jueves, 24 de abril de 2008

Coleccionar amores fallidos

© Manual para canallas

Mónica es llenita pero tiene buena cadera y senos generosos. Se arregla bien y cuando usa jeans provoca malos pensamientos y piropos al pasar. Usa gafas modernas, copias baratas de las que traen las famosas, y se recoge el pelo con una cinta que varía de color según ande vestida. Es guapa a secas, pero “está bien buena”, dicen sus compañeros de oficina cuando miran su trasero. A sus 32 años ella es demasiado inmadura y hasta algo berrinchuda. Recién separada de un tipo que no quiso casarse con ella ni presentarle a su familia, Mónica se siente liberada, así que todos los días se arregla como si fuera noche de antro y coquetea con los hombres guapos y también con los feos. Ella es secretaria y le encanta que la chuleen, aunque sean los chavos que hacen la limpieza y hasta el señor del estacionamiento. Hace un mes que se acuesta con su jefe y todos lo saben, aunque ella crea que han sido discretos. Según Mónica, nadie se ha dado cuenta, pero sus compañeras no la bajan de “zorra”. De hecho, a Mónica ni le gusta don Hugo, pero “es un caballero y me trata como una reina”, según le cuenta a su amiga Susana, que es su íntima desde que estudiaban juntas. Hugo es más bien feo, incluso un poco barrigón y le lleva unos 15 años, pero “tiene una Explorer muy padre” y siempre le lleva regalitos o la invita a restaurantes caros e incluso le regala ropa interior para que ella luzca mucho más hermosa, cuenta con malicia la muchacha. Todo eso no parecería raro, si no fuera porque Hugo es casado y tiene una hija de 21 años. Pero eso a Mónica no le importa, porque siempre ha andado con sujetos casados, aunque ella se justifica con el argumento de que son los únicos que la buscan. Es más, si un tipo le gusta o le interesa más de la cuenta, ella se da sus mañas para tratar de “divorciarlo”: ya sea dejándole recaditos en la bolsa del saco, manchándole la camisa con carmín, echando cerillitos del hotel en su pantalón y, ya en caso extremo, pedirle a su amiga Susana que le hable a la mujer del susodicho para decirle que “su marido la engaña con una secretaria de la oficina”. Y sí, le ha funcionado un par de veces, porque los tuvo para ella sola un buen rato, sólo que al final sus galanes acabaron reconciliándose con su familia y la dejaron botada. Aunque da el “gatazo”, si miras bien a Mónica te darás cuenta de que es menos de lo que aparenta o algo así como unos jeans piratas de Armani o unas gafas apócrifas de Ray Ban: tiene cintura, pero también un mapamundi de estrías; su sonrisa es agradable, pero le falta un diente del lado derecho; es muy simpática y alegre, pero igualmente chismosa y destructiva; vestida se ve espectacular, pero desnuda sufre con la celulitis. Cuando se mira al espejo, cada mañana, lo hace con indiferencia, como si fuera la villana de una telenovela. Y cuando se pinta la boca, suelta una sonrisa entre cínica y maliciosa. La ternura no tiene espacio en su rostro.

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Nada es más patético que una mujer que odia. Y peor si está herida por un desaire, un despecho. Son horribles: se ven feas, hechas jirones, histéricas y encima pensando sólo en vengarse, en destrozar al maldito que tuvo el atrevimiento de “abandonarla” o “cambiarla por otra”. Y lo peor de todo no es que destilen amargura, sino que se ciegan, no saben ver que si aquel estúpido no está con ellas es porque no valía la pena. Por lo general, estas mujeres adoloridas prefieren ahogarse en alcohol, romper las fotografías o tirar a la basura los peluches y regalitos, antes que sentarse a reflexionar que se merecen a un buen hombre y no a un patán que en cualquier rato las bota. Es lo malo de no conectarse con sus demonios y sus ángeles internos, porque prefieren ver telenovelas o leer el TV Notas. Todo esto se lo dije a Mónica el día que la cortó su galán en turno. De eso han pasado un par de meses y ella no puede superarlo, encima de que se ha puesto gorda y se “desquita” acostándose con cualquiera. Es mi amiga y la quiero mucho, pero eso no quita que yo le diga que es una idiota. Y sí, hay hombres malos, buenos y regulares, pero a cada una le toca el que merece, no el que quiere. Igual y es un rollo kármico y siempre le tocan los peorcitos porque está pagando algún daño hecho antes o hasta es herencia de su familia disfuncional. Lo más sencillo es ser básico, simple, porque así fuimos educados, porque tuvimos déficit de afectos, acaso debido a que desde niños fuimos tratados más como una carga que como una bendición. En fin, no me hagan mucho caso, lo que pasa es que el calor siempre me pone de malas, y termino pensando de más, reflexionando sobre la persona que alguna vez fui y que ahora desconozco. Es que conocer tus defectos es igual que tener ratones en la casa: son una molestia, siempre los andas espantando, cuando no te espantan a ti, pero es muy complicado erradicarlos. Y el día que consigues echarlos, te das cuenta de que ahora tienes que lidiar con las cucarachas o con las pulgas. A lo más que podemos aspirar es a dormir tranquilos un día, pero conscientes de que nos esperan noches demasiado calurosas o mil días de ansiedad.

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 24 de abril de 2008

 

jueves, 10 de abril de 2008

Coronas para una reina perversa

© Manual para canallas

¿Cómo se verá una mujer sola, con una cubeta de cervezas en la mesa? Liz se hizo la pregunta en silencio, al darse cuenta que la gente que pasaba frente a ese bar la observaba con extrañeza. Carajo y a mí que chingaos me importa eso, se respondió mientras se acomodaba el fleco. Además, pretextó, no tengo la culpa de que mi pinche galán lleve una hora de retraso. Destapó otra Corona y sonrió con la malicia de las chicas que suelen usar minifalda y escotes reveladores nomás por pura coquetería, aunque en el fondo sean igual de tímidas que una integrante de estudiantina. Cuando dieron las once pidió la segunda cubeta. Desde otra mesa, un tipo alto, delgado, con aquel peinado vintage, a lo James Dean, le lanzó un guiñó entre seductor y atormentado. Ella rehuyó a ese rostro, pero un murciélago aleteó debajo de su ombligo e intuyó que así comenzaba el vuelo del deseo.

El sujeto estaba sentado con dos chavas bonitas, aunque bien fresas, y un par de tipos también atractivos. Los típicos weyes de la Universidad Del Valle que buscan “emociones fuertes” en los barecitos de la Glorieta Insurgentes. El James Dean de mentiritas no dejaba de mirar a Liz, sobre todo sus piernas apenas cubiertas por esa minifalda que le pareció algo exagerada pero que iba perfecta con esa imagen retro de chica de calendario. Ella sintió necesidad de ir al baño, aunque odiaba la suciedad de esos sitios tan públicos. Frente al espejo se retocó los labios, a sabiendas de que las chelas borrarían el carmín. Al regresar a su mesa, el guapo ya la estaba esperando. Liz intentó caminar con naturalidad, aunque sus piernas temblaron un poco. En cuanto se sentó percibió un olor a perfume que le agradó bastante. Buscó en su archivo mental su mejor frase para correrlo y no la encontró. “¿Qué haces aquí?”, reclamó. Él contestó una babosada: “Decidí no hacerte esperar más”. La carcajada de ella fue estridente y quiso decirle que “lo malo no es ser un pendejo, sino presumirlo”, pero se encontró con unos ojos preciosos. “¿No te has aburrido de beber sin mí?”, preguntó el pinche narcisista. “Beber nunca me aburre, estés o no”, replicó Liz con una mirada altiva. Ante eso, aquel vocero de los lugares comunes no supo cómo reaccionar.

“Tienes unas piernotas” dijo aquel sujeto mientras rozaba la rodilla de Liz. “Lo que pasa es que el alcohol y la minifalda son una buena combinación”, argumentó la chica. Luego él preguntó lo de siempre y ella también. Jorge, se llamaba el aún desconocido e invitó el otro cubetazo. Desde su mesa, las amigas observaron a Liz como si fuera una zorra. Ella no las peló. “Tienes una mirada medio perversona”, intentó adularla pero ella ya estaba preguntando por sus amigas. “Ah, una de ellas era mi novia, pero la dejé porque era bien celosa, además de que me puso el cuerno con mi amigo, aunque ellos creen que no lo sé”. Media hora más tarde se besaron y decidieron seguirla en otro lado. Apenas dejaron el bar, buscaron un rincón semioscuro y la furia de la lujuria los envolvió por completo.

Jorge exploró el cuerpo femenino por encima de la ropa. Ella le acarició la nuca y luego lo besó como una mujer vampiro en una película de El Santo. “¿Piensas en ella?”, “¿piensas en si le gustó acostarse con tu mejor amigo?”, “Soy tu venganza, úsame, úsame para olvidarla aunque sea por un rato”, soltó ella como si fuera el uno-dos-tres de un boxeador salvaje. Jorge se excitó aún más. Sólo fueron unos momentos, porque se apartó bruscamente. “¿Por qué me dices todo eso? No ves que todavía la amo... y anda con ese pendejo”. Liz lo miró tan indefenso, tan vulnerable, que por un momento pensó claudicar, pero sus ojos se encendieron con esa malicia que sólo algunas chicas rudas tienen. Entonces pensó que sí él la hubiera abofeteado, como un rebelde hollywoodense, estaría rendida a sus pies. Pero no, lo volvió a mirar y ni siquiera se permitió el lujo de sentir lástima. Sólo dio media vuelta y escuchó un sollozo. Abordó un taxi en la esquina, cruzó las piernas, encendió un cigarrillo y sonrió de la manera más sexy al conductor. Pidió que la llevaran a la Tabacalera, rumbo a casa de su novio, nomás por las ganas de estar con un hombre de verdad, aunque la haya dejado plantada.

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 10 de abril de 2008