jueves, 7 de enero de 2010

Bunkers a prueba de imbéciles

© Manual para canallas
El balón pegó en el poste y picó dentro de la portería. La grada gritó el gol. El silbante fue el único que no lo vio. Desde la banca le grité que se moviera, que recorriera la diagonal: “Córrele tantito, árbitro. Has de cuenta que te pagan”. Aunque era obvio que cobraba por ser juez…

El Pato se ofendió y se acercó para darme su argumento: “No fue gol”. Le dije que sí había sido, pero que desde la media cancha no lo iba a ver nunca. Yo sabía que si lo hubiera anotado el otro equipo sí lo hubiera dado por bueno. En la liga 11 de septiembre favorecen al Asturias, eso no es un secreto. Y lo comprobamos una semana antes. Los Bunkers habían ganado la semifinal al Asturias por 7-5, pero el entrenador protestó la derrota al final del juego, alegando que había cachirules. No supieron perder. El reglamento dice que sólo se puede protestar antes del juego, no después. Sin embargo, el delegado de la liga hizo perdediza la cédula y no dio por válido el resultado. Y eso que se les demostró que no había ninguna irregularidad. Así que se repitió la semifinal. Walter Saavedra tiene mucha razón en su oda al pambol:

“Cómo vas a saber lo que es el arte si nunca,
pero nunca intentaste una rabona.

Cómo vas a saber lo que es la injusticia
si nunca te sacó tarjeta roja un silbante localista.”

Los Bunkers fueron la revelación de la temporada y llegaron a la final, pero con artimañas los hicieron jugar de nueva cuenta la semifinal. Y en la repetición perdieron 4-3. Las lágrimas de los chavos denotaban impotencia. Mis hijos estaban devastados. “Levanten la cara, ustedes son mejores, ya lo demostraron”, fue lo único que atiné a decirles.

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Camino a la salida, tras quedar fuera de la final, mi hijo Dante aún lloraba. Nos encontramos con el entrenador del Asturias y le hice una aclaración: “Mira, este es un juego de niños y así como lo disfrutan y lo sufren en la cancha es como debería quedarse”. Ni siquiera se atrevió a mirarme a la cara, sólo respondió “sí, señor”. Yo continué: “Basta ver sus lágrimas para darse cuenta de que tienen más corazón y dignidad que tú”. Agachó la cabeza y agregó “sí, señor”. Y entonces animé a mi hijo: “No estés triste, tú eres más grande que un partido de futbol, más hombre que un entrenador que no sabe perder por la buena”. Y nos alejamos. Mientras llegábamos a casa le di un par de lecciones: “Así es como se puede abofetear a un imbécil, sin tocarlo y sin decirle ‘pendejo’ aunque lo sea”. Dante asintió. Yo proseguí: “Lo ves, la honestidad siempre te dará fuerza para caminar con la cara en alto”. Mi hijo sonrió y el brillo en sus ojos me indicó que había hecho lo correcto. Los Bunkers merecían estar en la final, eso nadie se los puede quitar. Sin embargo, en esa liga no hay sitio para la justicia. Yo pude haber mandado a un inspector de la Femexfut a que clausurara la liga, porque tengo los contactos necesarios. Sin embargo, como dije antes, el futbol infantil es eso, un juego de niños. Y tampoco iba a quitarle la felicidad a decenas de chavitos que cada ocho días derrochan entusiasmo en esa canchita. Además, Los Bunkers hacen honor a su nombre: son más que un equipo, son un refugio a prueba de todo, de trampas, a prueba de imbéciles. Y mis hijos, además, son mi refugio en época de bombardeos emocionales. Yo con verlos jugar, aunque sea cinco minutos, me siento en equilibrio.

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El partido por el tercer lugar fue angustiante. En la tribuna de nuestro lado todos coreaban “¡Bunkers, Bunkers, Bunkers!”. Cuando cayó el 0-2, un jugador de los Traviesos se paseó frente a nosotros y nos hizo “shhhh” con el dedo índice sobre la boca. Pinche Bola, se pasó de lanza. Ni modo, a apechugar. Pero Dante marcó dos goles seguidos. Con el 2-2 Los Bunkers aprovecharon el momento anímico. Richard se lució en la portería, custodiado por el talento de Luis, la fortaleza de Toño y la seguridad de Rafa. Mientras que Castroman, Pepe y el Chocorrol le ponían creatividad. Arriba, Héctor aportó su cuota de goles para encaminar la victoria. Alberto, el técnico, hizo los ajustes precisos. Entonces entró de cambio Aldo, mi otro pequeño, para demostrarme que tiene una derecha educada. Y los chavos sudaron hasta el silbatazo final para decretar el tercer lugar con un contundente 5-2. Cuando les entregaron su trofeo se disipó la tristeza y celebraron como si hubieran sido campeones. La alegría de todos, junto con Rorro, Muñoz, Chiquilín y Mosco se convirtió en un coro cuando les dije que ese trofeo era más valioso porque lo ganaron sin trampas. “¡De primera, de primera, de primera!”, cantaban mientras levantaban su galardón. Entonces les tomé una foto para inmortalizar ese momento que nunca olvidarán. Y Los Bunkers me dejaron en claro que tienen alma y corazón de triunfadores. Los loosers… ésos son aparte, ésos no saben perder en la cancha y prefieren ganar en la mesa. Bien lo describe un poema del español Gabriel Celaya:

“Y las patadas, y un árbitro comprado.

Todos lo recordamos y quizá más que tú,
lo recuerdo yo, porque estaba allí,
porque vi lo que vi,
lo que tú has olvidado,
pero nosotros siempre recordamos: ganamos.

En buena ley,
ganamos y hay algo que no cambian
los falsos resultados”

Yo por algunos momentos me sentí un niño, igual que ellos, admirando ese trofeo que me hizo evocar mis días como jugador en ligas pequeñas.

manualparacanallas@hotmail.com

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 7 de diciembre de 2010

 

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