jueves, 11 de diciembre de 2008

El mejor papel de mi vida

© Manual para canallas

Terminé de maquillarme, me miré en el espejo y supe de inmediato que me veía ridículo. Además, la peluca sólo empeoraba las cosas. En cuanto salí al escenario empezaron las carcajadas. Bueno, si es que a eso se le podía llamar escenario. “Salid de aquí muy luego y no repli… y no repliquéis jamás”, era una de las pocas frases que yo tenía que decir y aún así me costó trabajo memorizarlas. Obvio, las burlas parecían jitomates lanzados al estrado. Yo me sentía de lo más estúpido. ¿Cómo carajos me fui a meter en eso? Simple: por una vieja. En la prepa me encantaba Romina. Y ella le encantaba a todos. Y yo no le encantaba a casi nadie. Pero entonces era yo un tipo un tanto tímido, tratando de reinventarme después de una infancia y adolescencia llenas de traumas, miedos y una educación muy severa. El caso es que Romina me invitó a una obra de teatro que ella protagonizaba. Lo mío, lo mío era el futbol, pero cuando una chica como ella te dice “te invito a lanzarnos en paracaídas” es como si te pidiera que fueras su pareja en la fiesta de graduación. “Nos falta este personaje” y me señaló unas líneas que apenas miré. Acepté y ella me sonrió. Ya estaba pagado. Su sonrisa era prometedora y también la manera en que ella abrazaba, porque en una parte del montaje ella tenía que abrazarme. Sí, era actuado, pero era un abrazo al fin y al cabo. El precio fue caro, porque después de eso se me quedó el apodo mucho tiempo: Malafán, me decían todos en mi salón. Era el bufoncito más patético de la obra, pero la maestra de artes me exentó y me puso un diez. Además, vi a Romina en ropa interior mientras todos nos caracterizábamos. Nunca anduve con ella, cuando mucho bailamos una canción en alguna fiesta, pero a mí me alegraba que al menos me saludaba de beso en la mejilla. Qué lejos estaba de imaginar que haría peores tonterías por una mujer.

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En la universidad me enamoré de mi maestra de literatura, así que no le costó trabajo convencerme para que yo protagonizara El avaro, de Moliere. Alejandra era guapa, inteligente y muy alivianada. Corrían rumores de que iba a las fiestas, que le encantaba el trago y que se acostaba con sus alumnos. A mí no me constaba, pero la simple idea me emocionaba. Ensayamos como dos meses, batallé para memorizar el papel, pero Alejandra estaba maravillada conmigo. “Tienes facilidad para actuar”, me dijo y a mí me sonó como si me hubiera dicho “eres el mejor amante del mundo”. La obra la estrenamos en el teatrito de FES Acatlán y al final nos aplaudieron sin mucho entusiasmo, pero esos pocos aplausos a mí me supieron a gloria. Por la noche hicimos una reunión en casa de Alejandra, bailamos un poco, bebimos mucho y cuando le comenté que me gustaba, ella me dijo “tontito”. Así me sentí, pero el alcohol aligeró las cosas. Luego, cuando ella ya estaba un poco más ebria me le encontré en la cocina y me besó. “Eres un tontito”, repitió, “pero me gustas”. Eso fue todo. La reunión se alargó un poco, algunos compañeros se fueron temprano, quedábamos pocos y yo mantenía la esperanza de llevármela a la cama. Pero no fue así. Al poco rato llegó su marido, un tipo mucho mayor que ella y que todos nosotros. Se unió a la fiesta. No pude soportar que la abrazara y la besara enfrente de mí, así que me fui bastante molesto. Ese fin de semana pensé todo el tiempo en Alejandra, le escribí una carta muy apasionada y estuve a punto de romperla, pero al siguiente lunes se la entregué al final de la clase. Ella me respondió con otra carta bastante simple: “Roberto: estás confundido. Tú no puedes estar enamorado de mí. Sólo estás entusiasmado. Además, yo soy una mujer casada y amo a mi marido. Por favor, olvídate de mí. Alejandra. PD.- Me halaga tu interés, pero tú debes andar con chicas de tu edad”. Como resulta lógico, no me olvidé de ella. Y cuando besaba a las mujeres de mi edad, los besos no sabían igual. Hasta que me enamoré de Fernanda y mis días se volvieron más oscuros. Nos besamos muchas veces, nos acostamos un par de ocasiones, prometimos que nos casaríamos a los 30 años, pero ella nunca dejó a su novio. De hecho, se casó con Jaime y tuvieron tres hijos. Ella se puso gorda, se volvió neurótica y Jaime la cambió por su secretaria. Tiene mucho que no la veo y a pesar de lo mucho que la quise, agradezco que no haya cumplido su promesa de casarse conmigo. Igual y algún dios está de mi lado y me tiene reservado el mejor papel de mi vida.

 

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 11 de diciembre de 2008

 

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