jueves, 20 de octubre de 2011

Estos labios que saben a despedida

© Manual para canallas

“Los hombres como tú no duran mucho solos. Necesitan el conflicto para sentirse vivos”. Así fue como Mariana me advirtió que no tardaría en buscarla. En otras palabras, me llamó “codependiente”…

Supongo que tenía razón. En aquella época yo era un idiota. Bueno, en realidad lo sigo siendo aunque ahora lo disimulo bastante bien. Bueno, en esos años yo era de los que se iban y dejaban la puerta emparejada. O lo que es lo mismo, salía de una relación y tardaba en “dejarla ir”. Así que era de esos que a las dos de la mañana le llamaba a su ex vieja sólo para decirle que justo pensaba en ella. Mariana se hacía la difícil unos instantes y luego se despedía con “a ver qué día de estos nos vemos”. Pinche alcohol, es el diablo, pensaba yo al otro día y con la resaca encima. Malditas justificaciones para mis estupideces. Y no, afortunadamente no regresé con Mariana, pero seguido la llamaba con cualquier pretexto. Lo único que hacía era estar merodeando para saber si ya salía con alguien, si me había olvidado, si la puerta seguía emparejada. Ya lo dije antes: yo era un idiota. Y eso sólo se cura con el tiempo, aunque no en todos los casos. Tuve que conocer a otras chicas, enamorarme de nuevo, deprimirme por algún engaño, doblarme del dolor y besar el suelo, para luego amanecer con la peor resaca y darme cuenta de que sólo tenía dos opciones: O me dejaba de pendejadas o simplemente me dedicaba a caminar en círculos. Desde entonces dejé de llamarle a mis ex novias, me prometí no empeñar el corazón en una relación y, lo que es mejor, me curé de esa pinche costumbre tan mexicana de ser codependiente. Mi madre fue codependiente, al igual que mis hermanas, alguna prima, la tía abandonada, mi tío que lleva tres divorcios y hasta la mascota de mi primo Lalo.

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Como muchos que conozco, igual que el primo de un amigo, tuve rachas bastante críticas. En la secundaria era de los que mandaban cartitas a la chica que me gustaba y que nunca me peló. En la prepa le escribía poemas bastante cursis a mi novia en turno. Hasta que de tanto tropezar me di cuenta que el amor es un comercial de la tele, un aparador de tarjetitas ridículas de Hallmark. Desde entonces sé que una relación amorosa es una lucha de poder, que Joaquín Sabina tiene razón en eso de que el amor es un “juego en el que un par de ciegos juegan a hacerse daño”. Y por es que no soporto que alguna ex vieja me llame en la madrugada para preguntarme tonterías. “Hola, ¿estabas dormido?” Noooo, suelo responder, “en realidad mi vida es tan vacía que estaba esperando que me llamaras para poder conciliar el sueño”. La última vez que me habló Daniela a las dos de la mañana fue para invitarme a una fiesta cerca de mi casa. Si hubiera querido llevarme me habría avisado temprano, no hasta que el alcohol le aconsejó que se le antojaba dormir con alguien. “Hola, ¿estás ocupado?”, su voz derrapaba por los tequilas. “No, claro que no. Sólo estoy tratando de amaestrar las pulgas de mi perro y esto lleva mucho tiempo”, respondí. Ella trató de hacerse la graciosa: “¿Y por qué no entrenas a las tuyas?”. Pude enfadarme pero preferí contestar con sangre fría: “Porque ya no tengo. Desde que te fuiste me las quité bañándome diario”. Ella hizo una pausa y el silencio fue igual de espeso que la crema de maní. “Ay, qué feo eres”, fue su queja tímida. “Wey, no son horas, no es de Dios llamar a un cristiano a estas horas”, argumenté. “Ya en serio, tengo ganas de verte”, insistió. Entonces le di un consejo: “Oye Daniela, voltea tantito y mira hacia allá, ves, ahí hay al menos tres sujetos tan borrachos como tú y que seguro se mueren por llevarte a la cama”. Ella cortó la llamada. Supongo que lo pensó bien y me volvió a llamar a los 15 minutos. “Ay Roberto, no seas así conmigo, en verdad te extraño”, parecía sincera. La imaginé con sus jeans ajustados, con una blusa que resaltaba sus senos generosos, con el cabello suelto y el maquillaje perfecto. “Cuando terminamos me advertiste que eras tan afortunada que encontrarías a alguien mejor que yo, que no te costaría trabajo. ¿Acaso perdiste tu patita de conejo?”, ya me había hartado. “Tú lo que quieres es que acabe odiándote”, esa mujer era insistente. “Lo único que deseo es que ya no me llames cuando estés caliente, porque seré yo quien termine con resentimientos” y colgué. Daniela ya no insistió y han pasado meses en los que agradezco que me deje tranquilo, amaestrando a mis defectos para que no se vuelvan una jauría en mi contra.

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Por eso ya no escribo poemas cursis, ni invierto demasiado en quimeras. Las mujeres suelen percibir tus debilidades y usarlas a su favor en este juego cruel y mundano en el que sobran los reclamos. Uno es un tonto siempre que se empeña en seducir a alguien. Y le sonríes con esa sonrisa estúpida de los que se sienten cómodos. Y le compartes tu vida y te ríes de sus chistes más bobos. Y descuidas tus flancos más frágiles y cuando te das cuenta ella se ha apoderado de tus debilidades. Y ahí vas como idiota a darle entender que tuya es su voluntad. Y hará lo que se le pegue la gana para demostrar que es ella quien gobierna tu corazón. Y cuentas las horas, los minutos para volver a verla. Pero a final de cuentas el encantamiento no dura tanto y acabarás subiendo a un tren oxidado, intentando escapar de los recuerdos, de los momentos malos, de los adioses amargos y los labios que habrás de volver a besar. Y en tus momentos más desolados intentarás encontrar consuelo en otros brazos, acaso en alguna canción adolorida o en un poema que resuma tu abandono. Y Sabina será tu hermano cuando cante eso de:

“este pez ya no muere por tu boca,
este loco se va con otra loca,
estos ojos no lloran más por ti”.

Por eso es que hay tantos aspirantes a suicidas, tantos hombres solos, tanto desahuciado que escribe tonterías que tal vez signifiquen algo:

“A veces escribo con las mismas manos de acariciarte.

Y a veces escribo con las mismas ganas de verte.

Y en ocasiones sólo escribo pendejadas,
demasiadas para alguien que pierde
mucho tiempo extrañándote.

A veces vocifero con la misma boca de besarte.

Y me maldigo por no atreverme a romper
la fotografía que me dejaste”.

Sí, me cai que hay venenos que sólo se difuminan con el antídoto correcto, con palabras como mantras que deberíamos repetir hasta el cansancio:

“A veces te invoco con los mismos labios de besarte.

Y a veces te maldigo con los mismos labios de invocarte.

A veces pasan por mi mente,
como en una cámara súper 8,
las metáforas de tu cabello alborotado,
las postales de tu vientre desnudo.

Y en ocasiones reapareces.

Y a veces pasa el tiempo y no sucede nada.

Me estoy doctorando en el oficio de invocarte,
con los mismos labios que solían encender tu fuego”.

manualparacanallas@hotmail.com

Manual para canallas
Roberto G. Castañeda
Jueves 20 de Octubre de 2011

 

 

© Manual para canallas

1 comentario:

  1. Cierto. Sabina y sus letras son lo mas cercano que se tiene a un hermano cuando te hacen añicos las pocas esperanzas que te quedan. Eso, claro, y el alcohol, que suele apendejarte mas de lo que te ayuda, pero por lo menos es una visa para sentirte un poco menos extranjero en las tierras donde te dejan
    Buen post, saludos.

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