jueves, 21 de agosto de 2008

Los malditos celos

© Manual para canallas

“Está canción tiene una dedicatoria especial, es para una chica especial”, comentó el trovador mientras veía hacia mi mesa. Vale madres, pensé, este wey es tan profundo y original como Arjona. La rola no la conocía, pero decía algo así como que su vida era tan oscura como un túnel sin tren expreso. La neta es que no le presté mucha atención. Pero juro que el wey le guiñó un ojo a Cristina cuando yo pedía otra ronda de tragos. Giré la cabeza y Cristina sonreía con complicidad. “¿Qué?”, preguntó a la defensiva. “¿Le estás sonriendo?”, cuestioné. “Es que canta tan lindo”, se puso roja. “¿Me he perdido de algo?, ¿se conocen?”, pregunté como un imbécil, sabiendo la respuesta de antemano. “¡Cómo crees!”, otra vez a la defensiva. Aquel cancionero cerraba los ojos como lo hacen los hombres cursis. En la mesa de atrás una chava cantaba con timidez. El mesero llegó con los tragos. Era la tercera vez que yo salía con Cristina. Ella sugirió el lugar. Desde que llegamos el señor que nos atendió la saludó con familiaridad. Todos aplaudieron cuando el alumno de Arjona terminó de cantar. Él señaló un tarro en forma de bola y comentó “se agradecerán las contribuciones que quieran hacer, son para los niños necesitados”, hizo una pausa, “o sea para mis niños, que necesitan comer”, alguien al fondo soltó una risa. Lo que me faltaba, reflexioné, un trovador fanático de Chespirito. Cristina acabó de redondear la escena: “este cuate es genial”. Si no fuera porque ella me gustaba demasiado, no hubiera aceptado ir a ese sitio tan aburrido. Prefiero las cantinas con rockola, pese al riesgo de que un fanático de Juan Gabriel acaparé el pinche aparato. Al menos no tendría que chutarme frases tan pinchurrientas como “esta pieza es para todas las mujeres hermosas, que siempre se ven más guapas cuando vienen solas”. Me carga el payaso. Aquel individuo debería ser coronado como el rey de las frases pasteleras. Nomás le faltaba cubrirlas con un corazón de chantilly. Cristina me tomó de la mano cuando el barbón entonaba algo que decía:

“entra en mi vida,
te abro la puerta.

Sé que en tus brazos
ya no habrá noches desiertas”

Luego, ella se recargó en mi hombro. “Me encanta estar contigo, me siento tan, no sé, tan protegida”, comentó antes de besarme. No soy afecto a dejarme envolver por el ambiente, así que sólo le sonreí. Yo sólo pensaba en que al otro día tenía que levantarme temprano, así que mientras más pronto nos fuéramos a la cama sería mejor. Estuvimos allí como dos horas y ella se emborrachó con cuatro tragos. Luego me confesó que antes iba allí con sus amigas, así que una noche que se embriagó se fue con el trovador, nada más porque una de sus amigas le sugirió que aquel tipo no estaba nada mal. “Pero no estaba tan gordito”, aclaró como justificándose, “además siempre me ha gustado como canta”. A mí me daba lo mismo que se hubiera “tirado” al capitán de meseros o al valet parking. Total, no la quería para ponerle un altar. Como diría Sabina:

“me han traído hasta aquí tus caderas,
no tu corazón”.

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“Buenas noches, sigan pasándosela bonito”, se despidió el cancionero y le sonrió a Cristina. “Lo traes loquito”, me acerqué al oído de ella y solté la broma. “No me digas que estás ceeeloso”, Cristina arrastró la “e” como lo hacen los que han bebido de más. No pude evitar una carcajada. Me miró con extrañeza. “¿De qué te ríes, tonto?”, se sorprendió. “No sé lo que son los celos”, aclaré. “No te hagas”, encendió un Benson, “te cayó mal mi amigo, así que estás celoso”. Por qué hay mujeres que necesitan ese tipo de demostraciones, la pregunta revoloteó en mi cabeza. “Mira, Cristina, sí tú piensas que me molesta que te hayas acostado con este wey, si crees que te voy a hacer una escenita porque te dedicó una canción, estás con el hombre equivocado”, aclaré con tono pausado. “¿En verdad no te molesta?”, insistió. “Claro que no”, le robé una fumada de su cigarro. “¿Ni tantito?”, hizo la típica seña en que se juntan el dedo índice y el pulgar. Sonreí antes de aclararle que “por fortuna crecí rodeado de música, no de telenovelas baratas”. Sólo faltaba que me reclamara que no la quería. “No sé por qué ando contigo”, inquirió y ella misma se respondió, “si tú no me quieres”. Lo sabía. Las mujeres necesitan el conflicto para sentirse vivas. No están acostumbradas a las relaciones sanas. Siempre tienes que celarlas porque el ex novio les habla cuando está ebrio, porque se van a beber con sus amigas o las saca a bailar el más mamón de la fiesta. Si no despiertas y les cuestionas de dónde vienen, sienten que no te importan. Necesitan tu inseguridad para alimentar su ego. Requieren sellar tu visa para guiarte por sus infiernos. “Puede que no sea el hombre de tu vida”, le expliqué, “pero siempre avivaré tu fuego”, la besé para que se callara. “Nooo, yo no quiero eso, sólo quiero que me demuestres que me quieres”. Ya valió, imaginé. “Mejor llévame a mi casa”, se indignó. No me habló en todo el camino de regreso. Justo al llegar a la puerta soltó un sollozo. “Yo no te importo, sólo te interesa el sexo”. Ya ni siquiera eso. No intenté consolarla. Me miró con ojos llorosos. “Cuando aprendas a quererme, ven a buscarme”, otra frase telenovelera. Fue la última vez que salí con ella. Supe que volvió con su ex novio y que van a casarse. De la que me salvé, me dije a mi mismo cuando me lo contó su mejor amiga. Seguro tendrán una boda de telenovela y Cristina le reclamará cuando el baile muy sonriente con una de las damas de compañía. Y él se pondrá celoso porque ella invitó a un ex novio. Yo estaré haciendo el amor con una vieja más loca que Cristina, seguramente. Y sonará esa rola que dice:

“no me gusta invertir en quimeras,
me han traído hasta aquí tus caderas,
no tu corazón”.

manualparacanallas@hotmail.com

 

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 21 de agosto de 2008

 

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