jueves, 21 de octubre de 2010

Tu ángel de la guarda no hace horas extras

© Manual para canallas...

Una señora de las Lomas mira con asco a la anciana que pide limosna. Un auto de lujo se detiene la esquina y aquel viejo ejecutivo hace guiños a un menor de edad. Ah, esta ciudad obscena, tan maquillada de lujuria, que no tiene un monumento a la ternura, ni una embajada de la bondad o su universidad de la poesía

Esta urbe es ubre que destila nuestras locuras, tanta podredumbre. Esta ciudad intoxica con su tufo a mujer ebria, con su aroma a cloacas corroídas, con su perfume de furcia barata. Y mi calle está llena de baches, de alumbrado tuerto, y hasta hay una cruz en la acera de enfrente que recuerda la muerte fulminante de no sé cuántas esperanzas.

Este asfalto nos conducirá algún día a la locura de tanto esperar por lo que desesperamos. Estas calles vacías de piedad, abundantes en pesadillas, delirantes de gritos que desgarran una madrugada de balas, de miedos a medio morir.

Una oración no te salvará de las ráfagas, ni te aislará del ulular de las ambulancias que rasgan el alba y empañan los ojos frente a la sala de urgencias. Un adolescente-casi-niño se debate entre la vida y la muerte por el fuego cruzado, por la ineptitud de un presidente que suele confundir las condolencias con los discursos desgastados.

Y un pordiosero husmea en los botes de basura, mientras aquel senador se prueba unos zapatos obscenamente finos o un diputado pide el platillo más caro en la terraza de un restaurante con vista a la catedral. Y las miradas de ambos se encontrarán en el crucero y no hallarán puntos en común porque al menos el mendigo reflejará más humanidad que el méndigo de corbata italiana.

Las campanas de aquella iglesia lejana tampoco sonarán a bálsamo para la joven prostituta que fue engañada con promesas de amor, con promesas que se volvieron bestias tras los ojos de aquel hijo de puta que le recetó mil golpes para clausurar las lágrimas. Y una madre morena imaginara que su hija se fue del pueblo para sufrir menos o quizá ganar un poco más en esta pésima apuesta que era su vida. Y en el olvido quedarán los días en que esa pequeña sonreía mientras correteaba las gallinas. Y llegará el momento en que su hermanito, calzado con unos tenis que le quedan grandes, dejará de preguntar por la chica que cantaba con él mientras buscaban un poco de leña seca. Y no habrá llanto suficiente que alivie tanta injusticia, tanto dolor, ese rencor, la nostalgia por la muerte, las ganas de abrazar a mamá en busca de consuelo.

Además no hay dioses suficientes para atender tantas plegarias o el exceso de oraciones llegadas desde este páramo tan lejano. No, no hay veladoras que valgan, ni rezos que invoquen cielos, mucho menos agua bendita que colme la sed de los que más necesitan. En definitiva, escasean los dioses. Y peor aún, los ángeles de la guarda no trabajan horas extras ni en días feriados.

Esta escuela del terror que nos depara una graduación de la degradación. Esta tierra que ya no es húmeda, ni despide olor a lluvia, sino a frío que cala el alma. Esta postal grisácea tan llena de esmog y hormigón, tan sobre maquillada de grafitis, tan carente de calor o color que ilumine los pasos extraviados.

Ahhh, maldita y asfáltica ruta hacia la desolación. Tremenda avenida de los desesperados, inmensa vía que conduce a todos los sitios y a ningún lado. Caótico callejón tan lleno de oscuridad, tan poblado de gatos con ojos de fuego y uñas que rasgan tu peor superstición.

Y es amor y es odio lo que conviven en tu corazón cuando miras los ojos vidriosos de esta ciudad en llamas, de esta urbe que seduce con una pasión malsana. No por nada Efraín Huerta fue tajante en su poesía:

 

“¡Los días en la ciudad!

Los días pesadísimos
como una cabeza cercenada
con los ojos abiertos.

Estos días como frutas podridas.

Días enturbiados por salvajes mentiras”.

No por nada la Orquesta Mondragón hace un carnaval cuando canta que

 

“la ciudad donde vivo
es el mapa de la soledad,
al que llega le da un caramelo
con el veneno de la ansiedad.

La ciudad donde vivo
es mi cárcel y mi libertad.

La ciudad donde vivo
es un ogro con dientes de oro,
una amante de lujo
que siempre quise seducir.

La ciudad junta a dios y al diablo,
al funcionario y al travestí.

La ciudad donde vivo
es un niño limpiando un fusil”.

No por nada, quienes vivimos aquí, hemos establecido una relación enfermiza, codependiente, con esta amante que tiene corazón de neón, alma incandescente. Deberíamos de huir y dejar de sumergirnos en el Metro que tanto aborrecemos. O arriesgarnos a que un buen día el forense dibuje con tiza nuestra silueta en el suelo.

manualparacanallas@hotmail.com

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 21 de octubre de 2010

 

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