jueves, 31 de mayo de 2018

Las encuestas no hablan de tristezas

Manual para canallas - Las encuestas no hablan de tristezas

La tristeza es un sol que no da tregua. Por desgracia estamos expuestos a ella. En este país podrido hasta los malditos huesos, la tristeza ya llegó a niveles alarmantes...


No sé si esté comprobado científicamente pero el calor, este sol insoportable, es caldo de cultivo para todas las tristezas. Todo empieza durante las noches en vela, con la cabeza girando como ventilador, pensando pendejadas. Y sigue a lo largo del día, con la pereza y las ganas de sentarse a la sombra para maldecir el infierno citadino. No sé si alguna investigación de la Universidad de Berkeley lo ha reflejado, pero creo que el jodido calor acentúa las tristezas y sube el índice de suicidios. No lo sé, pero me lo parece. Porque hay una legión de cabizbajos a punto del colapso. Los he visto en los parques, saliendo de la fábrica, caminando por esta y aquella banqueta, en los andenes del Metro, afuera de mi casa, en el cajero automático, subiendo al microbús, allí donde está el Oxxo, en la fila del cine y hasta delante del espejo. La ciudad está llena de cabizbajos y pareciera que estamos a punto de una epidemia de tristeza. Sí, los veo cada día por las calles, por todos lados, rumiando su tristeza, lamentando su mala suerte, quizá sólo pensativos o tal vez con muchas cosas en la cabeza, pero allí andan de un lado para otro, unos con calma y otros no tanto, hombres y mujeres que parecen ir mirando el suelo mientras desmenuzan aquello que les preocupa o lo que les atormenta. 

Son muchos, son tantos, sentados en una banca o caminando con pasos lerdos, que me da la impresión de que pronto nos contagiarán su tristeza. Y aunque estudios recientes juren que “el 85 por ciento de los mexicanos dicen tener más experiencias positivas que negativas en un día normal (sentimientos de paz, por ejemplo, contra preocupación o aburrimiento)”, todos sabemos perfectamente que una de las tácticas más recurrentes para evadirse es el autoengaño. Lo sé yo mismo, que siempre estoy intentando entretener a mis monstruos internos con montajes de bajo presupuesto. Y funciona un rato, pero tarde o temprano se rebelan. Y no hay terapias de intervención, ni borracheras, ni poemas o libros ni melodías, mucho menos antidepresivos que puedan maquillar tanta miseria en nuestro ritmo cotidiano. Y nos vienen como traje a la medida los versos melancólicos de Dante Guerra: 

"La tristeza es una maldita epidemia. 
Y por desgracia estamos expuestos a ella. 
En este país podrido hasta los malditos huesos
la tristeza llegó a niveles alarmantes. 
Será mejor que extremes precauciones
porque la tristeza mía, la tuya, la de todos,
es perfecto caldo de cultivo
para enfermarse de todas las melancolías".


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Basta ver los periódicos para enterarse de que las entrañas de esta ciudad son putrefactas, que las sonrisas no esconden la melancolía ni la tristeza. Por eso es que la gente se arroja a las vías del Metro, por eso es imposible no atormentarse ni dejarse caer cuando el futuro es un túnel oscuro y frío como el alma de los usureros, como los intereses de la tarjeta de crédito, igual que el maldito sueldo que nos pagan por un empleo de tiempo completo. Lo dicho, hay suficientes motivos, para sumarse a ese ejército de cabizbajos que rondan por las calles, que merodean el suicidio, que no aguantan este sol quemante. Y las cifras de los políticos derrochan optimismo. Pero las encuestas no dicen nada de nuestras malditas tristezas.

Los he visto por todos lados: con las manos en los bolsillos, un cigarro en la boca y la mirada opaca; con un rictus de amargura, con los hombros soportando una pesada carga, con ganas de sentarse en la sombrita. Me he visto yo mismo, frente al espejo, con la barba desprolija y estas ganas de que se me calme el fuego de los desesperados, que se me cansen los demonios, que se me apaguen las ganas de mandar todo al carajo. 

No, yo no pertenezco a ese 85 por ciento de los que mienten cuando dicen que su existencia está poblada de momentos de paz y sentimientos de armonía. No, yo no tengo calma, no tengo una colección de sonrisas. Yo lo que tengo es esta soledad, este caminar con la cabeza baja pensando tonterías que no remediarán nada, que no solucionará un carajo ni hoy ni mañana.


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Aquel muchacho que no es correspondido, la chica que solloza a solas en la recámara, el padre de familia que ha sido despedido, la anciana que se ha quedado sola, el obrero en huelga, la estudiante reprobada, el joven que no encuentra empleo, la esposa que cocina frijoles con huevo, el solitario que padece insomnio, el señor con diabetes, la viuda con cáncer de seno, la joven con el corazón destrozado y la chica con las alas atadas al pasado, todos forman un ejército de cabizbajos.

También ese chaval que se siente a la deriva, el hombre que trabaja doce horas, la empleada que es acosada por su patrón, la madre soltera, el cantor sin inspiración, el poeta sin libro, la ñora que vende quesadillas, el que limpia los baños, todos ellos son los que caminan con la cabeza baja, con las manos en los bolsillos bajo este sol inclemente.

La madre de cuatro hijos, el maestro a punto de jubilarse, el muchacho melancólico, la que sufre porque le han puesto el cuerno, el hombre que camina sin rumbo, el hombre que se habla de tú con la derrota… Todos son una legión que no sabe de victorias, que no encuentra la alegría ni en un crucigrama. Y todos, todos ellos, sienten este pinche calor como si fuera el presagio de otra noche en vela.

Todos ellos son los que caminan cabizbajos y nos contagian su tristeza, como una epidemia, como si este país y este suelo no tuvieran ya suficientes achaques. Alguien debería emitir la alerta amarilla, antes de que se propague sin remedio esta epidemia de cabizbajos. Y yo escribo esto, rodeado de recuerdos que no me hacen bien, escuchando canciones de Sabina: 

"Hubo un accidente,
se perdieron las postales,
quiso carnavales y encontró fatalidad. 
Porque todos los finales
son el mismo repetido
y con tanto ruido
no escucharon el final. 
Descubrieron que los besos no sabían a nada. 
Hubo una epidemia de tristeza en la ciudad. 
Se borraron las pisadas,
se apagaron los latidos
y con tanto ruido
no se oyó el ruido del mar".


manualparacanallas@hotmail.com


Roberto G. Castañeda
Jueves 31 de Mayo de 2018.


© Manual para canallas


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