jueves, 9 de octubre de 2008

El diablo que habita en mí

© Manual para canallas

“¿Cuánto me das por mi alma, cuánto me das?”, soltó aquel sujeto de buenas a primeras. Lo miré con expresión de qué-le-pasa-a-este-wey. Seguro es una broma. “¿Cuánto me das por mi alma?”, balbuceó ya sin la misma seguridad. “No me jodas el día”, di otra calada a mi cigarrillo. “No te hagas, no te hagas, tienes cara de diablo”, dijo convencido. No manches, estos weyes inventan cada día cosas más extrañas para pedir dinero. “Te vendo mi alma”, insistió. “Tu pinche alma está más desahuciada que una máquina de escribir”, le seguí el juego. Busqué con la mirada alguna cámara escondida, aunque el tipo no parecía disfrazado. Aquellas costras de mugre eran bastante reales y apestaba a madres. Saqué dos varos y se los di. “Mi alma vale mucho más”, protestó. Entonces sacó un trozo de papel de su bolsillo y me lo enseñó. Era un dibujo perturbador. Y sí, allí estaban los trazos de un sujeto parecido a mí, aunque sin gafas. “No te hagas, tienes cara de diablo” y me mostraba aquel retrato siniestro. “Ya llégale, que estoy esperando a alguien”, sentencié con rencor. Se sacó de onda. “Ya sé, ya sé que estás aquí de incógnito”, su garra aprisionó mi brazo. Pinche loco. “Mira, cabroncito, ya estuvo, te estás ganando unos madrazos”, me levanté de la banca. Dudó en seguirme, pero fue tras de mí. “¡Es el diablo!”, gritó, “mírenlo, es el diablo”. La gente se volvió para observarme. No pude evitar reírme. Aquel miserable me señalaba. “¡Sólo vean sus ojos, el mal está en su mirada!”, siguió con su desmadre. Preferí ignorarlo. Tomé el celular y le marqué a Fernanda. Venía retrasada, así que cambié el lugar de la cita. “¿Quién grita tanto?”, me preguntó ella. “Un pinche loco que cree que soy el diablo”, le contesté. Ella se carcajeó: “No manches, Roberto, ya te descubrieron”. Reí con ella y luego colgué. Hice señas a un taxi, pero me ignoró. ¿Será qué tengo cara de diablo?

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“Eres un diablillo”, me dijo Fernanda satisfecha, “me encantas”. Desnuda era un delirio. Nunca quiso andar conmigo. Sólo deseaba sexo y consumar sus venganzas. “Mira, a mí me gustan las cosas claras”, me explicó después de la primera noche que pasamos juntos, “me gustas, pero no quiero compromisos”. Estuve de acuerdo. Ya luego me enteré que ella se acostó conmigo porque su novio la engañaba. Me lo dijo una amiga en común. A mí me encantaba Fernanda. Y no era para menos. Era la más guapa de mi generación. Y vaya que había chicas bonitas en la universidad. Yo no era el más listo, pero tampoco el más idiota. Y sin embargo, me enamoré como un imbécil. Cuando le dije a Fernanda que no podría vivir sin ella, me abrazó y soltó las frases más comunes: “tú y yo no podríamos estar juntos, porque yo amo a Leonardo”. Ésa sólo era una de muchas razones. Ella odiaba que yo no tuviera auto. Siempre me decía que era un soñador, que las mujeres no se casan con tipos como yo. Que escribir era un oficio sin beneficio. ¿Dónde había escuchado eso antes? Total, que no quiso ser mi novia y tampoco volvimos a tener sexo. Terminamos la carrera y dejé de verla. Mis noches eran una sucursal del purgatorio. No volví e enamorarme.

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Fernanda y Leonardo terminaron. Luego, ella se fue a vivir con el hijo de un banquero. Se volvió muy pacheca. Supe que el junior era distribuidor de drogas. Y Fernanda se hundió en una espiral sin fondo. Y el sujeto se cansó de mantener sus vicios. Fer nunca ejerció la carrera. Se dedicó a trabajar como edecán. Dicen que era buena en lo suyo: mucha disposición y cero prejuicios; algunos amantes y demasiadas escalas en hoteles de paso. Un par de años después coincidimos en una fiesta. Nos saludamos como si nada. Se emborrachó más de la cuenta. Me preguntó que si no traía algo de coca. “¿Tengo cara de dealer?”, fui cruel. “Uy, qué pinche genio”, se burló, “¿a poco me odias todavía?”. Ni siquiera me volví para mirarla. “No puedo odiar algo que he olvidado”, advertí. “Te han sentado bien los años”, intentó coquetear. “Lástima que no puedo decir lo mismo de ti”, no me gusta andar con rodeos. Aquella mujer de ojos enrojecidos no era la misma chica hermosa que conocí. “Ay, qué weba, mejor voy a ver quién trae aunque sea un poco de mota”, se ofendió. Estuve un rato más y cuando ya me iba vi a Fernanda besando a un tipo que no era nada atractivo, pero seguramente él sí traía coca o al menos unas tachas. Yo no tenía lo que ella buscaba, pero a mí me bastaba con lo que poseía. Algunos sueños postergados, el corazón en el refrigerador y la poesía de Jaime Sabines, por mencionar algo:

“El diablo y yo nos entendemos
como dos viejos amigos.

A veces se hace mi sombra,
va a todas partes conmigo.

Se me trepa a la nariz
y me la muerde
y la quiebra con sus dientes finos.

Cuando estoy en la ventana
me dice ¡brinca!
detrás del oído…

Nunca se está quieto.

Anda como un maldito,
como un loco, adivinando
cosas que no me digo.

Quién sabe qué gotas pone
en mis ojos, que me miro
a veces cara de diablo
cuando estoy distraído.

De vez en cuando me toma
los dedos mientras escribo”.

 

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 09 de octubre de 2008

 

 

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