jueves, 19 de junio de 2008

Réquiem por mi ángel de la guarda

© Manual para canallas

Tuve que cerrar la puerta de mi oficina para que no se escucharan mis sollozos. Apenas leí el correo sentí un aguijón en el pecho. “Con tristeza les aviso que este 17 de junio falleció mi papá, el señor Julián García Trejo, su tío”. El mensaje era de mi primo.

Las distancias me parecieron estúpidas porque me hubiera gustado abrazarme al cuerpo inerte de aquel buen hombre que sufrió tanto en los últimos años y que me enseñó a ser una mejor persona. Lloré de dolor, de sentirme vacío, de no saber a quién maldecir, de puras ganas, por impotencia, porque era un pesar guardado mucho tiempo.

Lloré porque se llora por tus ángeles de la guarda. Era una noticia que tarde o temprano llegaría. Y sin embargo, me resistía a recibirla y postergaba siempre la idea de que la muerte nos olvidaría. Duele ser tan vulnerable.

Duele quedarse inmóvil escuchando la lluvia. Duelen las tormentas en tus ojos. Duele la ausencia de esa mirada que no te volverá a decir te quiero. Discúlpenme si estas palabras carecen de poesía. Maldigo la vida, detesto la muerte. Detesto la vida, maldigo la muerte. Hoy amanecí incompleto, sin ganas de bañarme, sin ánimos para peinarme. Quise quedarme en pijama todo el día. Quise tomar un avión y vestirme de negro y llorar frente a la tumba de tío Julián.

Quise renunciar a mi trabajo y olvidarme del bono de fin de año, pero en este mundo burocrático las cosas no funcionan así. No hay poesía en mis palabras. No hay metáforas suficientes para consolar a los deudos. No hay plegarias que alcancen para iluminar el camino al cielo. No hay esperanza en mis noches, no hay ilusión en mis días. Me duelen los ojos, mi llanto es obsoleto. Mi dolor es mínimo comparado con el de mi tía, con el de mis primos. Se fue mi ángel de la guarda y me siento confundido. No puedo pensar con claridad, así que mejor confío en las frases certeras de Jaime Sabines:

“Enterramos tu traje,
tus zapatos, el cáncer:
no podrás morir.

Tu silencio enterramos,
tu cuerpo con candados.

Tus canas finas,
tu dolor clausurado.

No podrás morir.”.

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Faltan palabras, sobran congojas, la tarde lluviosa no ayuda. Apelo a los recuerdos en busca de confort. El tío Julián fue como un padre. Yo era un niño demasiado callado y nunca le dije “te quiero”, aunque no hacía falta porque él lo intuía. Mis domingos eran todos iguales, menos cuando él me cargaba en sus brazos para decirme algo que entonces me enorgullecía y ahora aborrezco: “Eres igualito a tu padre”.

Julián tenía una sonrisa franca, que te hacía feliz. Algunos domingos íbamos a su casa y aquel mundo me parecía fantástico: mi tía nos daba helado, los primos nos dejaban leer su colección de la revista Mad, el tío disparaba los gansitos, y a todos nos gustaba jugar Rummy o Monopoly.

A mí me hubiera encantado que me adoptaran, pero sé que era imposible porque mis hermanos se sentirían incompletos. Yo le decía a mi madre que nos mudáramos todos, pero ella sólo sonreía ante mi inocencia. El regreso era lo más triste, porque volvíamos a nuestra miseria, al abandono en que nos condenó mi padre. Qué distintos eran mi padre y su hermano.

Uno fue el carcelero de mis miedos. El otro fue y seguirá siendo mi ángel de la guarda. Por desgracia, dejamos de frecuentarnos. Julián hizo lo más que pudo. Hasta que se mudó a Durango, la tierra que lo vio nacer y que ahora lo ha reclamado a sus entrañas. Otra vez estoy llorando. Disculpen el atrevimiento.

“Te fuiste a no sé dónde.

Te espera tu cuarto.

La tía Elena, Juan y Jorge
te están esperando.

Les han dado abrazos
de condolencia, y recibieron
cartas, telegramas, noticias
de que te enterraron,
pero tu nieta más pequeña
te busca en el cuarto,
y todos sin decirlo,
te estamos esperando”.

No son palabras mías, es otra vez la sabiduría de Sabines. Y mis lágrimas lo confirman. Yo también nací en Durango, que es un territorio que me he prohibido, cargado de nostalgias, y no es allí a donde está mi destino. Moriré lejos, porque así lo he decidido.

No me quedan más alientos, no me guardo más sollozos, mejor dispongo de este réquiem para alguien muy querido:

“Estás rodeado de tierra desde ayer.

Arriba y abajo y a los lados,
por tus pies y por tu cabeza
está la tierra desde ayer.

Te metimos en la tierra,
te tapamos con tierra ayer.

Perteneces a la tierra desde ayer…

¡A la chingada las lágrimas!, dije,
y me puse a llorar”.

Afuera hace mucho frío. Y junio me llueve en los ojos. Guardaré luto por aquel hombre que me hizo comprender que te puede faltar un padre, pero nunca te faltará valor para volar sin miedos, aunque tus alas sean imperfectas, aunque no tengas instructivo de vuelo. Descanse en paz el mejor hombre, tío, padre, amigo, que he conocido.

manualparacanallas@hotmail.com

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 19 de junio de 2008

 

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