jueves, 12 de junio de 2008

En los zapatos de Johnny Depp

© Manual para canallas

“Se llama balero”, le dije a Johnny Depp cuando lo vi tan maravillado por la forma en que aquel chavito lograba embonar uno tras otro los capiruchos. El actor sólo atinó a expresar “wooow” y sonrió como lo haría el capitán Jack Sparrow ante una barrica de vino. Sacó un billete de 20 dólares y se lo dio al niño. Estábamos en un pueblito lleno de perros vagabundos y señoras que barrían las calles a las siete de la mañana. Johnny llegó hasta allí para filmar Érase una vez en México y parecía muy cómodo dando vueltas por allí, seguido por un par de guardaespaldas que se mantenían a una distancia poco discreta pero nada asfixiante. Yo era asistente de producción y conocía a los guaruras, así que me pude acercar sin problemas. “Es maravilloso”, dijo en inglés y señaló al niño juguetón. “Está hecho de madera”, expliqué. “¿El niño?”, bromeó. No pude evitar la risa. Me presenté y le dije que trabajaba en la misma película que él, “pero a mí no me pagan en dólares”, regresé la broma. Luego le comenté que le podría conseguir un balero como el del chavito. “Sería grandioso”, era de pocas palabras, y se despidió amablemente. No lo vi en varios días, porque tuvo que ir a Los Ángeles a resolver típicos asuntos de famosos. Le conseguí dos baleros en el mercado y se los di a su asistente. Una semana después me mandó llamar. Estaba sentado afuera de su camper. “Me encantan los camerinos ambulantes, son tan gitanos”, dijo mientras se esforzaba con el balero. “Gracias por el regalo, es hermoso”, su tono era pausado. “No es nada”, aclaré y no me atreví a darle sus primeras lecciones. Además, siempre fui malo para el balero o el trompo. “Bueno, me dio gusto saludarte”, me despedí porque debía seguir trabajando. Después de eso lo vi varias veces más y apenas nos saludábamos. En sus ratos libres jugaba con el balero y ya casi lo dominaba. El último día de rodaje hubo un cóctel de despedida. Encontré a Johnny sentado, a solas. “Siempre me ha gustado México”, me comentó. “La gente es feliz con tan poco, con lo esencial”, añadió y asentí. “¿Hay algo que pueda hacer por ti?”, me preguntó. “Sigue siendo tú”, le dije, “no te conviertas en un cretino”. Soltó una carcajada. “Me pregunto que se sentirá estar en tus zapatos”, soné bastante idiota, “ya sabes, la fama, mujeres enamoradas de ti, conocer mundo…”, no me dejó terminar. “¿En serio te interesa saber eso?”, esperó mi reacción. No supe qué decir, aunque hubiera podido justificar mi estupidez. Entonces se quitó los zapatos y me los ofreció. “Espero que te queden”, eran bicolores, como de pachuco. “¡Cómo crees!”, pensé que era una broma. “En verdad, llévatelos”, insistió. “Pero estás descalzo”, pretexté. “Eso no importa, son tuyos”. Me pareció una extravagancia y no tuve más opción que tomarlos. “Ok, gracias”, me despedí. Él se quedó sentado, tomó su vaso de vino y dio un sorbo. Nunca volví a verlo, pero ese gesto me pareció un detalle de humildad, de alguien que parecía realmente sincero.

>>>

“No te puedo creer que Johnny Depp te haya dado esos zapatos”, se entusiasmó Tamara cuando los vio junto a la foto del actor con el mismo calzado. Para mí sólo eran un grato recuerdo de un tipo bastante sencillo con respecto a su fama. Pero ella estaba locamente enamorada de Johnny, así que amaba los zapatos más que cualquier otra cosa. Sólo faltaba que le pusiera una veladora. No le importaba que yo tuviera una foto junto a James Bond o una guitarra autografiada por Sabina, ni la máscara que me regaló Blue Demon, mucho menos la deslumbró mi colección de discos. No, ella adoraba los zapatos de su amor platónico. Sospecho que no’más por eso se animó a andar conmigo. “Roberto tiene unos zapatos que le regaló Johnny Depp”, presumía cada que teníamos visitas, que casi siempre eran sus amigas. Hasta que me harté de contar la historia. Se desgastó, igual que la relación con Tamara. Al principio fue excitante. Me deslumbró su mirada, porque me fascinaban sus ojos. Claro también me encantaban sus piernas perfectas, su trasero impecable, sus senos generosos y esa cabellera larga, abundante. Pero lo que me mataba era que me dijera obscenidades al oído mientras alcanzaba el clímax. Durante un tiempo fue mi todo, mis mejores noches, mis madrugadas en vela, el fuego en mis miradas, aquellos abrazos en la mañana, el sexo bajo la regadera, y las risas que me impulsaban. Como siempre sucede, el amor saltó por la ventana, y lo que antes me gustaba empezó a parecerme rutinario. A ella le sucedió lo mismo. No hubo escenas tristes, ni lágrimas falsas, mucho menos celos innecesarios. Entendimos que la pasión también tiene fecha de caducidad. Todavía aguantamos algunos meses, pero hasta las promesas sabían a olvido. Seguíamos siendo amigos, distantes pero amigos. Ella entró a trabajar como mesera en un restaurante-bar. Me contó que la pretendía un tipo que traía un Mini Cooper. Yo dejé de manejar luego de dos autos destrozados. La animé a que lo intentara. Y me hizo caso. Yo había conocido a una chica más interesante, que estudiaba filosofía y que también escribía. Tamara no hizo dramas. Y yo soy pésimo para el engaño, así que nos despedimos sin reclamos. Han pasado unos años y a veces la extraño. Lamento que se haya llevado los zapatos de Johnny Depp, que algún día valdrán una fortuna, pero sé que están en buenas manos. Y digo en buenas manos porque sus pies son demasiado pequeños para saber qué se siente estar en ese calzado. La próxima vez que conozca a un famoso, mejor le diré que me regale su reloj. Al menos podré empeñarlo. No como mi corazón, que cada vez está más devaluado.

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 12 de junio de 2008

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario