jueves, 11 de junio de 2015

Mi destino como ropavejero

Manual para canallas - Mi destino como ropavejero


Cuando era un niño, a mí siempre me andaban regalando, como si fuera el cachorrito despeinado de la camada, como si faltaran croquetas en la casa...


Al menos así me sentía entonces, como un cachorrito con el ojo desviado, en mis días de la infancia. Mi madre era la típica mujer que se desesperaba con mis berrinches, con mis escenas de llanto. Y constantemente me aplicaba esa frase de “te calmas o te regalo con esa señora”. Yo sólo paraba de chillar unos segundos y volteaba a ver a la susodicha, que por lo general era una mujer con mandil y cara de busco esclavos-para-encerrarlos-en-el-sótano. Para acabarla de chingar, la ñora se hacía la interesada y respaldaba a mi jefa con aquello de “sí, regálemelo, ya verá que yo le quito lo chillón”. Y entonces sólo tenías dos salidas: te callabas o jalabas a mamá lo más lejos posible. Cuando eres niño el miedo te persigue todo el tiempo, igual que las ganas de ser Maradona o Messi. Cuando éramos niños le temíamos a los perros del vecino, a que se volara la pelota a casa de doña Carlota, a que llegara el ‘coco’ si no te dormías, a los vagabundos, a los mariguanos, a la policía y, sobre todo, a perderte en el supermercado. Otra que me aplicaba mi jefa cuando se enojaba conmigo, en el tianguis o en la calle, era cuando me amenazaba con el típico “pórtate bien o le digo al policía que te lleve” y se encaminaba hacia el uniformado: “oiga oficial”, hacía una pausa y me volteaba a ver. Yo le rogaba con los ojos que no me mandara a la cárcel. Y ella le preguntaba algo como “¿sabe dónde está la avenida López Mateos”. Yo guardaba silencio mientras agradecía a Dios por haberme salvado de una tragedia. Y entonces ya no pedía nada: ni el juguete que me había gustado, ni el helado que me invitaba mi madre. “Ya ves, que bonito es que seas educado”, sonreía mamá convencida de sus tácticas para aplacarme. Y regresábamos a casa, mi madre muy tranquila y yo en absoluto silencio. Siempre me andaban regalando en la calle y por fortuna nunca se concretaba el trueque. Porque con todo y que mi madre era medio extraña, no podría estar lejos de ella. A veces no soportaba a mis hermanos, ni ellos a mí, pero en caso de que alguien me adoptara seguro que nos echaríamos de menos.


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Todavía recuerdo el día que me raptaron. Yo tendría unos 12 años y a esa edad aún estás muy pendejo. Mi madre tenía una amiga a la que le dio refugio temporal en casa, porque estaba recién divorciada y no sabía a dónde ir. Como si mi casa fuera albergue, todo el tiempo. Nunca faltaba una prima llegada del pueblo o un hermano que se peleó con la abuela y aquel sobrino que venía a estudiar a la capital. Siempre había refugiados en la casa, aunque nos faltaran recámaras o dinero para cerrar la quincena. El chiste es que una amiga de mi madre un día me agarró “prestado” y me llevó a buscar a su ex marido a la fábrica en la que trabajaba, con la idea de que mientras hablaban yo entretuviera a su pequeña hija. Llegamos y el susodicho ya había salido, así que nos largamos a ver si estaba en casa de la suegra. Allí estaba. No sé qué diablos hablaron, pero llegaron a un acuerdo con tal de que él le diera dinero “para la leche de la niña”. Esa noche, con el argumento de que ya era muy tarde, nos quedamos en un hotel de paso. Al menos tuvieron la ocurrencia de rentar dos habitaciones. Una para ellos y otra para los niños. Yo imaginaba los motivos, pero como me educaron para obedecer a los adultos mejor ni protesté nada. Al otro día, regresamos a mi casa como a mediodía. La señora iba muy contenta. Yo estaba tranquilo. Pero cuando llegué a mi casa encontré un desastre. Mi madre me abrazó como si temiera haberme perdido para siempre. Ese mismo día corrió a su amiga de la casa, con “toda la pena del mundo”. Ella lloró arrepentida. Mi madre estuvo a punto de flaquear, pero se mantuvo firme. Más tarde, mi jefa me interrogó con las preguntas lógicas: ¿Estás bien?, ¿te hicieron algo?, ¿dónde estuvieron?, ¿por qué no me avisaste? ¡Carajo, si ni siquiera teníamos teléfono! Luego me recetó unas nalgadas, como si yo tuviera la culpa de irme con extraños. Más bien ella se sentía culpable. Además, siempre andaba queriendo regalarme. Pero en ese momento entendía que, con todos sus defectos, mi madre se moría por nosotros. Y no podría vivir tranquila el resto de su vida si algo llegaba a pasarnos.


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A mí siempre me andaban regalando, con la vecina del fondo, con la señora que vendía pozole, con cualquier policía de la calle, con el señor de los taxis. “Si no te portas bien, te vendo con el ropavejero” o te vas en la camioneta que compra “colchones, tambores, refrigeradores, estufas, lavadoras, microondas o algo de fierro viejo que venda”. Así que mejor me convenía portarme bien, dejar los berrinches o hacerle caso a mi madre, porque yo no me imaginaba lejos de casa o pelando papas en una cocina llena de niños malcriados. No, yo no quería que mi destino fuera como ropavejero. Cuando eres niño le temes a tantas cosas, que te abrazas a tu madre siempre que algún extraño levanta la mano para pedir “a mí regálemelo, porque necesito alguien que me ayude”. Cuando eres niño, como describe Dante Guerra: 

“Le temas a los truenos
y a los días de lluvia
como si tu arca de Noé
tuviera agujeros de naufragio.
Cuando eres un niño
hasta tu sombra te causa
sobresaltos si te agarra
un poco desprevenido.
Y temes a las ventanas
que mueve el viento
mientras escuchas historias
de brujas como bolas de fuego
que saltan a lo lejos.
Cuando eres un chamaco
las noches muy oscuras
convocan demasiados monstruos
que se agazapan bajo tu cama.
Y sólo los abrazos de tu madre
te pondrán a salvo
mientras llega el sol de mañana”.


manualparacanallas@hotmail.com


Roberto G. Castañeda
Jueves 11 de Junio de 2015.


© Manual para canallas


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