jueves, 21 de julio de 2011

El empleado del mes

© Manual para canallas

Aquella sonrisa me causaba mala espina. Y tanta amabilidad también parecía sospechosa. Además, nunca me han caído bien los tipos que te dicen cosas como “me gusta tu camisa, cuando no la quieras me la regalas”. Por Dios, eso suena demasiado gay. Suficientes razones para desconfiar de un vendedor de seguros…

Fernando me convenció de que “este seguro es ideal para ti, que tienes hijos, porque a largo plazo estás asegurando que tengan una educación de primer nivel” o una mamada igual de “deslumbrante”. En realidad yo no tenía planeado asegurar nada, ni mi pinche alma que ya está hipotecada, pero se me hizo una descortesía no atenderlo. Y no por otra cosa, sino porque era hermano de una amiga mía. Además, el chaval parecía un buen tipo y me dio la impresión de que alguien que cruza la ciudad para “ganarse la papa” bien merece ser escuchado. Al final me convenció y acabé firmando un seguro que “te lo garantizo, es la mejor decisión que has tomado en años”, según Fernando. A partir de ese día, el hermano de mi amiga iba cada mes por la mensualidad y me entregaba un recibo que yo archivaba de inmediato. Y así pasó el tiempo. Hasta que un día, por alguna razón, quise cambiar las condiciones de mi seguro de vida. Y resulta que la aseguradora me tenía dado de baja desde hace algunos meses. Luego comprobé que, supongo que es una argucia frecuente, mi agente se jineteaba mis cuotas mensuales. Cuando lo confronté alegó que había sido una confusión y no sé que tantas jaladas. Yo no quise involucrar a su hermana, que siempre fue una gran amiga mía, pero al final ella le recomendó a Fer que arreglara sus desmadres. Hicimos cuentas y me debía algo así como varios miles de pesos. Como no tenía efectivo, acordamos que me daría su computadora a cambio. Luego se me desapareció por completo. Hasta que un día me lo encontré casualmente en la calle. Con su traje reluciente y esa sonrisa que siempre me causó mala espina, Fernando sacó otra de sus frases trilladas: “Oye, qué bien te ves, por ti no pasa el tiempo”. Obviamente que me guardé las gentilezas: “Claro, eso es lógico, porque con la computadora que me diste armé una máquina del tiempo en la que voy y vengo”. Obvio que se sorprendió, para balbucear algo como “bueno, me da gusto que te vaya tan bien”. Y antes de que se despidiera definitivamente de mi existencia fui tajante: “¿Y sabes qué descubrí en uno de mis viajes al futuro? Que siempre serás un pendejo”. Él se sorprendió más que yo de lo que salió de mi boca. Yo di la media vuelta, pero reviré para acentuar “y además nunca serás el empleado del mes”. Una de mis frases favoritas. Nunca más he sabido de él. Aunque ahora que lo pienso, quizá sí ha llegado a ser empleado del mes porque el wey tenía la perseverancia de los lisonjeros, de los que son capaces de ver un “buen bisne” en la silla de ruedas de la abuela moribunda.

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Aquella chica me soltó la máxima frase de hospitalidad que dicta “Bienvenido a Cinépolis, en qué puedo servirte”. Su sonrisa se congeló y percibí un trastabilleo en su mirada cuando me reconoció. “Hola, quiero un combo nachos”, le guiñé un ojo. “Con mucho gusto” y giró para preparar mi orden. “¿Quieres extra queso para tus nachos?”, preguntó con evidente incomodidad. “¿Y si mejor me cuentas cómo es que llegaste a esto?”, cuestioné nomás por joder. “Roberto, por favor, no me hagas esto”, respondió. “Déjame adivinar, seguramente el encargado de la dulcería es tu nuevo novio”, solté divertido. Vianey había sido mi novia, hasta que se “enamoró” de su jefe en la agencia de “edecarnes” en la que trabajaba. “Nunca vas a cambiar, eres odioso”, reclamó. “Mejor cóbrame, que ya va a empezar mi película”, sugerí. Y me hizo caso. “Gusto en saludarte”, sonreí maliciosamente. Ella no tuvo argumentos. Mientras ponía salsa a mis palomitas vi el cuadro de honor y allí estaba la foto de Vianey como la empleada del mes. “Seguro que se acuesta con su jefe inmediato”, murmuré divertido. Bueno, al menos no trabajaba en McDonalds, porque los combos de allí son terribles. A Vianey me la presentó un amigo en una fiesta. Era linda, tenía bonito cuerpo y a mí me pareció una chava inteligente. Salimos unas cuantas veces, nos hicimos novios, y todo parecía ideal. Ella me juraba que estaba enamorada y que regresaría a la escuela para terminar su carrera, siempre que encontrara un trabajo que se lo permitiera. Yo le conseguí chamba con un conocido en una agencia de demostradoras. Y todo parecía perfecto... hasta que conoció a no sé quién y se volvió edecán de la cerveza Sol. Entonces comenzó a llegar cada vez más tarde a su casa, a beber más de la cuenta, a espaciar nuestros encuentros, a pedirme cosas cada ves más locas en la cama, a recibir “bonificaciones” por su buen desempeño en la chamba. Y una noche, saliendo del cine, no quiso ir a mi departamento con el pretexto de que “no puedo desvelarme, mañana debo trabajar temprano”. Nunca le había preocupado eso. “Mira, Vianey, déjate de rodeos, que esto no es el argumento de Teresa ni esas pinches novelas que ve tu jefa”, comenté. “Ay, ya vas a empezar con tonterías”, se escudó sin oficio. “Lo que es una tontería es que me quieras ver la cara de pendejo. Si este chupón que traigo no sólo es un llavero, también lo uso para no chuparme el dedo”, remarqué con fastidio. La muy idiota recurrió al truco más viejo, el de “no me lo tomes a mal, no eres tú, soy yo...”. Le corté su frase tan “inspirada”. “Al diablo, esto ya valió madres, la relación está agotada”, son esas cosas que se intuyen. Y le solté una frase lapidaria de Jaime Sabines: “No pongas el amor en mis manos, como un pájaro muerto”. Ella insistió en minimizar el asunto con aquello de “a lo mejor si nos damos un tiempo”. Ni madres. “Sólo te pido un favor, borra mi número de tu celular, no quiero que me llames en las madrugadas para esas jaladas de ‘te echo de menos’ que sueles hacer cuando estás ebria”. Se indignó y se fue en el primer taxi que paró. Dejamos de vernos, me llamó algunas veces en la madrugada, y una amiga en común me contó que el tipo por el que me cambió no le cumplió las promesas de volverla una edecán de “primera” y que la botó cuando se cansó de su trasero. Y cuando ella intentó volver conmigo ya no era buen tiempo. Había empezado la temporada de lluvias y yo me refugiaba de las tormentas en brazos más cálidos. Vianey nunca regresó a la escuela, pero tiene bonita letra, una linda sonrisa y además le sale bien esa frase de “bienvenido a Cinépolis, ¿en qué puedo servirle?”. Con razón es la empleada del mes. Aunque esa pinche gorrita que usa opaca el brillo de sus ojos. ¿O será que había perdido el brillo desde antes?

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Manual para canallas
Roberto G. Castañeda
Jueves 21 de julio de 2011

 

 

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