jueves, 4 de diciembre de 2008

Fría como una navaja

© Manual para canallas

Un cuaderno con poesías hechas a mano fue lo único que me dio Lucía. Odiaba regalar cosas y “coleccionar estupideces”, siempre me decía. En realidad ella odiaba casi todo. Siempre tenía alguna queja: las viejas pierden demasiado tiempo intrigando, los hombres son tan primitivos, mi jefe es un pervertido, los libros son demasiado caros. Era especialista en robarse los libros de Sanborns, meterse en la fila del banco, entrar gratis al cine, rayar autos de lujo, apoyar huelgas, renunciar a trabajos estúpidos. Lucía parecía una chica común, con revoluciones fantásticas en la cabeza y demasiadas quimeras en la mochila. Pero atrás de su rabia, de su inconformidad había algo mucho más complejo. Cuando la conocí me pareció una mujer perfecta: joven, idealista y con ganas de vivir a mil por hora. Me enamoré de ella, pero Lucía nunca supo amarme. La historia de siempre. Cuando mejor estábamos, se desaparecía dos o tres meses. Se embarcaba en brigadas maravillosas: clases de alfabetización en la Sierra de Oaxaca, teatro guiñol para niños indígenas, la clásica caravana a Chiapas, etcétera. Regresaba destrozada de ver tanta injusticia, la infinita pobreza. Yo sólo la abrazaba y la escuchaba. Trataba de entenderla porque la amaba, pero ella me daba pocas pistas. A mí me encantaba estar con Lucía, aunque ella parecía estar huyendo todo el tiempo: cada vez hacíamos menos el amor, ponía pretextos para no acompañarme a las fiestas de mis amigos, luego me pidió un tiempo para “pensar en lo nuestro” con el argumento de que “no quiero hacerte más daño”. Desde luego, no intenté hacerla cambiar de parecer, así que dejamos de vernos un tiempo.

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Una madrugada Lucía llamó a mi puerta y me pidió 50 varos para pagar el taxi. “Necesitaba hablar contigo”, argumentó, “pero antes hagamos el amor”. Estaba sobria, así que no era un arranque. “Extrañaba estos abrazos”, dijo cuando yo esperaba que agradeciera los orgasmos. “Sólo necesitaba hablar”, aclaró, “no voy a regresar contigo”, la dejé que se explayara. No había ningún hombre, ni nada parecido. Me contó que estaba en terapia psicológica. “Y me la paso con antidepresivos”, soltó como si dijera “bebo leche deslactosada”. Luego sollozó. Cuando se recompuso me reveló su secreto. “No tienes que hacerlo”, advertí. “Te lo debo, ser honesta contigo es lo menos que puedo hacer”, comentó. “Nunca te quise, no podría amarte”, soltó, “pero tú mereces encontrar una mujer que valga la pena”. Ni me dejó refutar sus teorías. Me contó que sus miedos y pesadillas se debían a que su padrastro había abusado sexualmente de ella. Historia conocida. Los detalles me los reservo. Lucía tuvo una crisis de ansiedad, no podía dejar de llorar, yo sólo la abracé durante más de una hora. Luego se quedó dormida. Besé su frente y lamenté que la gente fuera tan miserable como para hacerle tanto daño a una chiquilla o a un niño. Luego me quedé dormido y cuando desperté, Lucía se había marchado. Me dejó su cuaderno con poesías, que era hermoso. Cumplió su palabra: no regresó conmigo. Dos años después fui a su funeral. Ella se cortó las venas, no aguantó más, los antidepresivos no fueron la solución. Su hermana me dijo que Lucía siempre me había amado, pero que prefería verme feliz que sufriendo a su lado. A veces las mujeres son muy idiotas. En cuanto llegué a mi casa me quedé a oscuras, mirando fijamente la luz de esa veladora que encendí. En algo tenía razón Lucía: es fácil dejar de confiar en la humanidad. Una verdad tan fría como una navaja.

 

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 04 de diciembre de 2008

 

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