jueves, 30 de octubre de 2008

Alma de ventrílocuo

© Manual para canallas

Mi infancia está encerrada en una foto. Nunca fui un niño feliz, sino todo lo contrario. Me refugiaba en las caricaturas, era experto en silencios y el futbol no se me daba. Por supuesto, no entendía a las niñas y les jalaba las trenzas. “Es un niño muy callado”, decía mi maestra de sexto de primaria. Mi madre creía que me faltaban vitaminas, porque prefería estar encerrado que perseguir lagartijas. A mí me gustaba leer, inventar historias con mis juguetes y construir imperios gobernados por héroes invencibles. No tenía grandes sueños, sólo quería que me dejaran tranquilo. Tenía un álbum de luchadores, una autopista Scalextric y una grabadora de mano que usaba como agenda. “Santo llamando a Demon, Santo llamando a Demon”, era mi frase favorita para recordarme que tenía algún juego pendiente. Apenas terminaba mi tarea, encendía la grabadora y sonaba el recordatorio. Entonces me iba al traspatio, donde tenía un refugio que yo llamaba “El club de la mano siniestra”. Estaba construido con cartón y madera, pero era un sitio muy exclusivo. Yo era el jefe y también el único socio. En otras palabras, no podía entrar cualquiera. La clave para entrar era simple, pero al mismo tiempo complicada: sobre una madera blanca puse mi mano llena de pintura negra. Así que sólo podía pertenecer al club aquel cuya palma de la mano embonara a la perfección con la contraseña. Yo era un chaval más alto que los de mi edad, así que no era común que alguien tuviera las manos del mismo tamaño. Mi hermano iba cada semana, rogando para que su mano hubiera crecido lo suficiente. “El club de la mano siniestra” tenía su fama. Yo contaba que adentro había un cráneo de pirata y el alma de un loco que se había suicidado. Supongo que mis hermanos y mis primos me creían, porque nunca se animaban a entrar solos. Allí guardaba mis tesoros: el frasco de canicas, los cómics de Batman, una máscara de Darth Vader y el guardián implacable: un muñeco de ventrílocuo malhecho que asustaba a cualquiera. Cuando me daba por ser malvado, sacaba al Rascuacho a pasear y asustaba a los niños de mi barrio. Yo movía su boca con maestría, mientras la grabadora reproducía una risa macabra que había robado de una película de terror. Nadie sabía el truco, así que todos los chamacos lloraban cuando les decía que por las noches les mandaría al muñeco infernal a jalarles las cobijas. No me respetaban pero me tenían miedo. Y eso era bastante divertido.

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Antes de morir, mi tío Rodrigo me regaló al Rascuacho. En realidad él le decía Don Rascuacho. Mi tío era mago, merolico y muy alburero. Siempre le gustó la magia y se sabía algunos trucos, así que se contrataba como mago en fiestas infantiles. El tío Rodrigo me quería mucho y me enseñaba pequeñas “artimañas” —así les llamaba él— para entretener a los tontos”. El tío era un especialista en huirle al trabajo. La abuela siempre le reclamó que no fuera “gente de provecho”. Rodrigo probó a tomar cursos por correspondencia: de dibujo, de investigador, de no-sé-qué-tantas-cosas. Hasta que un día desapareció y luego habló para decir que andaba en Guadalajara. La abuela pensó que al fin Dios había escuchado sus ruegos y que la oveja negra se haría un hombre responsable. Rodrigo volvió dos años después, cansado de la vida nómada. Anduvo viajando con un circo, dándole de comer a un tigre viejo y a un león sin colmillos, limpiando la pista, hasta que llegó a ser un poco trapecista, un poco mago y bastante cínico. Siempre que escucho a Nacha Pop, me acuerdo del tío Rodrigo. Es una canción algo triste, como gris fue la vida de mi pariente:

“Hubo un mago en la ciudad,
que actuaba en un lugar sin magia.

Le robaron la ilusión,
su viejo truco le falló,
y se escondió.

Vi un payaso fracasar,
sólo sabía hacer llorar,
¡vaya gracia!”.

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Mientras Rodrigo era un caso perdido, a ojos de todos, para mí era un personaje fantástico. Siempre le pedía que me contara cómo era la vida en el circo y él me describía las situaciones más increíbles, como el día que los enanos se rebelaron y amenazaron con meterse a la jaula del tigre o la noche en que la mujer barbuda se fugó con el carnicero de un pueblo olvidado. Creo que inventaba la mitad de lo que me decía, pero a mí sus historias me parecían fabulosas. Yo lo quise mucho y él me veía como a un hijo. Por eso es que me regaló a Don Rascuacho, aquel muñeco inanimado que él había hecho a un lado porque ya se había conseguido otro muñeco más simpático. “Cuídalo como si fuera tu amigo, porque ellos también tienen alma”, me dijo. Al poco tiempo, Rodrigo murió de un balazo. Dijeron que habían intentado asaltarlo. Lloré mucho su muerte y lleve a Don Rascuacho al funeral, pero mi madre me regañó y me castigó por “pensar en tonterías”. Pasado el tiempo supe toda la verdad: al tío Rodrigo, un marido celoso lo había baleado. Un final nada heroico para un tipo que siempre fue un romántico. Don Rascuacho fue mi compañero de juegos, hasta que me interesé en otras cosas y se quedó arrumbado, igual que mi infancia se empolvó en aquel club que nadie frecuentaba. “El club de la mano siniestra” sólo es una postal que guardo en mi álbum de añoranzas, algo que me recuerda que quizá tengo alma de ventrílocuo, porque a veces no reconozco ni mi voz, ni mis sentimientos.

 

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 30 de octubre de 2008

 

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