jueves, 1 de septiembre de 2011

Oraciones mirando al suelo

© Manual para canallas

Un trueno despertó a Jair y se sintió a la intemperie pese a estar en su cama. Las jaurías del dolor volvieron a rodearlo, le mordisquearon el pecho y el estómago, le masticaron el corazón. Y él no tuvo arrestos para defenderse, nada más se soltó a sollozar…

Aquel pequeño tiene demasiadas preguntas, infinidad de miedos, ejércitos de dudas que nadie podría contestarle. Todas las noches tarda en conciliar el sueño y se despierta varias veces en la madrugada, agobiado por el duelo. Su alma, su corazón, todos sus sentidos están de luto. Extraña a su padre y a veces se despierta esperando escuchar su voz. Pero no será así, nunca volverá a serlo. Su padre no volverá a regañarlo por reprobar matemáticas, ni le comprará los tenis favoritos, ni le volverá a acompañar al futbol. Ya no tendrá a ese entrenador particular que le orientará para hacer esa gran jugada que podría culminar en un gol en la portería rival. Ya no podrá pedirle consejos cuando se enamore de una mujer imposible, ya no tendrá a quién recurrir cuando se sienta desorientado. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo ahora son una oración que adquirió otro sentido. Descanse en paz, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Y Jair reza todas las noches ante el desamparo, frente a la incertidumbre. Cómo chingados puedes decirle a un niño que “todo va a estar bien” cuando tú mismo sabes que la pinche vida ahora será un laberinto indescifrable, sin un guía que parecía saberlo todo. Será mejor encomendarse al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Carajo, nada es consuelo, ni los rezos, ni las palabras de aliento, ni siquiera el tiempo, mucho menos los abrazos tristes de la madre o la sonrisa gris de las hermanas. Cómo no llega un relámpago mágico que descomponga el reloj del tiempo y lo eche en reversa, sólo para volver a ver a su padre y decirle cuánto lo ama y advertirle que mejor no salga esa mañana. Pero eso no va a suceder, ni pasará jamás, así que Jair sólo se hundirá en un sueño ligero cada noche y despertará con cualquier ruido en las madrugadas, creyendo que es su padre el que se asoma desde la ventana para certificar que todo está bien, que no pasa nada, que él los protegerá mientras duermen. Y no, Jair no necesita nuestra lástima, ni algo de compasión o plegarias mirando al suelo. Él tan sólo precisa afecto, sentirse protegido en los días lluviosos, en las noches como truenos.

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“¡¡Papá, papá, ¿quién fue, dime quién fue?!!”, Jair se alarmó cuando vio a su padre herido. Édgar le respondió que “eso no importa ahorita, hijo” y le dio esperanzas de que todo estaría bien, que se fueran a la escuela y que todo volvería a estar bien. Édgar mantuvo la calma pese a que se estaba desangrando dramáticamente. Su mujer y un vecino lo llevaron hasta el hospital porque sabían que esperar la ambulancia era infructuoso. Como siempre sucede, en el hospital pusieron trabas como si la vida de un ser humano fuera cualquier pendejada. Es que aquí no le corresponde, es que tiene que ir al ISSSTE y todo sonaba como un “nos vale madres que se esté desangrando o que se muera en el pasillo”. Pinche gente de mierda, que burocratiza hasta el más mínimo gesto de piedad. Se perdieron minutos valiosos. La bala había perforado el bazo, el intestino y el hígado. Y no era una bala cualquiera, era un proyectil de grueso calibre y con muescas marcadas por una muerte aburrida esa mañana. Édgar era un tipo joven y con mucha fortaleza, pero había perdido demasiada sangre y estaba pálido. Entró a quirófano en estado de shock, así que los médicos argumentaron algo parecido a “ya hicimos lo necesario, pero el resto depende de él”. Y no, no dependió de él. Por mucho que se aferrara a la vida, por mucho que pensara en sus hijos, aquella bala ya había fragmentado toda esperanza. Lo siguiente fue el dolor como un perro rabioso, que muerde, que asusta y contagia. La esposa, los hijos, los hermanos, la madre, todos lo que alguna vez abrazaron a Édgar ahora sólo tenían llanto, lágrimas que no alcanzarían para pedir por el descanso de su alma y su cuerpo en un cementerio poblado de tristezas y cruces como señales del desamparo.

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La última vez que vi a Jair estaba dormido, sedado, atrapado por el cansancio que dejan las lágrimas y el desencanto. Acaricié su cabello y me prometí estar siempre cerca para abrazarlo. Jair es mi sobrino, pero también es hijo de mi cuñado que yace inerte unos metros bajo tierra. Y no volverá a tener un padre que lo reconforte cuando un trueno lo alarme en las madrugadas. Y su futuro luce incierto y llorará muchas más lágrimas, pero haremos lo posible por hacerle sentir que está a buen resguardo, cobijado por tanta gente que le quiere. Yo no podré olvidar nunca esos momentos en que mis hijos abrazaron a Jair y lloraron hombro con hombro. Y mis lágrimas empañaron los momentos buenos, los días en que íbamos los cuatro al estadio. Eran días buenos, en que yo no tenía dos hijos, sino tres por un buen rato. Y reíamos en el cine con una película divertida o platicábamos de futbol como buenos apasionados. No, no podré, de eso estoy convencido, olvidar el momento en que Jair y yo lloramos mientras le decía “tu padre era muy inteligente y te estuvo preparando para ser un hombre, así que ahora debes sacar todo, poco a poco, debes llorarlo... porque serás el hombre de la casa y tu madre y tus hermanas necesitarán de tu fortaleza”. En qué chingados estaba pensando, qué carajos estaba diciendo, si aquel adolescente estaba más confundido que yo, mucho más aterrado. Y no, tampoco podré olvidar el momento en que Jair se desvaneció frente a la tumba de su padre, luego de que el último puñado de tierra clausuró ese ritual tan dramático. Como tampoco olvidaré maldecir, todos los días que me restan, a un pendejo que una madrugada disparó contra un hombre honesto y trabajador que nunca hizo daño a nadie. Y nunca podré entender cómo es que un miserable puede dispararle a alguien sólo por robarle el auto, el celular y acaso unos cuantos pesos. No, en definitiva, no podré comprenderlo. Es más, me sigo preguntando qué hará un asesino al llegar a su casa: si abrazará a su mujer y le dirá “ten, para que compres algo de comer” sabiendo que ese dinero está manchado de sangre. Si podrá mirar a los ojos a su hijo, consciente de que ha sembrado un camino de huérfanos. Si dormirá tranquilo, con las manos frías como el arma que esconde en la cintura. Y también me pregunto si el karma le pasará la factura mañana, cualquier día, cuando se suba a asaltar un camión de pasajeros o cuando intente quitarle la camioneta a un judicial armado. Mientras tanto, acá seguiremos rezando un rosario... “Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros los pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén”. Y seguirán las lágrimas, este jodido dolor, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo...

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Manual para canallas
Roberto G. Castañeda
Jueves 1 de Septiembre de 2011

 

 

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