Qué será de los pasos de aquellos que se van descalzos, sin despedirse y desnudos de piedad. A dónde irán los pasos silenciosos de esos chavales que no volverán a sonreír. Dónde, maldita sea, descansarán su tristeza los que cerraron los ojos cuando la vida apenas era una promesa...
Miguel era un muchachito flaco, con tantos sueños como puede tenerlos alguien a los 15 años, y aquella mañana salió rumbo a la escuela todavía con algo de sueño y unos cuantos pesos para el pasaje. Mientras esperaba el colectivo, checó la hora en su celular. Aún estaba un poco oscuro y la luz del teléfono llamó la atención de un imbécil de esos que van por la vida con ganas de joder, nomás por joder, nomás por chingar sin trabajar. Se le hizo fácil quitarle el celular al chaval, pero Miguel opuso resistencia. Y así como si nada, con una sangre fría que da miedo, el asaltante dejó ir el filo de una navaja sobre el aliento joven de ese pequeño. Y allí, sobre el pavimento de una esquina cualquiera, Miguel se desplomó junto a sus libros de matemáticas y español. Sin que nadie viera nada, sin alguien que lo ayudara, el chaval soltó un último suspiro y pensó en su madre como si eso le aliviara. “Mamá, mamá”, quiso refugiarse en las palabras, pero en su boca solamente anidó un borbotón amargo de saliva. Antes de huir, el criminal todavía le quitó los tenis al joven inerte, que miraba al cielo con esa mirada que tienen los que se están despidiendo de manera definitiva. Y yo me pregunto, con esta maldita pena que me causa no entender un carajo, a dónde irán los pasos descalzos de aquellos que han sido despojados de toda risa, de toda esperanza, de todo hálito, de todo camino que había por delante.
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