jueves, 20 de febrero de 2014

Los locos no usamos peine

Manual para canallas - Los locos no usamos peine


Suena extraño, más bien poco común, pero los jueves amanezco más despeinado que cualquier otro día. “Pareces uno de esos científicos locos que salen en Canal Once”, me comentó Valeria alguna vez...



“Se llama Beakman”, le sonreí, “y en ese caso tú serías Lester, mi rata de laboratorio”. 

Valeria se me aventó encima y rió divertida. 

“¡Te digo que se te bota la canica!”, 

ella se recostó en mi pecho mientras yo acomodaba mi cabeza en la almohada. 

“Obvio que no me refiero a Beakman, porque él es muy divertido y tú no, tú estás amargado”, 

siguió riéndose a mis costillas. Luego me besó con desenfado y me miró a los ojos antes de decir que 

“respecto a lo de Lester, en todo caso soy tu conejillo de indias y no una rata de laboratorio”. 

Hice un gesto de ¿me-lo-puedes-deletrear? Y Val me explicó a grandes rasgos: 

“Sí, nunca habías andado con alguien tan joven como yo”, 

hizo una pausa para besarme de nuevo, 

“y no sabes bien a dónde llegará todo esto. No te comprometes, aunque tampoco lo tomas a la ligera, pero siento que vas experimentado sobre la marcha”. 

Vaya, otra mujer complicada. Chiste local. 

“Ahora eres tú a la que se le zafó un tornillo”, respondí.

Ella intentó ponerse seria: 

“No, no te hagas el loquito, estoy hablando en serio. Tú estás improvisando conmigo, no sabes qué es lo que realmente quieres”. 

Vale madres, en qué momento empecé a andar con mujeres que actúan como si la vida fuera una jodida película de Martha Higareda. 

“Wey, ya no veas tantas comedias románticas en Netflix”, 

 le recriminé con suavidad aunque yo sabía lo que venía a continuación. 

“¿Ves? Contigo no se puede hablar en serio”, 

se levantó para luego recriminar que 

“de verdad, Roberto, parece que tú nunca me vas a tomar en serio”. 

Salió de la recámara, escuché cómo se encerró en el baño y la imaginé encendiendo un cigarrillo. Luego soltaría algunas lágrimas, yo tocaría en la puerta comentando que no se molestara, ella fingiría serenarse y saldría con los ojos irritados para decir algo como 

“es que tú no sabes cómo me siento” o “no te preocupes, ya me estoy acostumbrando”. 

Así que no hice mayor caso, yo no fui educado por las telenovelas de la tarde en casa de mi abuela. Pero como es lógico, poco a poco fui perdiendo el interés en Valeria. Y tampoco es que ella estuviera locamente enamorada de mí. De hecho, el loco en este caso era yo. Y seguía amaneciendo más despeinado los jueves. Lo que pasa también es que los locos como yo, parece que no conocemos los peines. De hecho, los lunáticos nos acomodamos el cabello con las manos.

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Pero yo debía estar más zafado que los locos normales. Porque me aferraba a Valeria como si fuera un náufrago, como si temiera caminar en la oscuridad. Sí, era guapa y joven pero también demasiado inestable. De buenas a primeras se desaparecía. 

“Necesito tiempo para pensar algunas cosas”, era su pretexto más común. 

No es que tuviéramos una relación sólida, ni nada parecido, pero se suponía que nos debíamos algo de lealtad o al menos un poco de honestidad. Una noche se emborrachó más que de costumbre y me confesó que su ex la buscaba cuando se le daba la gana. Y ella seguía enamorada de él. 

“Puedes tomarte el tiempo necesario”, le contesté como en una canción de Café Tacuba. 

“Pero es que en verdad no sé lo que quiero”, sollozó. 

“No puedo olvidarlo, pero no quiero perderte a ti”, algo así me comentó. 

Y yo no estaba dispuesto a pelear esas batallas. Aquella noche hicimos el amor como nunca. Tuvimos algunos meses de calma. Y la seguí perdiendo poco a poco. Se fue difuminando. Tuvimos altibajos, noches de sexo desenfrenado, discusiones por tonterías, rutinas cotidianas, despedidas y más reencuentros. Hasta que nos hartamos el uno del otro. Y dejamos de vernos mucho tiempo. Se reconcilió con su ex novio. Supuse que era feliz, seguro me enteré por el Facebook. Y justo cuando yo estaba más tranquilo, con mi locura a solas y amaneciendo tan despeinado como cada jueves, Valeria volvió a buscarme.

Algo era seguro: estaba sola de nueva cuenta. Nos vimos para tomar un café, aunque ella sugirió que le invitara unas chelas. Yo sabía que nos embriagaríamos y otra vez a caminar en círculos, así que lo evité. Aquella noche la abracé por última vez y le dije con toda calma que sus ojos ya no vigilaban mis desvelos. 

“Los locos como yo no usamos peine y poco a poco acabamos por olvidar los nombres de la ausencia”, fue mi despedida. 

Tarde o temprano ella terminaría regresando con Daniel, una y otra vez, porque las locas como ella siempre caminan con desesperación, con las ansias de quienes vuelven al punto de partida una y otra vez.

Así fue y así seguirá siendo. Yo por eso soy un lunático fuera de lo común, de esos que no cuidan las apariencias ni se perfuman cuando van a terapia. Ya lo ha explicado muy bien Dante Guerra: 

“Los locos no sabemos de días de pago,
no tenemos conciencia de las quincenas
ni las docenas o los equipos de fútbol.
Los locos sólo pateamos latas en vez de balón.
Los lunáticos como nosotros
no nos preocupamos por el peinado,
ni por lustrar los zapatos.
Los locos como todos nosotros
no usamos peine en las mañanas,
no sabemos de ausencias ni presencias, no.
Los benditos locos como yo
hace mucho que dejamos de soñar
con mujeres de esas imposibles
que sólo vinieron a revolvernos la cabeza”. 

Y así irán pasando mis lunes y martes, miércoles y jueves, con la cabeza hecha un torbellino, firmando con la zurda, con la sonrisa de los lunáticos, peinándome con los dedos, durmiendo de costado, usando Converse desgastados, sin más nombres en la bitácora, sin ojos que desvelen mis madrugadas. 

¿Ya te dije que los locos no usamos peine ni lustramos los zapatos? 

Entonces no me hagas mucho caso.


manualparacanallas@hotmail.com


Roberto G. Castañeda
Jueves 20 de Febrero de 2014.

© Manual para canallas


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