jueves, 8 de mayo de 2008

Alas de utilería

© Manual para canallas 

“Hace cuanto no haces el amor con una mujer de 19 años”, me dijo aquella chica. De inmediato percibí la cerveza en su aliento. Reí de la manera más estúpida. “No-o-o, nooo te rías, tonto”. Por supuesto, no me sentí ofendido. “Desde que tenía 16 no me acuesto con mujeres menores que yo”, aclaré. “Pues no sabes de lo que te pierdes”, se acercó a mi oído y juro que sentí su lengua húmeda. Un escalofrío recorrió mi cuello y bajó por mi hombro. La miré con malicia. Yo estaba en aquella reunión porque era cumpleaños de uno de mis mejores amigos y no conocía a la mitad de los invitados. “Te he estado observando y parece que no te merece el mundo. Te crees mucho”, indicó la chavita, “pero me gusta tu actitud”. Bebí un trago de mi cuba. “Tú lo has dicho. Es la actitud. Me quiero mucho”, intenté explicar. “¿A poco muy acá?”, preguntó. Volví a reír, consciente de lo que quiere decir “muy acá”. Le invité un cigarrillo, lo tomó, se lo llevó a la boca y me observó como lo haría un demonio con alas de utilería. Le ofrecí la llama del encendedor, tomó mi mano entre las suyas. Me arrojó la primera bocanada de humo, como si aquello fuera sensual. “No vuelvas a hacer eso, es de pésima educación”, le sujeté la mano en que llevaba el tabaco. “Me encantan los caballeros, pero me calientan los chicos malos” y me guiñó un ojo. “No me has dicho tu nombre, guapo”, soltó como en una mala película, igual que haría una mujer manipuladora. Ella me dio el suyo. “Soy Jennifer, pero me puedes decir Jenny, mi amor”, parecía tener prisa por conseguir algo, no me pregunten qué. “Mira, Jennifer, yo no soy tu amor y tampoco podría ser el hombre de tu vida”, aclaré con desgano. “Ashhh, que mamoncito eres, eh, me chocas”, hizo berrinche y se fue con el pretexto de buscar una cerveza, “porque aquí no hay hombres atentos. Es más, dudo que haya hombres”. Pinche loca. Se me acercó Paco y me preguntó que si me gustaba la cuñada de Álvaro. Le dije que dox dox. “No mames, wey, está bien buena”. Luego me pidió que lo acompañara a comprar hielos. “No huyas, no me tengas miedo”, otra vez la voz ebria de Jennifer cuando me dirigía a la puerta. La ignoré. Necesitaba aire fresco.

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En el camino al Oxxo, Paco me puso al tanto. “Esa vieja es una zorrita, dice Álvaro que le encanta el desmadre, así que no te me apendejes, mi Robert” y se carcajeó. En cuanto regresamos a su departamento sentí ganas de estar en el mío. No me agradan las multitudes. Aún así, me serví otro trago. Fui hacia la terraza. Mientras observaba el edificio de enfrente sentí una mano en mi hombro. “Ya me vas a decir por qué eres tan mamón”, me provocó Jennifer. “Llámale como quieras. Yo le digo arrogancia. Es uno de mis defectos”, solté con monotonía. “Ah, sí, ¿y cuáles son los otros?”, se recargó en el barandal. “Sería muy estúpido si te los dijera. Prefiero promover mis virtudes”, dejé en claro. “Déjame adivinar. Eres perfecto en la cama”, intentó reírse a mis costillas. “Lo único que sé es que puedo ser el fogonero de tus noches en vela”, no pretendí que entendiera. “No me digas. Eres igual a todos, igual de presumido”, me harté de sus retos. “Lástima que no puedas comprobarlo, porque no me acuesto con niñas”, la dejé mientras me miraba con odio. Alguien puso una rola que me gustaba, así que saqué a bailar a una de mis amigas, aunque su novio me odiaba. Cuando acabó la canción me fui al baño. Me eché agua en la cara. Me miraba al espejo cuando entró Jennifer. No me extrañó. Me besó con fruición. Me dejé llevar. Una de sus manos bajó a mi entrepierna. Su lengua sabía decir mejores cosas en silencio. “Esta niña puede enseñarte algunos trucos”, advirtió mientras bajaba el zipper de mis jeans con habilidad. Intuí lo que seguía. Estuve a punto de detenerla antes de que se arrodillara, pero alguien tocó la puerta. “Ocupado”, advertí. Me subí el cierre, Jennifer se arregló el cabello. “Quiero irme contigo”, supongo que intuyó que ya quería largarme.

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“Díme que te gusto”, gimió Jennifer, “díme que te gusto”, insistió antes de alcanzar el clímax. “Me encantas”, fue lo que musité. Era hermosa, aunque demasiado joven para mi gusto y tan llena de inseguridades. Hay mujeres que confían demasiado en la pasión y tan poco en el amor. Será porque están tan carentes de afecto que quieren compensarlo con el sexo. “¿Te gusto?”, preguntó Jennifer mientras se pintaba los labios. “Si no me gustaras, no estarías aquí”, aclaré. Volteó a verme. “Ashhh, me chocas. Sólo díme que te gusto”. Okay, okay, “eres hermosa”. Se acercó, me besó, y sus labios volvieron a estremecerme. “Si no tuviera que llegar a mi casa, me quedaba contigo”, sonó a promesa pero a mí me chocan las mujeres que se la pasan prometiendo. “No te preocupes, podré vivir con eso”, la aparté y me vestí para llevarla a su casa. En el camino casi ni hablamos. No le pedí su número de teléfono, aunque ella insistió en que le diera el mío. Antes de bajarse volvió a besarme. “Nunca podrás olvidarme”, sonó convencida, “nos vemos pronto, xoxo”. Su sonrisa me pareció sincera. Pero no creo en quimeras. Subí el volumen al radio. Inmigrantes cantaba eso de

“Si hay infierno para mí,
si hay infierno para vos,
que nada nos separe por favor…

Un graffiti en mi interior
me dice que mañana es hoy”.

Nada mal para una noche que prometía muy poco.

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 08 de mayo de 2008

 

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