscenamente finos o un diputado pide el platillo más caro en la terraza de un restaurante con vista a la catedral. Y las miradas de ambos se encontrarán en el crucero y no hallarán puntos en común porque al menos el mendigo reflejará más humanidad que el méndigo de corbata italiana.

Las campanas de aquella iglesia lejana tampoco sonarán a bálsamo para la joven prostituta que fue engañada con promesas de amor, con promesas que se volvieron bestias tras los ojos de aquel hijo de puta que le recetó mil golpes para clausurar las lágrimas. Y una madre morena imaginara que su hija se fue del pueblo para sufrir menos o quizá ganar un poco más en esta pésima apuesta que era su vida. Y en el olvido quedarán los días en que esa pequeña sonreía mientras correteaba las gallinas. Y llegará el momento en que su hermanito, calzado con unos tenis que le quedan grandes, dejará de preguntar por la chica que cantaba con él mientras buscaban un poco de leña seca. Y no habrá llanto suficiente que alivie tanta injusticia, tanto dolor, ese rencor, la nostalgia por la muerte, las ganas de abrazar a mamá en busca de consuelo.

Además no hay dioses suficientes para atender tantas plegarias o el exceso de oraciones llegadas desde este páramo tan lejano. No, no hay veladoras que valgan, ni rezos que invoquen cielos, mucho menos agua bendita que colme la sed de los que más necesitan. En definitiva, escasean los dioses. Y peor aún, los ángeles de la guarda no trabajan horas extras ni en días feriados.

Esta escuela del terror que nos depara una graduación de la degradación. Esta tierra que ya no es húmeda, ni despide olor a lluvia, sino a frío que cala el alma. Esta postal grisácea tan llena de esmog y hormigón, tan sobre maquillada de grafitis, tan carente de calor o color que ilumine los pasos extraviados.

Ahhh, maldita y asfáltica ruta hacia la desolación. Tremenda avenida de los desesperados, inmensa vía que conduce a todos los sitios y a ningún lado. Caótico callejón tan lleno de oscuridad, tan poblado de gatos con ojos de fuego y uñas que rasgan tu peor superstición.

Y es amor y es odio lo que conviven en tu corazón cuando miras los ojos vidriosos de esta ciudad en llamas, de esta urbe que seduce con una pasión malsana. No por nada Efraín Huerta fue tajante en su poesía:

 

“¡Los días en la ciudad!

Los días pesadísimos
como una cabeza cercenada
con los ojos abiertos.

Estos días como frutas podridas.

Días enturbiados por salvajes mentiras”.

No por nada la Orquesta Mondragón hace un carnaval cuando canta que

 

“la ciudad donde vivo
es el mapa de la soledad,
al que llega le da un caramelo
con el veneno de la ansiedad.

La ciudad donde vivo
es mi cárcel y mi libertad.

La ciudad donde vivo
es un ogro con dientes de oro,
una amante de lujo
que siempre quise seducir.

La ciudad junta a dios y al diablo,
al funcionario y al travestí.

La ciudad donde vivo
es un niño limpiando un fusil”.

No por nada, quienes vivimos aquí, hemos establecido una relación enfermiza, codependiente, con esta amante que tiene corazón de neón, alma incandescente. Deberíamos de huir y dejar de sumergirnos en el Metro que tanto aborrecemos. O arriesgarnos a que un buen día el forense dibuje con tiza nuestra silueta en el suelo.

manualparacanallas@hotmail.com

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 21 de octubre de 2010

 

jueves, 14 de octubre de 2010

Desempolvaré mi disfraz de adivino

© Manual para canallas...

Una mujer insegura es un catálogo de dudas. Sí, la tendencia de ellas es preguntar demasiado. Pero Marifer abusaba de los signos de interrogación. Su muletilla favorita era “¿adivina qué?”.

Y durante un tiempo caí en sus hábitos y, mientras todo era novedoso, yo solía responder con otra pregunta más simple: “¿qué?”. Cuando pasó el entusiasmo, pensé seriamente en desempolvar mi disfraz de adivino.

—¿Adivina qué? –me preguntó aquella noche, en cuanto llegó del trabajo.

—No me digas, no me digas –hice una pausa–. Tu madre dejará de meterse en nuestra relación, ¿no?

Ella me lanzó una daga con la mirada. Yo contuve la risa y trate de parecer serio, lo cual me cuesta trabajo.

—Ah, ya sé. Tu amigo Alex al fin decidió salir del clóset y aceptó que está enamorado de su maestro de yoga –seguí mirando a Gregory House en la televisión.

Ya no aguantó más y advirtió que “me choca que te sientas un tipo listo todo el tiempo”. Marifer pasó frente a mí. De reojo miré cómo se quitaba el saco y la blusa. Tenía hermosos senos y una cintura envidiable.

—Me voy a la convención en Guadalajara –sonó enojada—. Y odio que me amargues las buenas noticias.

Ahhh, eso no presagiaba nada bueno. Pero hacía unos meses que las conversaciones se reducían a cómo le había ido en su nuevo trabajo.

—¡Felicidades! Tienes todo un fin de semana para olvidarte de este tipo listo –lo que a mí no me emocionaba.

—Aunque lo digas de broma –se había puesto la bata, lo que anunciaba que otra vez se dormiría temprano y acortaba nuestras posibilidades de tener sexo.

—Me parece estupendo. Así podré irme al bicho con mis amigos sin que me estén llamando 20 veces para ver a qué hora llego a casa –aclaré.

—Por mí, puedes hacer una pijamada con las putas de tus amigas –fue hacia la cocina y se sirvió un vaso de leche.

—¿Una pijamada? Eso es para fresas que escriben tonterías en sus diarios –recordé una de sus anécdotas de cuando iba en la prepa.

—Pues entonces haz una fiesta de disfraces, pero adviérteles que no cuenta el disfraz de zorras que usan cada fin de semana –fue a sentarse a mi lado y remarcó la palabra “zorras”.

Tuve que carcajearme. La abracé e intenté besarle el cuello. Su respuesta me quitó las ganas: “estate en paz, que me vas a tirar la leche”.

Marifer últimamente se sentía “tan cansada” que nuestras relaciones íntimas se reducían a compartir el shampoo y la pasta de dientes. La notaba bastante distante y yo tampoco hacía mucho por acercarme.

>>>

Un buen día, Marifer me comentó que su nuevo jefe no era “nada feo” y que al parecer coqueteaba con ella, pero además pretextaba que “está casado y además es muy grande para mi gusto”. En realidad no lo era tanto, sólo le llevaba unos diez años. Y el tipo comenzó a tener detalles con ella, como darle un certificado de regalo de Liverpool en su cumpleaños “para que te compres algo que te haga ver aún más guapa”. Eso decía la tarjetita que acompañaba la envoltura. “Eaah, alguien le gusta a su jefe”, lo tomé a la ligera. “No seas tonto. Alberto sólo trata de ser amable”. Vaya, ni me había dado cuenta de cuándo “mi jefe” pasó a ser “Alberto”. Debí captar las señales, pero yo estaba demasiado ocupado en otras cosas. Cuando las relaciones entran en el túnel de la rutina, uno busca atajos que hagan menos monótono el trayecto. Te refugias en los amigos, en escribir por las madrugadas, hacer carambolas de tres bandas, irte al estadio mientras ella visita a su madre. Y así hasta que los silencios son cada vez más extensos.

—¿Adivina qué? –su pregunta de siempre.

—Espera, deja sacó mi bola de cristal. La compré ayer y me muero por estrenarla –cerré el libro que leía y la miré. Ella sólo me observó con un aire de impaciencia.

—Contigo no se puede hablar –se encerró en la recámara. No duró mucho su enojo y regresó.

—¿Me puedes poner atención un minuto? –otra maldita pregunta.

—Mi atención es toda tuya, igual que mis caricias –la tomé por la cintura y traté de sentarla en mis piernas.

—¿Ya vas a empezar? ¿Sólo piensas en eso? –dos jodidas preguntas al hilo.

—Sí, soy un obseso sexual, sobre todo, tras dos semanas de sólo verte dormir –dije.

—Pues me acaban de aumentar el sueldo y pensé que te daría gusto saberlo –No me dio tiempo de comentar algo, porque se fue a encerrar otra vez a la recámara.

Ni siquiera llevaba un año en el trabajo y ya le habían aumentado el sueldo. Yo sabía lo que significaba eso. Más viajes de trabajo, menos tiempo juntos, el afán de su jefe por seducirla, el deterioro de nuestra relación. Y a los dos meses terminamos. Y ella acabó acostándose con Alberto. Aún siguen juntos, aunque él no va a divorciarse. De repente Marifer llega a llamarme y me sugiere que deberíamos vernos. Alguna vez salimos y me pidió que retomáramos “los buenos momentos”. Yo me limité a decirle que “no creo que funcione como al principio”. Y ella soltó una avalancha de preguntas: “¿por qué?, ¿ya no me quieres?, ¿andas con alguien?, ¿ya no te gusto?”. Seguía siendo guapa, pero el orgullo es una mascota herida, desconfiada, después de que la han pateado. “La respuesta es simple, he desempolvado mi traje de adivino y creo que tú y yo no tenemos futuro”, fue lo último que dije al respecto. Cambiamos de tema, pagué la cuenta, la acompañé a su auto y le dije “hasta nunca” con una seña de adiós en la mano. Recordé a un poeta que recitó en silencio

“tus ayeres a mi lado serán hermosas postales
que no recibirás en tu nuevo domicilio”.

manualparacanallas@hotmail.com

 

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 14 de octubre de 2010

 

jueves, 7 de octubre de 2010

Sólo te queda empeñar el alma

© Manual para canallas...

A veces me siento como un tonto, esperando algo que me diga que la vida es mucho más que esta sucesión de soledades, este recuento de maldiciones o fracasos. Y me da por poner una y otra vez la misma canción:

“Hice un lugar en el refugio de mis sueños
y guardé ahí mi tesoro más preciado,
donde no llega el hombre con sus jaulas
ni la maquinaria de la supervivencia…

Me fue más fácil intentar la vida,
que venderla al intelecto y la conformidad.

Y ahora sólo un camino he de caminar…

Y morir queriendo ser libre,
encontrar mi lado salvaje”.

Cómo tú, como tus padres, como el vecino, igual que el microbusero, la enfermera, el policía, los maestros, el licenciado o aquel arquitecto, la mesera y cualquier estudiante, siempre he sido un número. No importa el nombre, lo que cuenta es la matrícula, la cantidad que debes, los intereses que pagas, el número de cuenta, el número en la lista, el tanto por ciento de una encuesta o un turno en el banco.

Desde que recuerdo siempre he sido una cifra. En la primaria era el número 12 o el 14 en la lista, pero en la secundaria me asignaron el 17 durante tres años.

En las cascaritas del recreo siempre me escogían al último sólo porque usaba lentes, pero ahora resulta que para Hacienda soy una prioridad. Y cómo no, si lo que quieren es cobrarme impuestos, aunque en mi calle el alumbrado público esté descompuesto, pese a que el Preciso no ha respondido a mis expectativas y este país siga en la ruina. Quién sabe si les deba algo, pero no creo poder pagarles en efectivo y mi alma tiene visa para el purgatorio desde hace un buen rato. Además mi saldo bancario es frecuentado por los ceros, así que mejor les hago un inventario por si planean un embargo.

Soy dueño de muchos defectos, de mil suspiros frente a la ventana, tengo la letra incompleta de una bolero, he comprado un traje negro, ya soñé con mi funeral y por fin terminé mi epitafio. No he dictado mi testamento porque desde niño sólo ahorro retazos de memoria para no olvidar lo feliz que era.

Desde que recuerdo nunca confíe demasiado en la vida, mucho menos en el destino, así que todos los días me encomiendo a un San Judas de yeso que me mira con ternura. En cambio, el póster de Darth Vader siempre destella malicia.

Por poco lo olvido, pero también tengo una máscara de Blue Demon, así como un Pato Lucas de peluche despeinado, todos los libros de Bukowski, acetatos de Los Fabulosos Cadillacs y Radio Futura, un reloj que se retrasa cada hora, un saxofón desafinado, una Betamax descontinuada, un Atari descompuesto, este maldito refrigerador que ronca más que mi abuelo, el faro de un Volkswagen que estrellé en la madrugada, un banderín de Cruz Azul, los 20 poemas de amor y una canción desesperada y un tarot que lee el pasado.

Igual poseo una torre Eiffel en miniatura, la autopista Scalextric de mi infancia, unos Converse clásicos, la playera de la Selección del 86, esa foto del Che Guevara, el póster gigante de Tin Tan, una combinación del Melate sin revancha, un espejo que sólo refleja los defectos, el boleto de una rifa fraudulenta, un trofeo al menos popular de la prepa, una colección de fracasos que nadie querría en una subasta. Conservo las tiras de Mafalda, el diploma al mejor portado en segundo de secundaria, las figuras de Kiss en miniatura, una que otra revista Mad; y valoro el disco autografiado de Sabina, la foto con Calamaro, un cómic noventero de Mortadelo y Filemón, una edición viejísima de Las batallas en el desierto, tus besos para mis madrugadas en vela, y aquella bufanda que mi hermana me tejió hace dos Navidades. Tengo dudas, tengo certezas, pero lo mejor de todo es que tengo el espíritu de los que nunca se dan por vencidos, aunque vengan del banco a embargarles hasta el último suspiro. Y es entonces que entro en sincronía con esa rola de La Renga que vocifera:

Y ahora sólo un camino he de caminar,
cualquier camino que tenga corazón.

Atravesando todo su largo, sin aliento,
dejando atrás mil razones en el tiempo.

Y morir queriendo ser libre,
encontrar mi lado salvaje,
ponerle alas a mi destino
y romper los dientes de este engranaje.

manualparacanallas@hotmail.com

 

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 07 de octubre de 2010

 

jueves, 30 de septiembre de 2010

Un hombre alado extraña la tierra

Manual para canallas...

Miguel Ángel perdió su empleo. Ya tiene rato de eso, así que se empleó eventualmente en oficios malpagados. Con estudios truncos de preparatoria, tampoco es muy sencillo encontrar una buena chamba

Lo intentó en un Oxxo, también como valet parking, un rato de mesero, pero siempre llega un punto en que la desesperación es una mascota pulgosa, que te sigue a todos lados con su famélica figura y esa hambre constante. Y encima su problema con el alcohol acentuó su crisis. Lo mental, lo emocional, pasó a derruir su ya de por sí endeble economía. Y con los ánimos vacíos y los bolsillos repletos de cuentas por pagar, encima tenía que lidiar con los reclamos de su ex esposa: el niño necesita zapatos, ya debo tres meses de renta, apenas nos alcanza para malcomer, eres un desobligado, no tienes para darme pero bien que te emborrachas con tus amigotes… De buena gana se tiraba en la calle, a mendigar una que otra lástima, pero le sobraba orgullo y le faltaba dignidad. Eso es más o menos lo que me platicó en el poco tiempo que lo conocí. Algunos meses fue portero del edificio que habito. De vez en cuando lo encontraba en la esquina o por el mercado. Hasta que el otro encargado de la puerta me puso al tanto: “Se acuerda, joven, del otro portero, el morenito que trabajaba aquí antes…”. Pues le escasearon las fuerzas para luchar. Optó por colgarse en un hotel barato del Centro. Una baja más en las filas del desempleo. Y ni siquiera es una estadística en el informe presidencial, en ese recuento de logros que rebosa optimismo pese a que este país es una embajada del pesimismo. Vale madres, últimamente la muerte anda rondando demasiado cerca. Yo mejor me hago el distraído, no vaya a ser que me quiera hacer un guiño. Creo que le bajaré al cigarro y a las fritangas. Ya ven a Cerati, tan sano que se veía, y ahora está en terapia intensiva y hasta lo andan dando por fallecido antes de tiempo. “Un hombre alado extraña la tierra”, debería ser su epitafio el día que se nos muera.

>>>

Aquel chavito me convenció con su desfachatez. Le compré dos cachitos de lotería. “Con una condición”, lo reté. “A ver”, se plantó muy seguro de sí mismo. “Que me digas cuánto es ocho por siete”, dije por probar algo. “Son 56”, soltó con seguridad. “Oye, sí te la sabes”, no dejó de sorprenderme. “Pa’que veas que sí estudio”, me echó en cara, “ahora cómprame un cachito, son para el viernes”. Así que le compré dos, aunque nunca he confiado mucho en mi suerte. “¿Y a qué hora vas a la escuela?”, le pregunté. Me respondió que en las mañanas, que sólo en las tardes le ayudaba a su madre a vender billetes de lotería. “Échale ganas”, le sugerí, “para que un día dejes de vender”. El chaval, que debía tener unos diez años, me recordó al niño que alguna vez fui, será por eso que simpaticé con él. “Pues claro, porque quiero ser abogado”, ese chamaco hablaba demasiado mientras me daba mi cambio. “No manches, tú tienes cara de gente decente”, solté la broma, “¿y por qué quieres ser abogangster?”. Miró hacia otra mesa de esa cantina céntrica y dijo como si nada, “pues para defender a las señoras como mi mamá, para que no las dejen botadas con sus hijos, para que el papá les dé dinero”. Obviamente se refería a la pensión que no todos los ex maridos saben o quieren atender. “Muy bien, pues te felicito”, mi deseo era sincero, “es más, toma” y le di 50 varos, “pero es para ti, para que lo gastes en la escuela”. Quise ser optimista, pero sabía que le entregaría el billete a su jefa. Cuando se alejó no pude evitar sonreír y le dije a mi amiga que “ojalá todos los niños como él no la tuvieran tan difícil”. Ana me miró con expresión de tú-siempre-tan-acomedido y me tendió los boletos, mientras me señalaba que “no son para el viernes”. En efecto, eran para mucho después. Pinche escuincle, pensé y aún así no pude dejar de sonreír. Intuí que la vida puede ser dura, pero cuando tienes el espíritu para salir adelante no habrá nada que te detenga. Y me lo imaginé, al chavito, ejerciendo un día como abogado. Seguro que lo conseguirá, así que levanté mi copa y le dije salud a mi acompañante.

>>>

Nunca había visto llorar a mi madre de aquella manera. Sí, recuerdo con claridad sus sollozos en la oscuridad, agobiada por el abandono de mi padre y devastada por la obligación de mantener a cuatro chamacos. Pero aquello era diferente: esa manera tan desesperada de gemir, de jalarse los cabellos. Mi hermana Nadia se tapó con las cobijas, mientras Claudio y Silvia -los menores- dormían ajenos al drama. Yo estaba sentado en la cama, inmóvil, sabiendo que no podía hacer nada para calmar a mi jefa. No lo sabía, pero quizá debí acercarme a ella y abrazarla, sólo que mi educación sentimental era nula. A mis nueve años era un pequeño imbécil, incapaz de correr a decirle que todo estaría bien. “Ay, hijo, ya duérmete”, me dijo Alicia cuando se calmó un poco. Yo empecé a llorar, contagiado por su tristeza. “No m’ijo, no llores, tú no tienes la culpa de nada”, ella me abrazó sintiéndose peor al ver mis lágrimas. “No te preocupes, no pasa nada” y me abrazó conmovida. Me contó que le habían robado el monedero en el camión y que apenas en la tarde había cambiado su cheque. En pocas palabras, no tenía para pagar la renta y eso en la escala de nuestro miserable mundo era una verdadera tragedia. Por fortuna, los dioses fueron pródigos con nosotros y nos regalaron a una madre a prueba de siniestros. Y Alicia trabajó el doble, puso un puesto de quesadillas afuera del vecindario, y poco a poco, con más sudor que talento, nos empujó hacia arriba. Y nos heredó una gran enseñanza de vida: por muy lejana que se vea la salida de emergencia, no hay que dejar de luchar para llegar a ella. Y un poema de Néstor De Luca siempre le hará justicia a mi madre:

“Un trueno será enviado para cimbrarte,
un mar de tormentas inundará tu extravío,
acaso navegarás sin rumbo fijo,
pero en tu interior hallarás el fuego interno,
ese destello eterno que cobijará tus dudas
y reorientará tu destino.

Que la grandeza cabe en tu corazón,
en ese pequeño motor que sólo precisa
del combustible exacto,
del amor imperfecto que mueve mundos,
que congela odios y genera las sonrisas
para un mañana imperfecto”.

manualparacanallas@hotmail.com

 

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 30 de septiembre de 2010