jueves, 5 de febrero de 2015

Morirse no tiene nada de romántico

Manual para canallas - Morirse no tiene nada de romántico

"La muerte no tiene tintes románticos ni gallardía alguna. Muchos moriremos como si nada, como aves cautivas que aparecen frías y tiesas cualquier mañana".


Mi muerte no tendrá tintes románticos ni gallardía alguna. Caeré como si nada, como un ave cautiva que aparece fría y tiesa cualquier mañana. Eso no tiene nada de romántico, desde luego. Por si las dudas, por si se cruza en mi camino un ladrón de poca monta o por si yo me cruzo en el camino de un conductor ebrio, ya tengo mi epitafio y una pequeña carta en vez de testamento. Tampoco es que pueda heredar gran cosa: mis libros son para mis hijos, los discos y videos para mis hermanos, mis fotos se las dan a mi madre. Y mis textos los pueden recopilar para que ardan junto con mi cuerpo. No quiero que se pongan cursis y coloquen una bandera del Barcelona ni mucho menos una playera del Cruz Azul en mi féretro. Sólo quiero que me deseen buen viaje a dónde quiera que sea mi destino. Mis tres o cuatro amigos se emborracharán y escucharán a Sabina o Fabulosos Cadillacs o Soda Stereo o Caifanes mientras recuerdan que yo era un tipo algo extraño, leal, pero algo extraño. Como sea, ya empiezo a desvariar. Decía que mi muerte será ordinaria y no tendrá tintes épicos, como en algunos de mis sueños. Y mucho menos como la imaginaba cuando era un chiquillo.

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Sí, recuerdo que en mis aventuras infantiles fallecí de muchas maneras: peleando con valor, espada en mano, ante los piratas que abordaban mi barco. También defendiendo el honor de una mujer que estaba en manos de terribles pistoleros del salvaje oeste. Igual caí en alguna batalla contra los nazis o luchando con cocodrilos en el Amazonas y explorando África o desfalleciendo en el Sahara. Yo tuve mil muertes en aventuras infinitas, pero igual me salvé de infinidad de peligros, como si fuera Indiana Jones o Jack Sparrow. Pero sólo era un niño con demasiada imaginación y un sinfín de vidas como en los libros de aventuras o los videojuegos. Pero en honor a la verdad, ya viví tiempo extra. Yo debí morir hace tiempo, de forma muy ordinaria y algo trágica, cuando era niño o un adolescente. Como aquel par de ocasiones que casi me ahogo en una laguna de Morelos. Igual que la vez que chocamos el auto en una borrachera. Y qué decir de aquel día que enseñaba a mi hermano cómo bajarse del autobús en movimiento: recuerdo que calculé mal y salté del estribo antes de tiempo. Me ganó la velocidad, rodé algunos metros junto al camión y sólo porque mi ángel de la guarda estaba despierto no fui a dar bajo la llanta de aquel monstruo de hierro. Sí, en definitiva yo debí haber fallecido hace tiempo, pero quizá el Diablo andaba en día de asueto o sembrando conflictos en el Medio Oriente. Tal vez por eso me salvé de morir ahogado, entre fierros retorcidos, en un asalto a mano armada, bajo las ruedas de un cafre, electrocutado en una fábrica o tras una caída de diez metros mientras pintaba las fachadas. Tuve tantos empleos riesgosos, era un niño tan temerario, fui un joven tan irresponsable, que no me explico cómo es que llegué a estas alturas de mi vida.

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Mi abuelo paterno murió en cama, igual que su esposa, de causas naturales. En cambio, mi abuelo materno falleció en un accidente de trabajo. Su esposa María le sobrevivió muchos años y se fue cuando su cuerpo no resistió más. De una u otra forma, la muerte es algo dramático. No como en las películas o las telenovelas, sino como una sombra terrible que enmudece, que asfixia durante algún tiempo. Y yo creo que mi muerte será ordinaria y no tendrá tintes épicos, como en algunos de mis sueños. No pereceré congelado mientras escalo el Kilimanjaro, ni me fallará el paracaídas en una misión suicida, como tampoco se hundirá la balsa mientras saboteamos la caza de ballenas. No, claro que no será nada parecido. Caeré como si nada, como un ave cautiva que aparece fría y tiesa cualquier mañana. Ya lo retrata perfectamente el genial Mario Benedetti: 

“Cuando éramos niños
los viejos tenían como treinta.
Un charco era un océano,
la muerte lisa y llana no existía.
Luego cuando muchachos
los viejos eran gente de cuarenta.
Un estanque era un océano,
la muerte solamente una palabra.
Ya cuando nos casamos
los ancianos estaban en los cincuenta.
Un lago era un océano,
la muerte era la muerte de los otros.
Ahora veteranos ya le dimos alcance a la verdad.
El océano por fin es el océano,
pero la muerte empieza a ser la nuestra”. 

Caeré como si nada, cualquier mañana fría o una tarde ordinaria, cuando mi corazón se harte del colesterol o nomás porque el Diablo decidió que mi alma estaba en barata desde hace tiempo. Así nomás en silencio, sin mayor drama, sin tanta alharaca.


manualparacanallas@hotmail.com


Roberto G. Castañeda
Jueves 5 de Febrero de 2015.


© Manual para canallas


1 comentario:

  1. Un relato decididamente impresionante, me he sentido muy identificado con tus palabras.
    Realmente me ha gustado y mucho

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