jueves, 22 de septiembre de 2011

La sensibilidad de un carnicero

 © Manual para canallas

“¿A qué se dedica tu padre?”, me preguntó mi maestro de Taller de redacción. “Mmmm, creo que es maestro”, respondí un tanto intrigado. “¿Cómo que eso crees, qué no sabes?”, su cuestionamiento sonó a regaño. “No lo sé porque tiene años que no sé de él”, tampoco le iba a dar detalles del divorcio de mis padres…

“¿Y tu abuelo, en qué trabajaba?”, el profesor siguió con las preguntas. “Mi abuelo era vendedor de enciclopedias”, mentí de manera  natural. Entonces, aquel sujeto pareció disfrutar con mi respuesta. “Oye, que bien, entonces sería bueno que siguieras la vocación de tu abuelo porque será lo más cerca que estés de las letras”, el teacher se las dio de ingenioso. En realidad ni siquiera era mi maestro, sino el suplente o lo que en la universidad llaman “el adjunto”. Pero él disfrutaba su pequeña dosis de poder y se empeñaba en hacerse el listillo a nuestras costillas.

“Aquí está tu manifiesto poético”, me entregó mis dos cuartillas tachoneadas y con un seis de calificación. “Y déjame decirte que tienes la sensibilidad de un carnicero”, insistió en patearme cuando ya estaba en el suelo (obvio, en sentido figurado). Él nos había pedido un texto en el que utilizáramos algunas metáforas y otros recursos literarios.

¿Y cómo es que recuerdo todo eso? Recién hurgaba en mis archivos muertos y encontré aquellos textos escolares, mis primeras tareas universitarias. Y aunque Mario Alberto se manchaba con sus alumnos, y se hacía el gracioso con las estudiantes guapas, debo reconocer que mis primeros  textos escolares pecaban de ingenuos. Algo natural en un tipo pretencioso que soñaba con comerse el mundo. Claro que tampoco escribía tan mal. Bueno, digamos que escribía correctamente, no tal mal como el promedio. Pero sí, mis tareas eran rebuscadas y mis metáforas apestaban a lugares comunes. En lo que aquel tipo se equivocaba era en eso de que siguiera los pasos de mi abuelo. Siempre tuve claro que me dedicaría a la prensa escrita.

>>>

Cuando en el cuarto semestre me topé con un maestro un tanto loco y otro poco bohemio, pero más generoso, me ofreció mi primer empleo: reportero en un diario muy conocido. Cuando se enteró Mario Alberto no pude escapar a su veneno: “Cómo estarán los periódicos que ahora los estudiantes son expertos en redacción”, sonrió con desdén y añadió “avísame si un día te vas a La Jornada, para ya no comprarla”.  Percibí la envidia en su comentario y no me contuve para responderle: ”Oh chingá, pues en qué periódico haz trabajado tú, que eres un experto en la materia”. Le di la espalda y alcancé a escuchar su pretexto, que era algo así como “la gente como yo se prepara para enseñar y corregir, no para perder el tiempo en una redacción”.

Lo cierto es que uno de los grandes problemas de la carrera de periodismo es que la mayoría de los que enseñan materias claves, nunca se han parado en un periódico. Por una de esas paradojas de la vida, cuando ya trabajaba como editor, luego de muchos años de reportero, recibí una visita inesperada en mi oficina. Era Mario Alberto, quien me comentó que había ido a visitar a un amigo que era corrector. Evocamos los días en las aulas y le recordé que era bien manchado. “Pero era por su bien, para que se pusieran las pilas”, se justificó. Luego de un buen rato me preguntó que si no había chamba de reportero o aunque sea como colaborador. No le mentí cuando expliqué que “por ahora estamos completos, pero sí sale algo yo te aviso”. Me dio un abrazo cuando se despidió. Cuando iba a cruzar la puerta lo llamé: “Oye, ¿a qué se dedicaba tu padre?”. Él me miró extrañado y soltó “Era cantante de un grupo versátil, ¿por..?”. Por un instante quise decirle “Deberías seguir sus pasos. Es más, si te vas a cantar a los camiones tu padre estaría orgulloso de ti”. Pero tampoco soy de los que patean en el suelo. “Porque esa misma pregunta me la hiciste tú en segundo semestre”, asenté. Percibí su pesimismo y supe que lo había recordado. Lo vi marcharse como alguien que sabe que ha perdido demasiado tiempo en pendejadas.

>>>

Enemigo de las metáforas rebuscadas, a veces me desespero y bebo un trago más de ron esperando que la noche entre completa por la ventana. Cansado de pensar frases desafortunadas me quedo inmóvil y recuerdo los ojos luminosos de Estefanía. Ni siquiera sé por qué carajos me acordé de ella. Será que me sigue pareciendo una mala broma que se haya enamorado de su ginecólogo. Enciendo un cigarrillo y el humo me dicta que no se puede ser romántico cuando tu pareja extraña las manos sabias de los profesionales. Me rasco la barba de tres días y pienso en el título de uno de mis poemas: “El ojo muerto de una muñeca es más cálido que todos tus besos”. Yo no sé para qué chingados insisto en poemas si este país está lleno de indolentes, empezando por nuestro presidente. Ya me lo han echado en cara más de una vez, alguna ex novia o el más cretino de mis amigos y hasta los “expertos” de las editoriales: “Agradecemos su interés, joven, pero la poesía no vende”, me dijo el tipejo al tiempo que soltaba una mirada de autosuficiencia. Siempre he detestado a la gente detrás de los escritorios, que se creen más afortunados que todo mundo. “Me llamo Roberto”, esgrimí y luego agregué que “también tengo cuentos de teiboleras, pero eso todo mundo lo hace ahora”. Le brilló la mirada. “Tráemelos, igual y nos funcionan”, sugirió. “Primero los poemas”, insistí. Aquel individuo se acomodó la corbata y me abofeteó el orgullo: “Nosotros sólo editamos libros de escritores conocidos, Alberto”. Me despedí sin darle las gracias. Él reiteró: “Si te interesa, tráeme tus cuentos, porque al menos escribes correctamente”. Solté una sonrisa sarcástica: “En realidad prefiero rociarlos con mezcal y prenderles fuego”. En cuanto salí a la calle encendí un cigarrillo. Vale madres, era la tercera editorial en la que rechazaban mi propuesta. Creo que acabaré gritando poesías en un manicomio, o resignado a trabajar como cajero. Aunque tal vez sería mejor dedicarme a mesero en un restaurante de Polanco, para mirarle las piernas a las señoras guapas, para maldecir a sus esposos ricos, para escupir en las copas de los pinches juniors. Pero no, nunca he soportado a los imbéciles. No aguantaría escucharlos más de cinco minutos, ni que me dijeran “Vientos, Gallo”, ni que me dejaran 10 varos de propina.

manualparacanallas@hotmail.com

Manual para canallas
Roberto G. Castañeda
Jueves 22 de Septiembre de 2011

 

 

© Manual para canallas

No hay comentarios:

Publicar un comentario