jueves, 19 de diciembre de 2013

Un inventario de infames

Manual para canallas - Un inventario de infames


Doce meses. Una docena de paisajes desérticos. Un inventario de calamidades. Doce capítulos para un año que se va al carajo. Un recuento de infames: el político, las mujeres huecas, los ambiciosos, los corruptos, las histéricas, los patanes, todos los que han “vendido” nuestro petróleo y aquellos que te dan tonterías en el intercambio de regalos... 


Y así podríamos seguirle: el líder sindical que tiene yate en Miami, el político que engorda su lista de promesas, los corruptos que negocian con nuestra pobreza, el jefe de gobierno que nos ensartó con el alza en el Metro. Y párale de contar. Infames, los que nos obligaban a participar en el intercambio de regalos. Infames, los que te regalan el último disco de El Buki o Arjona. Infame, aquel lujurioso en el Metro. Infames, las mujeres que te condenan al olvido. Infame, el padre que no alimenta a sus hijos. Infame tú, infame yo, que cada año hacemos una lista de propósitos que nunca hemos cumplido.

Infame este país de nubarrones: Las mismas oportunidades, sexenio tras sexenio, año con año. Trabajos deplorables, niños que no van a la escuela, profesionistas desempleados, diabéticos con la esperanza amputada, maestros en paro, madres abandonadas, jóvenes sin porvenir, obreros sobreexplotados y ejércitos de adultos que nunca han sabido elegir el rumbo de esta patria accidentada. Decir patria no es país, ni un territorio minado, ni estas cenizas que estamos heredando, ni la bandera ondeando en la plaza, mucho menos esta geografía en el mapa. Justo pensaba en este recuento de infames, cuando un hombre ya mayor me pidió un cigarrito para calmar el frío. Su mirada era triste como el oficio de sepulturero. 

“Vine a empeñar un relojito que me regalaron mis hijos la Navidad pasada”, me platicó nomás de ganas. 

En automático miré hacia el frente para ver cómo la gente salía resignada del Monte de Piedad. 

“Nada más nos falta empeñar el alma”, añadió el abuelo. 

Quise decirle que esas ya no valen nada, pero sólo asentí con la cabeza. 

“Pero nos quedan los sueños, esos siempre serán nuestros”, añadió. 

Fumé como si el cigarro guardara algún secreto. Pobre hombre, me dio ternura y tuve ganas de abrazarlo, pero sentí que me vería ridículo. 

“¿Y usted en qué sueña, joven?”, me cuestionó. 

Me hubiera gustado decirle que así como él, soñaba con un país mejor, con una vida más tranquila, con ganarme el Melate o recibir una herencia, pero sólo me encogí de hombros. 

“¿A poco no tiene sueños?”, parecía realmente interesado. 

Habría que ser un ingenuo para guardar algún sueño en un país que es rehén de ladrones, en una tierra tan confiable como sus diputados y senadores. 

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Infames, las mujeres que te dejan a la deriva. Infames las que se olvidan de tus ayeres y tus mañanas. Como Lucía, que me dejó un cuaderno con poesías hechas a mano, aunque ella odiaba regalar cosas y “coleccionar estupideces”, como siempre me decía. En realidad ella odiaba casi todo. Siempre tenía alguna queja: las viejas pierden demasiado tiempo intrigando, los hombres son tan primitivos, mi jefe es un pervertido, los libros son demasiado caros. Era especialista en robarse los libros de Sanborns, entrar gratis al cine, rayar autos de lujo, apoyar huelgas, renunciar a trabajos estúpidos. Lucía parecía una chica común, con revoluciones fantásticas en la cabeza y demasiadas quimeras en la mochila. Pero atrás de su rabia había algo mucho más complejo. Cuando la conocí me pareció una mujer perfecta: joven, idealista y con ganas de vivir a mil por hora. Me enamoré de ella, pero Lucía nunca supo amarme. Cuando mejor estábamos, se desaparecía dos o tres meses. Se embarcaba en brigadas maravillosas: clases de alfabetización en la Sierra de Oaxaca, teatro guiñol para niños indígenas, la clásica caravana a Chiapas, etcétera. Regresaba destrozada de ver tanta injusticia, la infinita pobreza. Siempre se quejaba “de tanta infamia”. Yo sólo la abrazaba y la escuchaba. A mí me encantaba estar con Lucía, aunque ella parecía estar huyendo todo el tiempo. Una madrugada Lucía llamó a mi puerta y me pidió 50 varos para pagar el taxi. “Necesitaba hablar contigo”, argumentó, “pero antes hagamos el amor”. Estaba sobria, así que no era un arranque. “Extrañaba estos abrazos”, dijo cuando yo esperaba que agradeciera los orgasmos. “Sólo necesitaba hablar”, aclaró, “no voy a regresar contigo”, la dejé que se explayara. No había ningún hombre, ni nada parecido. Me contó que estaba en terapia psicológica. “Y me la paso con antidepresivos”. Luego sollozó. Cuando se recompuso me reveló su secreto. “No tienes que hacerlo”, advertí. “Te lo debo, ser honesta contigo es lo menos que puedo hacer”, comentó. “Nunca podría amarte”, soltó, “pero tú mereces encontrar una mujer que valga la pena”. Ni me dejó refutar sus teorías. Me contó que sus miedos y pesadillas se debían a que su padrastro había abusado sexualmente de ella. Historia conocida. Los detalles me los reservo. Lucía tuvo una crisis de ansiedad, no podía dejar de llorar, yo sólo la abracé durante más de una hora. Luego se quedó dormida. Besé su frente y lamenté que la gente fuera tan miserable como para hacerle tanto daño a una chiquilla o a un niño. Luego me quedé dormido y cuando desperté, Lucía se había marchado. Me dejó su cuaderno con poesías, que ella había titulado “Ábrase en caso de emergencia”. Así que de vez en vez, cuando me canso de tanta calamidad, releo algo de ese cuadernillo y comulgo con aquello de Ernesto Cardenal: 

“Bienaventurado el hombre que no sigue las consignas del Partido
ni asiste a sus mítines, ni se sienta a la mesa con los gángsters,
ni con los generales en el Consejo de Guerra.

Bienaventurado el hombre que no espía a su hermano
ni delata a su compañero de colegio.

Bienaventurado el hombre que no lee los anuncios comerciales,
ni escucha sus radios, ni cree en sus slogans”. 

Ya que estamos en eso, también es infame recordar la resaca que me dejó Lucía. Infame es pensar a alguien como si fuera una canción de Andrés Calamaro: 

“Me da la impresión que
cada vez que nos vemos
somos dos barcos
que se cruzan en el mar:
uno viene y otro va
o todo lo contrario.

Escapemos entonces
y vivamos sin horarios,
sin leer el diario”.


manualparacanallas@hotmail.com


Roberto G. Castañeda
Jueves 19 de Diciembre de 2013.

© Manual para canallas


1 comentario:

  1. Mismo dialogo que tu post de Septiembre del 2005 "Un cementerio para los sueños".
    http://sogesi.blogspot.mx/2005/09/un-cementerio-para-los-sueos.html
    ¿Qué pasó canalla? ¿No me digas que se te esta acabando la imaginación?
    Más Platón y menos Prozac jejeje.
    Saludos.

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